22 Nov 2024

26. POESÍA ESPAÑOLA. JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD

-16 May 2021
Poesía

 

ESPERA

 

Y tú me dices

que tienes los pechos vencidos de esperarme,

que te duelen los ojos de tenerlos vacíos de mi cuerpo,

que has perdido hasta el tacto de tus manos

de palpar esta ausencia por el aire,

que olvidas el tamaño caliente de mi boca.

 

Y tú me lo dices que sabes

que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre,

de golpear mis labios con la sed de tenerte,

de darle a mi memoria, registrándola a ciegas,

una nueva manera de rescatarte en besos

desde la ausencia en la que tú me gritas

que me estás esperando.

 

Y tú me lo dices que estás tan hecha

a este deshabitado ocio de mi carne

que apenas sí tu sombra se delata,

que apenas sí eres cierta

en esta oscuridad que la distancia pone

entre tu cuerpo y el mío.

 

 

LA VUELTA

 

Por el camino se me van cayendo

frutas podridas de la mano

y voy dejando manchas de tristeza en el polvo

donde quiera que piso;

un pájaro amanece ante mis ojos

y en seguida anochece entre sus alas;

la asamblea de hormigas se disuelve

cuando en mí la tormenta se aproxima;

el sol calienta al mar en unas lágrimas

que en el camino enciende mi presencia;

la desnudez del campo va vistiéndose

según van mis miradas acosándole

y el viento hace estallar

una guerra civil entre las hierbas.

 

Noticia triste de mi cuerpo dictan

las verdes amapolas en capullo,

la codorniz se espanta

y asusta al macho con historias mías.

Vengo desnudo de la hermosa clámide

que solía vestirme cuando entonces:

clámide con las voces de los pájaros,

el graznido del cuervo, la carrera veloz de la raposa

–a la que llaman zorra mis parientes–,

del arroyo que un día se llevaba mis pasos

y de olores de jara y de romero

hace tanto tejida.

 

Días de mi ascensión, cuando el lagarto

solía conocer mis intenciones,

cuando solía la retama

pedirme venia para echar raíces,

cuando algún cazador me confundió

con una piedra viva entre las piedras.

Pero yo te conozco, campo mío,

yo recuerdo haber puesto entre tus brazos

aquel cuerpo caliente que tenía,

haber dejado sangre entre los surcos

que abrían los caballos de mi padre.

Yo te conozco y noto que tus senos

empiezan a ascender hacia mis labios.

 

 

MIMETISMO DE LA EXPERIENCIA

 

Cuando leía porfiadamente y no

sin desazón a Henry Miller, iba

acordándome a trechos

de muchas horas canceladas, rostros

desdibujados en algún rincón, lugares

de inquietante vivir. Era penosa

la experiencia y más

que nada turbadora

por simple:  asistía

como mi propio espectador

al paso de emociones, cuerpos, actos

sexuales que yo mismo veía ejecutados

por otro en mi memoria y que se restauraban

con un nuevo contexto

en el presente.

 

                             La práctica

de ciertos mimetismos del recuerdo

puede llegar a subvertir el orden

de esa usura de amor que el tiempo

salda. Y Henry Miller, transgresor

de leyes, irritante

por próximo, furiosamente

obseso de su intimidad,

no suponía para mí

más que un tenaz motivo de recuento

de situaciones olvidadas: cuartos

de hotel, burdeles, laberintos

de citas donde un cuerpo

siempre se hacía vagamente

clandestino, imágenes

ajadas como evanescentes

fotografías, hábitos

de una noche. Pero un hostil

y subrepticiamente enajenado

reencuentro conmigo, sostenía

el agobiante afán de cotejar

datos que sólo en parte me importaban.

 

Equívoca constancia de unos hechos

reconstruidos con retazos

de otros: no en el amor

sino en su deterioro se reagrupan

los fragmentos vividos.

                        

                            Como ciertas

alucinantes fábulas de Lawrence Durrel

o de Sade (las que coinciden tal vez

en descifrar los infortunios de Justine),

la intervención de Miller agotaba

en mi memoria toda posibilidad

de ir acotando la experiencia

sin conjurar su lastre: nombres

aletargados, episodios

de efímero futuro, leves

fraudes de amor

que el aluvión del tiempo confundía

con las suplantaciones del orgasmo.

 

                              Espejo de violencia

de tanto azar de juventud, híbrida

educación, solitario o múltiple

terraplén de erotismo, no podía

atestiguarme sino con mi propia

represión inicial, abierta luego

a otras coherentes formas del amor.

 

 

UN CUERPO ESTÁ ESPERANDO

 

Detrás de la cortina un cuerpo espera.

Nada es verdad si no es su encarnizada

inminencia, esa insaciable culpa

que a mí mismo me absuelvo aborreciéndome.

Nada es verdad. Un cuerpo está esperando

tras el mudo estertor de la cortina.

 

En la oquedad propicia del instante

que mientras más deseo más maldigo,

quiero amar este cuerpo, que él no muera

hasta que su orfandad esté cumplida.

 

Paredes resignadas, tinto el suelo

de mercenaria obstinación, allí

nos conducimos mutuamente

al voraz simulacro de la vida.

(La amarra del amor nos hace libres.)

Sólo yo estoy suspenso del engaño:

movible fuego oscuro,

mi memoria consume sus fronteras

entre las turbias órdenes del tiempo.

De todo cuanto amé, nada logró

sobrevivir a las abdicaciones.

(La noche se agazapa entre las telas

que un falaz movimiento hace carnales.)

 

Una mentira sólo está esperando

detrás de la cortina. Soy

mi enemigo: consisto en mi deseo,

busco a ciegas la luz, me reconozco

después de extraviarme, despedazo

ese espejo de muerte en que el placer

se asoma, expío

con mi turno de amor mi propia vida.

De un hilo funeral pendiente el cuerpo,

ya no es posible reducir su lastre.

 

 

SUPLANTACIONES

 

Unas palabras son inútiles y otras

acabarán por serlo mientras

elijo para amarte más metódicamente

aquellas zonas de tu cuerpo aisladas

por algún obstinado depósito

de abulia, los recodos

quizá donde mejor se expande

ese rastro de tedio

que circula de pronto por tu vientre,

 

y allí pongo mi boca y hasta

la intempestiva cama acuden

las sombras venideras, se interponen

entre nosotros, dejan

un barrunto de fiebre y como un vaho

de exudación de sueño

y otras cavernas vespertinas,

 

y ya en lo ambiguo de la noche escucho

la predicción de la memoria:

dentro de ti me aferro

igual que recordándote, subsisto

como la espuma al borde de la espuma

mientras se activa entre los cuerpos

la carcoma voraz de estar a solas.

 

 

José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 11 de noviembre de 1926 - Madrid, 9 de mayo de 2021). Poeta, novelista y ensayista español. Cursó estudios de Filosofía y Letras en las universidades de Madrid y Sevilla, para después trasladarse a Colombia donde enseña Literatura española, combinando su labor literaria con la docencia. Perteneciente a la Generación del 50, como poeta se inicia en 1948 con Poesía (1945-1948), a la que siguieron Las adivinaciones (1952), Memorias de poco tiempo (1954), Ateneo (1956), Las horas muertas (1959), El papel del coro (1959) y Pliegos de cordel (1963). En 1969 se publica Vivir para contarlo, obra que recoge toda su poesía. En 1997 se publica una antología de sus poemas, recopilados por María Peyeras Grau, con el título El imposible oficio de escribir. Antología, y en 2002, la editorial Visor publica Antología personal, acompañada de un CD con poemas recitados por el autor. En 2004 fue galardonado con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana por el conjunto de su obra, y al siguiente año con el Premio Nacional de las Letras Españolas. Recibió numerosos premios a lo largo de su carrera, pero el reconocimiento definitivo le llegó en 2006 con el Premio Nacional de Poesía (Ministerio de Cultura) en 2006 por su obra Manual de infractores, poemario que el autor calificó como "apología de la desobediencia". El 29 de noviembre de 2012 recibió el Premio Miguel de Cervantes.

 



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