LA PARADOJA DE LOS ENAMORADOS
La muchacha morena, parada en medio del otoño,
está lista para la fotografía.
De aguas revueltas viene: agua de marzo,
aguas de medianoche,
ceñida a mi soledad, cubierta de añoranza.
Pasajera entre hojas fosilizadas,
como una estrella de miel en medio de peces muertos,
la muchacha de cabello negro y largo
es tan hermosa como ausente;
su pulso es un cantar de gorriones,
un esperar la mañana del ayer
que todavía es nuestro ahora.
No me conoce aún,
y yo todavía no he escrito este poema
para que ella detenga su mirada de muchacha tímida
sobre mis esperanzas amadas y perdidas.
La tarde se sonroja en los labios de la muchacha.
Sin nombre yo la llamo “Selva”,
“copa y diamante”, “visión y símbolo”
Me busca sin saberlo
entre las minucias de la luz
y lo ordinario de su habitación de estudiante.
Yo la veo desde hace años entre milenarios robles
y la pesadumbre de lo extranjero.
Si recuerda mi cara
es porque olvidó mi nombre.
La muchacha morena está lista para la fotografía.
Hemos llegado al destiempo
y ahí hemos acampado
y me ha dicho:
“Presioná el botón de la cámara;
nos alcanza; tiene la memoria libre;
no necesita ajustarse… es de última generación”.
No supe qué hacer. Jamás me enteré de lo que hablaba.
Apreté el obturador de mi aparato y tomé la fotografía.
Era otoño de 1966.
RESURECCIÓN INCAUTA
a Karina, por lo imposible
Escribirás en los pétalos de una rosa
la edad sin cifra de la arena.
Algunas manos en tu sombra
serán soles de un mundo sin memoria.
Pero yo,
bisonte dibujado en la caverna
de un invierno todavía sin esperanzas,
estaré a tu lado y te explicaré
que el día siempre empieza con un pájaro muerto en su regazo.
Y te sentirás saturada de estrellas, asqueada de incendios
por haber predicado la vida de la espuma y su mar desguarnecido.
Vendrán niños y te dirán:
“El gusano encontró albergue en aquella interrogante cuyo centro siempre fue tu corazón…”
Para entonces habrás comprendido que el mundo jamás fue un gran corazón.
Estaré a tu lado y te pediré
que te hagas la sorda,
que te hagas la muerte frente a esos niños.
Le exigiré a tus desastres
que solo tengan oídos para mis palabras.
porque si el mañana es un poema marchito
entre pianos y edificios de siglo clausurado y abandono,
eres tú la última de mis palabras.
Y estarás cansada de tanto ojo cerrado
sin sueños para dormir debajo de las noches.
Y estarás aburrida de esos trenes
que mueren al arribar en septiembre a mediados de junio.
“Reguero de estrellas de un dios descuidado,
este poema dedicado a lo imposible”.
Y tú me dirás: “No creo en Dios”,
“No creo en las estrellas”;
pero desde ya te he visto llorar sobre la sangre del hombre a cuatro patas,
preso de su violencia.
Te he visto curar la herida de la piedra con tu voz
cuando cantas y ríes bajo las escaleras de tu propia amargura.
Eres tú quien ha hecho este reguero de estrellas en la habitación de mi veneno.
Y qué refutarle al viento
si lo has vestido con tu aroma.
Qué negarle a mi día
(echado a perder, sí)
pero en tu pupila vuelto caballo de brillante estatura.
Si lloras,
me lo dirá la mosca en mi plato de avena.
Si me hablas en sueños ahora,
dame el prodigio
de saber mi propia muerte como esos animales fantásticos
aparecidos solo en los bestiarios medievales.
Y estaré a tu lado, yo,
pez con alas, largas piernas y con botas azules
en el dibujo de un niño de primaria
que todavía ni imagina
esa tarde cuando te conozca
y ya no haya nada en su muerte
que lo detenga a soñar.
SOMOS UN LUGAR AL QUE NO PERTENECEMOS
a Sísifo
Hacia adentro y me perdí.
Por la ruta de la propia tristeza fueron abismos
lanzados a los astros.
El sueño de la noche
quemó las orillas de la lluvia.
Lenta y subterránea,
bestia herida y grito sin fondo;
aliento sin rocío.
Nunca vengas a mí.
A mí, que no estoy para un día alcanzarme;
A mí, atardeceres apiñados en la garganta.
Ojalá el humo te llevara a otra parte y no a mi receso.
Que no arribaras, ni anclaras en el punto exacto
donde el mundo se equivoca conmigo.
“Hacia adentro y me perdí”, dirás
Y eso será siempre empezar de nuevo.
LA MASACRE
Respiré los cristales oscuros de la hierba.
En el toser de unas campanas
perdí la cuenta de las cicatrices
y una lengua amarga se posó en mi lengua.
Todo era humo, otra vez.
Todo era agua a mí alrededor,
otra vez, como en mis primeros días.
«Tienes amigos», me dijeron.
Amigos muertos que jamás terminaron de morir.
«Así es la vida»,
«esto es la vida», me dijo alguien
cuando ya las voces habían terminado de decirse.
Los cristales llegaron a mis pulmones,
lentos y feroces como lobos hambrientos y con frío.
Aullaron los fusiles 20 años de silencio.
«Ya no quiero», dije,
y mi madre guardó la leche para más tarde.
Los cristales destrozaron los ojos, el aliento de mis hermanos.
«Yo no tengo hermanos»,
dije con esas lágrimas de nunca llorar,
mismas con las que un pueblo pobre siempre llora.
*
Mi abuelo no murió tan tarde como siempre lo había creído.
En un toser de campanas
lo encontré golpeado por fiebres enemigas:
«Debés ser el último hombre que quede de esta casa»,
me dijo mientras se volvía ojo de mi mano;
labio de mi sombra.
*
Era agosto clavado en mi pupila,
y empezaba a no importarnos nada ni nadie.
Salí a ver por la ventana de un último sueño
porque la lluvia había aprendido a deletrear mi nombre,
entonces vi a mi padre bailar con la puta más joven
del prostíbulo situado frente a mi casa.
No recuerdo haber visto al viejo más feliz como esa noche.
Ni siquiera en la boda de los caimanes
o en la explosión estelar de las rosas.
La guerra había comenzado.
*
«Cállate», me dijo la muchachita,
«nadie nos verá y podrás besarme».
Antes de las bombas y las crueles estupideces de los hombres,
yo residí en los labios de Alejandra,
la niña desangrada hasta morirse en una balacera
mientras compraba las tortillas.
Y aún ese primer y último beso abre sus ojos
de vez en cuando en mis palabras
y me sabe a pólvora y a dulces de cereza.
*
Las campanas,
y 20 años del mismo puñal en el cuello, mordiendo;
20 años que pueden ser 60 o 90, o 185
si en mi sueño así sucede.
«Tengo hambre y sed, madre», dije,
y ella se desgarró los senos con los vidrios oscuros
de la hierba
para llenar de leche los agujeros de bala dispersos
en mi cuerpo.
En ese momento
cerraron los ojos todos los cadáveres.
Yo desperté.
Duro fue el alarido cuando cayó en mis manos.
EL TITÁN MENOR
Mi padre, héroe de guerra con problemas de hemorroides,
pide al cielo por primera vez morirse en serio.
Él estuvo en medio de las granadas,
del ruido a tren descarrilado de los proyectiles.
Perdió a su mejor amigo
(La Guardia lo golpeó hasta reventarlo en el 85)
y a una novia suya la decapitaron en el 89.
Ahora a sus manos se la ha comido
la vergüenza de no matarse.
Padre no soporta las luces
de las pantallas electrónicas de la ciudad.
Han deformado, dice,
su vecindario de niño
para convertirlo en centros comerciales.
Mi padre no puede con esta guerra de la paz ensangrentada,
con estos días digitales que escapan de sus dedos.
No puede, dice, y duerme por horas soñando que se muere.
Al despertar, come yogurt light –único consuelo,
y maldice a los traidores que ahora son personajes públicos.
Pobre hijo perdido, mi pobre padre.
«¿A dónde está el valor de la vida?,
¿por qué se ha de luchar ahora?»,
me pregunta muchas veces
mientras sostiene la bolsa de papitas fritas en oferta.
Miserable mi papá,
con dos hijos, una esposa, un perro
y sin nadie a quien dispararle.
Sentado en la acera de la casa,
aún me habla de esa lágrima
que un día lo lloró en las montañas.
UN PADRE SIN PARROQUIA
Junto a los carpinteros que terminaron ayer contrato en la obra,
se le ve sentado tristemente en la plaza de los desahuciados.
Pobre padre, los años ya se acumulan debajo de su sotana,
y el cielo todavía sigue siendo una piedra sobre su cabeza.
Cada domingo se coloca a la salida de parroquias
con sus hermosos brochures de colores que ofrecen sus servicios:
En letras doradas, las bodas;
en letras rosadas los quince años.
Pobre padre,
sin chichí-bebé para llevar a cabo un bautismo,
sin niños para oficiar primeras comuniones.
Pendiente de una llamada pasa
en oración perpetua camino al averno.
Tan triste está que se alegraría mucho de oficiar algún velorio,
o le daría gracias al cielo por la oportunidad
de bendecir algún moribundo.
Como buen profesional hace de todo cuando la oportunidad aparece:
Reparte ostias y aplica los santos óleos a domicilio,
bendice mascotas y niños en los parques,
administra exorcismos, ameniza retiros.
A veces predica en los buses, promociona confirmas.
Entrega sus tarjetas de contacto. (E-mail y números directos).
Nadie llama.
Caso lamentable el de un padre sin parroquia.
Sin muerto para misa de cuerpo presente.
Sin confesiones en el triste pecado de vivir
bendiciendo cada día su tristeza.
Pendiente de una llamada
pasa en oración perpetua por una pequeña comisión,
una leve ofrenda.
Pendiente de las noticias
por si a algún colega suyo lo agarran infraganti,
con droga en la sacristía,
o con un niño sobre las piernas…
Pendiente de las noticias, para ser por fin pastor con rebaño.
Pero ahora,
junto a los albañiles que todavía
no han encontrado espacio en alguna obra,
se le ve sentado tristemente en la plaza de los desahuciados.
Caso lamentable:
Hasta Dios se olvida de sus hijos favoritos.
LA VERDAD
La niña dice:
“Al mejor abuelo del mundo que ya está en el cielo con Dios”.
Recuerdo cuando a su edad lo dije,
y mis amigos se rieron de mí,
mis padres se rieron de mí
y mis maestros me refutaron lo dicho,
y otros me insultaron con sarcasmo e ironía.
Al final
todos ellos tenían razón.
Aquellas palabras mías eran un tirarse en el abismo.
Y recuerdo que un tiempo más tarde
alguien llegó a mi casa,
y dijo en el funeral de mi hermano: “Dios lo tenga en su gloria”.
Y me reí y lo increpé, y también lo insulté,
y tuve la sutileza de mencionarle
a Spinoza y Nietzsche con intrépida erudición,
porque después de todo
no habría dios a quien le importara mi nostalgia.
Entendí, pues, el misterio de la vida,
esa verdad fue una cadena que me hizo libre
entre los hombres más adustos.
La niña dice ahora:
“Al mejor abuelo del mundo que ya está en el cielo con Dios”.
Y le respondo:
No, niña,
la verdad es que
hace tiempo Dios se volvió ateo,
fingió su propia muerte
para no tener que pagar el agua, la luz, la renta,
y hoy es buscado por la Justicia en más de 67 países.
Vladimir Amaya. (El Salvador) Licenciado en Letras, docente, antólogo y editor. Fue miembro fundador, junto al poeta Manuel Ramos, del taller literario El Perro Muerto. Ha publicado: Los ángeles anémicos (2010), Agua inhóspita (2010), La ceremonia de estar solo (2013), El entierro de todas las novias (2013), Tufo (2014), Fin de hombre (2016), La princesa de los ahorcados y otras creaturas aéreas (2015), Este quemarse de sangres entre lágrimas y excrementos (2017) y Sentado al revés (2019). Fue director de la revista Cultura. Co-fundador del Blog literario El Borracho Abstemio.