El poeta Paul Claudel, que debió intuir la entrada en otros mundos a través del alma de su trágica hermana Camille Claudel, afirmaba que “la mujer será siempre el peligro de todos los paraísos”. Se trata de una afirmación que resulta, sea cualquiera su postulado, un alto elogio, una alta investidura para la mujer.
Si ella resulta más tentadora que el edén, o esa arcadia es muy frágil o ella es el verdadero Paraíso. Pero es mejor dejarle el tema a los doctos en mitologías y religiones. Lo que sí es cierto es que las palabras de Claudel resultan francamente refractarias a la vida muelle, a la vida sin peligros.
La mujer, sospechosa o convicta de ser emisaria de la duda, ya había sido rastreada por Jules Michelet en La hechicera, como alguien que en la edad media exaltó la poesía insumisa, la capacidad de tocarla de imposibles.
De esa insumisión dan cuenta los poemas que Lucía Estrada nos entrega en su bello libro Las Hijas del Espino.
Desde la otra orilla, sueño y locura, o desde las márgenes de un orbe regentado por quienes pensaron que la mujer es la clase obrera del hombre, como afirmara con sorna Carlos Marx, hasta las acusadas de relapsas mientras eran conducidas a la pira en la larga noche de la inquisición, como Prisca, Doris, Guidasa y Guitamonda, hay en este libro un gran fresco sobre la mujer. Son retratos líricos y retratos clínicos de honda belleza de forma y honda belleza de contenido, envueltos en un lenguaje despojado de afeites y ropajes. Y lejos, muy lejos, de trasuntos feministas y de lo puramente anecdótico o episódico. El lenguaje de estos poemas está tocado de augurios, de atisbos de futuro. Los ojos avizores de una mujer ven un cuervo posado sobre las coronas. Hay señales de peligro, signos de oscura lectura para el viaje de Orfeo, hilos urdidos en silencio por la tejedora de odiseos. Djuna Barnes pastorea sus lentos animales en el sueño. Una mujer en camino hacia la hoguera advierte que su plato de aceitunas ha sido trocado por otro de setas venenosas. Todo podría volverse manual o recetario, si Lucía Estrada, de tan bella y vigorosa palabra, no tuviera la capacidad de desdoblarse como las matrioshkas, como esas figuras rusas que siempre alojan dentro de sí otras figuras.
Las Hijas del Espino es uno de los más bellos libros que se hayan escrito en Colombia, desde la Madre Josefa a nuestros días. Sutil, dulceamargo, reposado, evocador e inquietante. Lucía Estrada sabe, como lo sabía Alma Malher, que es “más bella la mano / al pulsar una cuerda invisible”.
Leer este libro es un adentrarse en un cortejo de mujeres a las que la autora les otorga como heráldica un arbusto sencillo, sin mucha alcurnia vegetal, un pequeño árbol irrigado de espinas cuyas flores blancas aroman las distancias.
JUAN MANUEL ROCA
Bogotá, febrero 13 de 2006
CIRCE
Es la sombra
lo que retengo
la belleza de alejarse
cada vez más
el infortunio de haber visto
muchas islas
muchos mares
como a través
de un espejo roto
la muerte que representas
el número de animales muertos
que representas
negro polvo que tus pies
han traído
hasta mi casa.
ISMENE
Guarda el vino que me ofreces
no des tus ánforas en oración
por mí
has levantado estas torres
como señal de dolor
no escribas mi nombre
junto al tuyo
en esas piedras
mis pies no avanzaron
cuando hubo fuego
mi boca permaneció muda
mientras tú invocabas
y ahora me invitas bajo tu árbol
retienes la espada un momento
y me indicas
que abrace la sangre
como si la victoria
fuese nuestra
yo
que no arriesgué ninguna palabra
para el canto de los muertos.
PRISCA
No espero la luz
es una puerta cerrada
por mil espejos
a los que permito reflejar otros rostros
ya no eres
la promesa de tus ángeles
voy como emperatriz por el valle desolado
y los sonidos son más profundos ahora
y las visiones
cuando la noche caiga y el cuervo
me cubra los ojos
no haré caso del rumor sordo de tus trompetas
ni me levantaré con los muertos
ni haré una señal sobre mi árbol
para que me nombres
no necesito más el arco que cubría mi casa
es fuego que vi extinguirse
bajo el pie de los vencidos.
VIRGINIA CLEMM
Me une a tu destino la estrella subterránea,
el vuelo del albatros allá en la tibieza de lo negro
que no alcanzan mis ojos.
La paciencia devoradora,
el círculo del azar y el espanto
de una caravana de hienas,
restos de una cacería de brujas
imposibles de ocultar
bajo el sombrero del Mago
o el velo de la Emperatriz.
Si no te marchas,
si resistes,
será porque todavía no dibujo el camino.
Déjame mostrarte los arcanos
de la contradicción,
la materia inasible
de los seres que nos acompañan.
Tu semblante también es monstruoso
y es por eso que nadie
se atreve a visitarnos.
—Aquí duerme lo perdido—
Nadie hablará de su inocencia.
SYLVIA PLATH
Todo lo ha devorado el invierno
y el jardín de rojos tulipanes en el que ocupé mis manos
ha iniciado su descenso definitivo.
La casa es un viejo sarcófago de vigilias
y pergaminos desechos.
En ella duermen las ruinas de mi corazón.
A través de la bruma
sólo puedo distinguir el rencoroso brillo
de las abejas.
No hay perfección.
Mi cuerpo es un camino cerrado, reflejo de una luz marchita.
Nunca se bastó a sí mismo. Nunca.
Detrás de los muros, por entre las grietas,
vuelve a mí el eco de la fiebre
palabras que revientan bajo la escarcha
como pequeños ríos de mercurio.
El invierno ha perdido mis pasos en la nieve.
Sangra en el aire
su condena.
ANUDO MIS MANOS AL SIGNO INDESCIFRABLE DE LOS DÍAS:
agua que desciende bordeando el abismo.
La estrella de los que cruzan bajo un manto ciego
sube a la superficie de esta roca húmeda y silenciosa.
Sus palabras son el polvo y el hueso que las escribe.
Nadie pudo esclarecer la verdad de los muros,
ni escribir la palabra que hundía su alfabeto hasta reventarlo.
La piedra es movimiento,
hondos declives en los que la luz se derrota a sí misma.
Dentro, hierven las azucenas de la carne,
las magnolias del fuego y la salamandra; el alto campanario,
las sílabas que son el inicio silencioso de la tormenta.
Junto a la hiedra,
el altar de los muertos resplandece.
Densas joyas alrededor del círculo salvaje.
¿QUIÉN ME HABLA CON LAS VOCES DEL VIENTO?
¿Quién a través del polvo, bajo la herrumbre,
en la fría superficie de las cosas?
Todo cuanto he olvidado se resiste a la muerte
y abre con suavidad los pliegues del aire para rozarme con sus dedos.
¿Qué silencio me rescata en esa orilla?
¿Qué pequeño aguijón me descubre lo invisible?
Secreto laberinto que despierta en la palma de la mano.
AHORA QUE TU CUERPO SE DISPONE A CRUZAR LA FRONTERA MÁS SOLITARIA, dime:
¿A qué grito, a qué palabra te aferras?
¿Qué silencio abres en la semilla que mañana será tu sustento?
Las piedras que guardas en tu memoria
son las ruinas de un altar construido
para que alguien más ofreciera en él su corazón.
Pero ya nadie se detiene bajo los árboles
que se han despojado de su sombra.
Sin amor, el paisaje incierto de otras tierras
los arrebata definitivamente de nosotros.
Queda entonces el vacío donde resuenan mejor nuestros pasos,
oscuro rumor que nos obliga a permanecer despiertos.
¿Quién vigila más allá de ti mismo el movimiento de tu sangre?
Cada noche te prepara un abismo
en el que te dejas caer sin espanto
pues en ti llevas tu lámpara,
esa que también te ha descubierto la intemperie
y el esquivo secreto de su nombre.
Un canto de sirenas te guía en el blanco laberinto de la rosa.
¿En qué antiguo reino se apoya tu mirada?
NOS HAN DEJADO SOLOS EN MEDIO DEL AGUA,
de su noche grave y espesa.
No en la superficie,
no en el fondo,
entre los pliegues.
Y allí soñamos las formas,
peces que se devoran entre sí,
sustancias y sales y fuego
en su primera altura.
Pero hay un arriba y un abajo, decimos,
y somos parte del secreto.
Lo que nos mantiene es no saberlo con certeza,
intuir que somos las columnas y el corazón único
de ambos reinos.
EL SILENCIO ME TOMA DEL BRAZO
y como al niño ciego me conduce.
Algo en mí percibe su brillo de abeja misteriosa,
su enorme cuerpo invisible en el que palpitan
la sangre de antiguos dioses, los árboles de la infancia,
el mar de lo desconocido.
Queda su temblor en el aire.
Puedo tocarlo,
palpar sus formas, escuchar el sonido que produce
al entrar en el cuerpo vivo de una palabra,
la oscura vibración del silencio
cuando mi corazón
pulsa sus cuerdas.
Del libro La noche en el espejo (2009)
Lucía Estrada (Medellín – Colombia, 1980) Ha publicado varios libros de poesía, entre ellos Maiastra, Las Hijas del Espino, El Ojo de Circe (Antología), La Noche en el Espejo, Cuaderno del Ángel, Continuidad del jardín (Selección personal) y Katábasis. Con su libro Las Hijas del Espino obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Medellín (2005), y la Beca de Creación en Poesía, otorgada por el Municipio de Medellín en 2008 con Cuaderno del ángel. En 2009 y 2017 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá con sus libros La noche en el espejo (2010) y Katábasis (2018) respectivamente. Textos suyos han aparecido también en varias antologías y publicaciones del país y del exterior. Así mismo sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, japonés, sueco, portugués, italiano y alemán. Invitada a diversos encuentros literarios en el país y en el exterior entre los que pueden destacarse el Festival de Poesía de Berlín (Alemania); VIII y XVI Festival Internacional de Poesía de Medellín; Encuentro de Poetas del Mundo Latino (México); Feria del Libro de Santiago de Chile; IV Festival Internacional de Poesía Eskéletra (Ecuador); III Festival de Poesía de El Salvador; Festival Internacional de Poesía de Costa Rica; Feria Internacional del Libro de Quito (Ecuador); Festival Internacional de Poesía de Caracas (Venezuela, 2013); Salón del Libro de París (Francia, 2014); Feria Internacional del Libro de Lima (Perú, 2018). Próximamente la Editorial Eulalia Books (Estados Unidos) publicará una edición bilingüe de Katábasis en traducción de Olivia Lott.