ALLÁ EN IRLANDA
Irlanda es una finca esmeralda
donde sonríen ángeles
pecosos
que trenzan sus cabellos
con lavanda,
y cuando duermen,
a veces,
se escucha el cantar de un laúd
y el ladrido de un perro
sediento.
En Irlanda
también muerden los demonios
en el convento.
Sus labios sepultan las sobras del paraíso
y profanan la oración cándida;
sus brazos de fauno desanudan las caricias
y ahora quiero incinerar
el color de las rosas
sobre las sotanas,
porque me han dicho
que allá en Irlanda
les hicieron lo mismo
que en nuestro rancho.
Allá son rubios,
no tienen a una madre en la zafra,
no tienen a un padre que duerme
con la botella abrazada;
no se despiertan con olor a flor de café
en la camisa,
no tienen nada de eso
pero en Irlanda les hicieron lo mismo.
No sé si sus manos les hablaron en español,
si sus togas
almidonadas con incienso
rezaron las mismas mentiras,
solo sé que también les cortaron
las alas.
Allá en Irlanda,
a millones de kilómetros,
también están a años luz
de que Dios los bendiga.
VOCES EN EL VIENTO
«¡Ah! ¡Si yo pudiese orar,
si pudiese subir como el incienso todavía
y caer humildemente de rodillas como la cera hirviente de
los cirios! ¡Ah! ¡Si los que asesinaron al Cordero
y viven de la sangre del Cordero
no me hubieran arrebatado la fe!»
LEÓN FELIPE
Soy una voz que pasa
como estridor de trenes
entre las estaciones,
voz
despreciada y anónima
que despeina las nubes del campanario
en su bregar
y en su silente búsqueda de
eco.
No fue una súplica impar.
Fuimos un ejército imberbe de voces,
la negación
de un milagro,
naufragio
germinal
de brevísimos cuerpos
perpetuado
en claustros y llanos;
un coro
seráfico
reventado por la danza del báculo.
En los pasillos,
donde cantan los ángeles,
se fustiga con ortigas
el pecado;
en los pasillos donde criban las almas
bajo la rutinaria niebla del incienso,
donde pedir que se haga la luz
te conmina a las sombras,
allí
todavía
estamos.
El mundo mira (ese planeta celeste
en sus ideas,
terrestre
en su hipocresía)
y dice que nos conoce.
Desconozco tu rostro
pero sé
que a veces miras
hacia otro lado,
y no bastará este desierto en mi cuerpo,
ni mi vagido en el mundo.
Fui una voz elevándose
en el campanario,
clamor
de certezas núbiles,
fui esa voz
que suplicaba a Dios
que los fulminara un rayo.
Déjenme ser
primavera que perfuma el viento;
ser mañana el árbol
cuyas raíces morfan;
déjenme ser alguien
que no los odie.
Si regresan,
déjenme desaparecer.
La luna se asomará en la loma
para apagar su sed,
y
alguien
remendará fútil
mi calvario con salmos.
Cuando duele,
no basta creer.
Soy una voz que no puede callar,
porque mañana
ya será tarde
para el futuro.
LA VOZ SIN NOMBRE
(EL NIÑO DE GRANADA)
En estos días tan feos
encontré a un ángel
engarzado entre las rejas
de un estacionamiento.
YOLANDA PANTIN
“Afuera están los elefantes “
me decía
esa voz sorda
como polilla gravitando en la lámpara;
seca,
como el madero
en su evasión
de la hoguera.
Esa voz se desdoblaba
como arcadas de un animal sediento
ignorando
los titulares de los diarios,
las sentencias hipócritas
del corral político
sazonado de estadísticas,
veredictos
y hasta el detritus
de una transnacional
que compra el paraíso
siempre a la venta.
Voz ajena a las voces
que se hartan de ostras y champaña,
que me hablan de niños en abstracto,
niños rubios
que mascan pan con semillas,
que sorben el futuro edulcorado
en el parnaso,
mientras lo invisible
me habla
en todas las lenguas del hambre,
me grita
en el idioma del espanto.
Algo cobraba vida
en el asfalto
cuando escuchaba
esa queja sin emisario,
que arrastraba las palabras
dentro de la noche
como descontando el aire,
la brisa,
la infancia de las mariposas
y el recuerdo
de los estambres
en los patios familiares;
algo se quebraba para siempre en mi garganta
cuando intenté contestar
y no sería capaz ya de abrir los ojos
sin revisar el mapa
de las circunstancias,
desconfiar del sol
para explicarme el sentido de esperar
la mañana,
porque de pronto me sentí impotente y harta
intoxicada de café y gentes
que sólo se atreven a ripostar
cuando las revistas pagan.
Esa voz oscura
—de unos doce años—
se desdoblaba
en lo profundo de sempiternas cicatrices
con olor a vaso roto
y a pega,
rumor de sueños derruidos al filo de un lago
que promocionó Disney
junto a un zaguán latinoamericano.
La inocencia no existe:
cifras y discursos
se editan
como largometrajes que huelen a fresas,
pero aquí cosechamos guayabas
cuando no se las llevan
para vendernos la jalea.
La mudez del mundo resuena
en voces acalladas en los parques
por tormentos que fraguaron manos adultas,
recorriendo decibeles
tiznados con las sombras
en sus inacabados cuerpos;
y como si no pasara nada,
se anuncian las ofertas del verano
y el color de pasarela en los labios,
y las posibilidades de generar éxitos
con piernas esculpidas por pedidos
en Amazon;
se anuncia
el fin de la batalla de gigantes,
el Brexit les duele en los callos,
y el discurso se tornó amargo
como la bilis,
como el presente
que el mundo civilizado
está calcinando.
Ayer se robaron el cofre
y hoy nos drenan la linfa,
pero Trump no quiere a nadie
en su baile de merengues dorados,
y ahora todos estamos sobrando.
Retumba
esa voz infantil
que creció de golpe
sin padres
protectores,
sino que aprendió a decir
que surgió de unos podencos
alimentados del pecado.
Con la razón del desconocimiento
sobre el suicidio de la infancia,
quebrada
e ignorada
por las sonrisas de los turistas,
me creí nombrar por esa
voz que no pertenece a nadie,
que, sórdidamente,
baila con el espíritu de una abuela tosca
que no existe
como sus ojos petrificados
por el éter de metilo;
el cuerpo y la voz se alejan,
aunque yo intente abrazarle,
prodigarle una caricia,
o en su defecto monedas
que no sabrá contar
sino bendecir
con la sonrisa trueca
de una promesa vacía.
Hay tardes en que amanso
el vuelo
de la libélula errática
traicionada por la brisa,
y busco una fotografía de familia
que ya nadie recuerda
y que por eso
tampoco nadie reconoce perdida,
y entonces esa voz de abusos y pesadillas
retorna
aunque me esconda en los laberintos
de mis días
alejados ya
de los ocres y perfumes del verano,
de su suavidad terrestre
decorando las danzas de muchachas
despeinadas,
días de consorcios con héroes
que se disponían a estremecer el mundo
a puro pulmón y a versos,
esa voz me sigue llamando
aunque corra años luz
de aquel portón de hielo y silencio.
Hoy como ayer
me hundo en esos ojos
devorados por el mundo
y no puedo sino escuchar
dentro del cuerpo
quebrado,
medio poste,
medio árbol,
a ese niño de Granada
inasible de abrazo
y enquistado en mis sueños.
Este mundo me adormece,
la impotencia rebasa los gritos
y
me inundan
las lágrimas
de niños del mundo
con sabor a reposo y cianoacrilato
que esperan
tal vez
que su voz
no se disperse
en la brisa inaudible
de la avenida.
Poemas de El vértigo de los ángeles, Panamá 2019.
Ela Urriola (Panamá). Escritora, filósofa y pintora. Investigadora de Estética, Bioética y Derechos Humanos. Doctorado en Filosofía Sistemática en la Karlová Univerzita, Praga. Dicta las cátedras de Estética en la Facultad de Bellas artes en licenciatura y maestría, y Filosofía, Ética, Bioética y Derechos Humanos en la Facultad de Humanidades. Premio Nacional de Poesía “Ricardo Miró” (2014) con La nieve sobre la arena. Incluida en Poesía de Panamá (2015). Antología poética bilingüe español-ruso. Premio Nacional de Cuento “José María Sánchez” (2015) con Agujeros negros. En 2018 obtiene, por segunda vez, el Premio Nacional de Poesía “Ricardo Miró” con el poemario La edad de la rosa. En el 2020 obtiene el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil “Carlos Francisco Changmarín” con su obra Las cosas de este mundo.