ORACIÓN A LO ÚNICO QUE NOS RESTA
Desciende hasta las madrigueras
donde no llega la mañana
y siéntate a un costado de los que solo tienen
una manta de ceniza
para arroparse en los viajes largos.
Ve y abre las puertas de las húmedas pensiones
para los que buscan una hora de descanso
antes de volver a los caminos
y nada más hallar al viento, solo al viento
lamiéndoles los ojos.
Baila con los que nunca
gastaron sus zapatos en bailes
—porque solo aprendieron
la música de la vergüenza—.
Danza con ellos,
con los que son más uñas que hombres
y con esas uñas
limpian a los hijos,
arañan imposibles boletos de lotería,
escriben sus iniciales en el porvenir del árbol.
Asómate a la terraza donde fuman
los que odian en silencio
al vecino que envejece más despacio,
los que maldicen a los nuevos y mejores
que andan en los parques con perdidas mujeres.
Quédate con los que hacen filas en los hospitales
y llevan un huerto de alergias en el pecho
una música de flema que los delata
un tumor en forma de pájaro
del que ningún dios se hará responsable.
Camina detrás de los que pegan su nariz a las vitrinas
preguntan «cuánto cuesta»
y se marchan mirando con falsa prisa sus relojes.
Invierte tus mañanas en los hirientes cañaverales
donde desaparecen esos hombres
que jamás probarán el azúcar que cosechan.
Y vuelve a ocupar tu sitio
entre aquellos que aprenden a sobrevivir
acurrucándose bajo los puentes
–entre la sonrisa del musgo
y grises palomas que sueñan con el color de las guacamayas–.
Encuentra a los que aman el crepúsculo
en los ojos de un perro.
A los que guardan los balazos
que alguna vez les quitaron del vientre
y siempre quieren mostrarlos en las reuniones.
Acurrúcate junto a los que duermen en zaguanes
y nunca han dormido frente al mar.
Dales tu piedad a los que estrenan trabajo o colegio
y toda la noche llovió sobre los cordeles donde colgaba su camisa
y ahora andan a todas partes con el olor de la humedad.
Canta al oído de la niña
que sueña con el olor de las guitarras
y su reino prometido es un montón de platos engrasados.
Brinda junto a los que dan un poco más que la vida
por un par de buenas conversaciones,
choca los vasos
con quienes crecieron oyendo el sollozo de su madre
y sus costillas en desuso se parecen
a una caja antigua de zapatos.
Cálzate las botas junto a los hombres
que tratan de fundir corazones en las fábricas.
Ofréceles tu fémur como bastón
a los que perdieron un ojo por estar primeros en la multitud.
Ponte del lado de quien negocia
la última naranja en el mercado.
Sujeta los lentes del adolescente
que no sabe pelear.
Bendice el agua insípida
que se sirve al almuerzo el vecino
y el trago que acompaña el pan del solo.
Y diles,
diles que que la esperanza es un toro
embistiendo un arbusto de gardenias.
Tócales el hombro y diles
que has venido a verlos
que respaldas su rencor y su cigarro de anhelo
aunque aquello no haga ninguna diferencia.
A los que Gran Escriba de la historia
ha negado una página,
poesía,
hazles saber que alguien piensa en ellos,
que se los siente caminar
por las enmohecidas calles del alma.
ORACIÓN POR LA QUIETUD
Que nunca habite yo las oraciones de los felices.
Que no me señalen las uñas de los pulcros,
que nada más reciba el voto de los gatos
en las elecciones barriales.
Que mi nombre lo sepan solamente
las mujeres que de verdad intentaron
una despedida dócil:
ellas jamás volverán a repetirlo.
Que nadie se imponga la obligación de pensarme,
para cumplir conmigo su cuota mínima
de conmiseración
que exigen a las puertas del parnaso.
Que en ninguna mesa me recuerden
como se debe recordar únicamente a los exiliados.
Que mis ojos
olviden la imagen del muñón
a las puertas de templos ojerosos.
Que mi olfato
no sepa diferenciar el romero de la pólvora.
Que mis tímpanos
no sean condenados a repetir
el lamento de los toros
que salvaron a las praderas
de una muerte silenciosa.
Que mi carne
deje de soportar al abrigo
hecho con la piel del único cordero
que amé en la niñez.
Que declaren su emancipación mis oídos
y no sean más esclavos de la música
que pone en nuestra garganta
los grilletes de la belleza.
Señor
permíteme la gloria de los escombros.
Dame la paz de los escarabajos,
la simpleza de las ollas cóncavas
que recogen las goteras,
el anonimato de las grietas en las tapias,
la memoria de las puñaladas
que son olvidadas en la noche;
dame, señor, el silencio de las herramientas herrumbradas,
el gesto del hombre rústico
que prepara la leña
mientras el hijo ensilla su caballo;
dame la quietud de aquellas cosas
a las que nadie exigirá belleza alguna
ni respuesta, ni testimonio, ni milagro.
Si alguien encuentra mis venas, señor,
que las usen para sujetar
las puertas de las cantinas.
Que no valgan ni para llavero,
ni para esotérico amuleto
mis huesos.
Que si un perro desentierra mi corazón
nada descubra al pasarle la lengua.
Que siga, señor,
inalterado, su camino.
LA SOMBRA
Verano.
Solo una nube conserva
la forma de los ríos.
El sol es un dios terrible
para quien lee la carta de un amigo muerto.
Sabia es la vieja costumbre
de enterrar a los perdidos,
salvarlos de la luz
y las sucias navajas del día
que tallan la letra del desgaste en la piel
y alumbran las células inertes
hasta que se hacen polvo de la vergüenza.
Dónde estarás ahora, reventándote bajo el sol,
tú que dabas las gracias a las tórtolas
o a la forma oscura de un árbol
cuando se interponían entre la luz y tus ojos.
Uno está a salvo contados días de la vida:
como los potros
que se tienden bajo la sombra de yeguas maternales.
Ahora solo están seguras las criaturas
que las madres esconden
bajo la sombra de sus pechos crecidos contra el hambre,
ahora solo están seguros esos críos
ocultos a los ojos de los altísimos
llorando tranquilamente
sin tener que avergonzarse.
Dios debió darnos el alma como sutil castigo
para que al morir vaguemos sin hacer sombra
sin poder refrescar ni al perro
que padece el juicio del sol.
Soy devoto de las cosas que hacen sombra:
de estos muros, que nos atrincheran contra las balas de luz,
del niño audaz
que aguarda inmóvil el retorno de la mascota perdida
y riega su sombra como un país sobre la calle,
de la mano que se gana su cuota de santidad
cuando se posa sobre el ceño
para que los ojos
puedan reconocer en la distancia la morada.
Ahora que el mundo parece una moneda
arrojada con desdén en la fragua,
ahora que alguien no puede sostener
la carta del desaparecido
donde pesa la claridad con un peso de siglos,
agradezco por el cuerpo
que permanece de pie junto a mí,
y riega sobre la tierra y mis zapatos
la modesta ofrenda
de su sombra.
Poemas de Las cosas negadas (Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021).
Juan Suárez Proaño (Quito, 1993). Poeta y editor. Licenciado en Comunicación y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador con un estudio sobre la poética de la enfermedad en la obra de Ileana Espinel. Ha publicado los poemarios Lluvia sobre los columpios (2014), Hacen falta pájaros (2016), Nos ha crecido hierba (2018) y El nombre del Alba (Nueva York Poetry Press, 2019). Consta en la antología Seis poetas ecuatorianos, publicada en México; y en la Antología de Poesía Española Contemporánea Y lo demás es Silencio Vol. II, publicada en Madrid, en el 2016. Está incluido en la selección de poetas ecuatorianos «Voices form the center of the world» realizada y traducida por la poeta Margaret Randall. Su poemario “Las cosas negadas” obtuvo el Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021.