ESPERA
Y tú me dices
que tienes los pechos vencidos de esperarme,
que te duelen los ojos de tenerlos vacíos de mi cuerpo,
que has perdido hasta el tacto de tus manos
de palpar esta ausencia por el aire,
que olvidas el tamaño caliente de mi boca.
Y tú me lo dices que sabes
que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre,
de golpear mis labios con la sed de tenerte,
de darle a mi memoria, registrándola a ciegas,
una nueva manera de rescatarte en besos
desde la ausencia en la que tú me gritas
que me estás esperando.
Y tú me lo dices que estás tan hecha
a este deshabitado ocio de mi carne
que apenas sí tu sombra se delata,
que apenas sí eres cierta
en esta oscuridad que la distancia pone
entre tu cuerpo y el mío.
LA VUELTA
Por el camino se me van cayendo
frutas podridas de la mano
y voy dejando manchas de tristeza en el polvo
donde quiera que piso;
un pájaro amanece ante mis ojos
y en seguida anochece entre sus alas;
la asamblea de hormigas se disuelve
cuando en mí la tormenta se aproxima;
el sol calienta al mar en unas lágrimas
que en el camino enciende mi presencia;
la desnudez del campo va vistiéndose
según van mis miradas acosándole
y el viento hace estallar
una guerra civil entre las hierbas.
Noticia triste de mi cuerpo dictan
las verdes amapolas en capullo,
la codorniz se espanta
y asusta al macho con historias mías.
Vengo desnudo de la hermosa clámide
que solía vestirme cuando entonces:
clámide con las voces de los pájaros,
el graznido del cuervo, la carrera veloz de la raposa
–a la que llaman zorra mis parientes–,
del arroyo que un día se llevaba mis pasos
y de olores de jara y de romero
hace tanto tejida.
Días de mi ascensión, cuando el lagarto
solía conocer mis intenciones,
cuando solía la retama
pedirme venia para echar raíces,
cuando algún cazador me confundió
con una piedra viva entre las piedras.
Pero yo te conozco, campo mío,
yo recuerdo haber puesto entre tus brazos
aquel cuerpo caliente que tenía,
haber dejado sangre entre los surcos
que abrían los caballos de mi padre.
Yo te conozco y noto que tus senos
empiezan a ascender hacia mis labios.
MIMETISMO DE LA EXPERIENCIA
Cuando leía porfiadamente y no
sin desazón a Henry Miller, iba
acordándome a trechos
de muchas horas canceladas, rostros
desdibujados en algún rincón, lugares
de inquietante vivir. Era penosa
la experiencia y más
que nada turbadora
por simple: asistía
como mi propio espectador
al paso de emociones, cuerpos, actos
sexuales que yo mismo veía ejecutados
por otro en mi memoria y que se restauraban
con un nuevo contexto
en el presente.
La práctica
de ciertos mimetismos del recuerdo
puede llegar a subvertir el orden
de esa usura de amor que el tiempo
salda. Y Henry Miller, transgresor
de leyes, irritante
por próximo, furiosamente
obseso de su intimidad,
no suponía para mí
más que un tenaz motivo de recuento
de situaciones olvidadas: cuartos
de hotel, burdeles, laberintos
de citas donde un cuerpo
siempre se hacía vagamente
clandestino, imágenes
ajadas como evanescentes
fotografías, hábitos
de una noche. Pero un hostil
y subrepticiamente enajenado
reencuentro conmigo, sostenía
el agobiante afán de cotejar
datos que sólo en parte me importaban.
Equívoca constancia de unos hechos
reconstruidos con retazos
de otros: no en el amor
sino en su deterioro se reagrupan
los fragmentos vividos.
Como ciertas
alucinantes fábulas de Lawrence Durrel
o de Sade (las que coinciden tal vez
en descifrar los infortunios de Justine),
la intervención de Miller agotaba
en mi memoria toda posibilidad
de ir acotando la experiencia
sin conjurar su lastre: nombres
aletargados, episodios
de efímero futuro, leves
fraudes de amor
que el aluvión del tiempo confundía
con las suplantaciones del orgasmo.
Espejo de violencia
de tanto azar de juventud, híbrida
educación, solitario o múltiple
terraplén de erotismo, no podía
atestiguarme sino con mi propia
represión inicial, abierta luego
a otras coherentes formas del amor.
UN CUERPO ESTÁ ESPERANDO
Detrás de la cortina un cuerpo espera.
Nada es verdad si no es su encarnizada
inminencia, esa insaciable culpa
que a mí mismo me absuelvo aborreciéndome.
Nada es verdad. Un cuerpo está esperando
tras el mudo estertor de la cortina.
En la oquedad propicia del instante
que mientras más deseo más maldigo,
quiero amar este cuerpo, que él no muera
hasta que su orfandad esté cumplida.
Paredes resignadas, tinto el suelo
de mercenaria obstinación, allí
nos conducimos mutuamente
al voraz simulacro de la vida.
(La amarra del amor nos hace libres.)
Sólo yo estoy suspenso del engaño:
movible fuego oscuro,
mi memoria consume sus fronteras
entre las turbias órdenes del tiempo.
De todo cuanto amé, nada logró
sobrevivir a las abdicaciones.
(La noche se agazapa entre las telas
que un falaz movimiento hace carnales.)
Una mentira sólo está esperando
detrás de la cortina. Soy
mi enemigo: consisto en mi deseo,
busco a ciegas la luz, me reconozco
después de extraviarme, despedazo
ese espejo de muerte en que el placer
se asoma, expío
con mi turno de amor mi propia vida.
De un hilo funeral pendiente el cuerpo,
ya no es posible reducir su lastre.
SUPLANTACIONES
Unas palabras son inútiles y otras
acabarán por serlo mientras
elijo para amarte más metódicamente
aquellas zonas de tu cuerpo aisladas
por algún obstinado depósito
de abulia, los recodos
quizá donde mejor se expande
ese rastro de tedio
que circula de pronto por tu vientre,
y allí pongo mi boca y hasta
la intempestiva cama acuden
las sombras venideras, se interponen
entre nosotros, dejan
un barrunto de fiebre y como un vaho
de exudación de sueño
y otras cavernas vespertinas,
y ya en lo ambiguo de la noche escucho
la predicción de la memoria:
dentro de ti me aferro
igual que recordándote, subsisto
como la espuma al borde de la espuma
mientras se activa entre los cuerpos
la carcoma voraz de estar a solas.
José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 11 de noviembre de 1926 - Madrid, 9 de mayo de 2021). Poeta, novelista y ensayista español. Cursó estudios de Filosofía y Letras en las universidades de Madrid y Sevilla, para después trasladarse a Colombia donde enseña Literatura española, combinando su labor literaria con la docencia. Perteneciente a la Generación del 50, como poeta se inicia en 1948 con Poesía (1945-1948), a la que siguieron Las adivinaciones (1952), Memorias de poco tiempo (1954), Ateneo (1956), Las horas muertas (1959), El papel del coro (1959) y Pliegos de cordel (1963). En 1969 se publica Vivir para contarlo, obra que recoge toda su poesía. En 1997 se publica una antología de sus poemas, recopilados por María Peyeras Grau, con el título El imposible oficio de escribir. Antología, y en 2002, la editorial Visor publica Antología personal, acompañada de un CD con poemas recitados por el autor. En 2004 fue galardonado con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana por el conjunto de su obra, y al siguiente año con el Premio Nacional de las Letras Españolas. Recibió numerosos premios a lo largo de su carrera, pero el reconocimiento definitivo le llegó en 2006 con el Premio Nacional de Poesía (Ministerio de Cultura) en 2006 por su obra Manual de infractores, poemario que el autor calificó como "apología de la desobediencia". El 29 de noviembre de 2012 recibió el Premio Miguel de Cervantes.