RESURRECCIÓN
La ventana da a la tristeza.
Apoyo los codos en el pasado y, sin mirar, tu ausencia
me penetra en el pecho para lamer mi corazón.
JOSÉ CARLOS BECERRA
I
Guardé silencio y por un momento la distancia de pensamientos agolpó una pequeña hoja tirada en el vestíbulo, entre manchas del mosaico. Aquí y ahora, cantan grietas que por mucho tiempo no tuvieron voz, ni insomnio, ni formas de oscuridad entregadas a mis ojos. Hay tiempos de ciruelos echados a la sombra, igual a bosquejos rotos en medio del lienzo; patio de una infancia cierta y acalorada. Sufraga el dolor interpuesto más allá de la penumbra. No hay que llorar, dicen, pero en el cuadro está dictada la risa desconocida al iris de quien llora.
II
Esto es el dolor que viene de antes, un astro diligente, palabras de caricia negada; brote de suspiros en vaso de una licuadora. No se explica el quebranto si las auroras no dejan ver el augurio de esta partida dolorosa. Así es la muerte en el instante aletargado de bullicios torpes en la lengua del zanate. Heme aquí vestido de gala: el tallo de una lágrima germina en necia noche y otros animales concluyen de tajo el pensamiento. Sediento en amarga flor y sobre la mano todo es eterno: la ansiedad atardece. Traspaso la acuarela del amanecer y sigo la búsqueda de algo que no atardezca.
III
Planta de ornato la espesura del recuerdo, el tuyo, de cualquiera que resucite entre lágrimas y concreto. Sigues dentro, vientre de lunas llenas impregna la ventana con miseria de sombras. El aliento es vereda sobre un comal donde todo es eterno. Vacila esta apenumbrada sintonía del amor; sentimiento lleno de solsticios hechos al unísono de ausencias. Mañana se dirá el dilema de pensar la angustia de una lápida sin epígrafe. Lamento este baldío en pesadumbre donde lloran palabras: son la voz de algún ángel.
IV
Duele lo que se agolpa en la garganta. Me tocó cargar las flores; su aroma en el rostro, la ansiedad palpita nocturna y sereneros anuncian las seis de la tarde. Me tocó beber el lamento de una ceguera, ciertos aullidos y el recuerdo ondulándose en el tejado; techo de mis ojos. Los allegados reprochan la insistencia del incienso. No beben el café con un retrato fúnebre al fondo, bajo única luminiscencia del llanto. Cuerpo dibujado en la pared que no se queja a la hora de caer sobre los párpados. El eco sigue mudo entre tanta lamentación; vaso en el altar, una función vespertina como estrella en el sueño de pose exacta, ajena a todo cuerpo.
V
Hablaré del hecho nocturno, el eco es un extraño. Un corazón se petrifica entre el puño del instante frente al perpetuo bohío. La maña torna al verderío en gotas sobre la hojarasca. Me place la soledad en arista del grito, hay murmuraciones entre la página con su aroma que nos reclaman desde la tumba. Veamos juntos el largo aliento del epitafio.
VI
Necia la noche y el crujir de dientes en marejada atónita de misterios. Duele el dintel: descanso que germina en días grises sin luces en la calle. Así, la negrura de la hoja consta después de pasar por la frente y aun temprano, la flor, nudo en la mano derecha con preguntas inútiles corta el camino. Me pesa todo en el corazón, largas horas, la sangre florecida, el instante del adiós.
LEVANTAMIENTO DE LA CRUZ
¿Qué te acongoja mientras que sube
del horizonte del mar la nube,
negro capuz?
SALVADOR DÍAZ MIRÓN
♱
Me pesa de todo corazón dejarte partir entre el verde de las cosas, en una ceremonia que tirita tantas cruces. Fluctúan abismos en botellas que tocan la vibración en el guiño del viento. No hay estrellas en toda morada a los bordes de un deseo al destiempo de pétalos grisáceos. Hay un garabato, crestas oscuras que estremecen el estrecho fatal en el centro de desastres en palidez para derramar dentro del rumor caminos con amargos horarios dispersos. El entierro revive la resignación, nudos ciegos cuajando la sangre en la coronaria. Se desmoronan eclipses bajo el cristal que zumba humeantemente en el golpe de nombres que se sublevan en un muro, círculos de una oración perfumada. Brasas en antiguas transgresiones, el estrecho fatal de la penumbra y cuatro paredes discursos de fisuras en lo blanco del ojo.
♱
Desdeño la sobria razón de esteros entregados en ajeno paraíso. La mancha de luz, una nube. El sargazo busca la sombra de un resquebrajado aliento, el que no tenemos hasta llegar del insomnio. Lloré desde antes, en ese momento de lejanos arlequines. Duerme el ruido de ruedas con febril parloteo de niño alejado de labios fijos. Fragmentos de lenguas bajo el sol sorben el amarillo de la belleza que florecerá de nuevo en mirada entera frente al grano de polvo. La mañanera potestad fija el rumbo de un pájaro. En multitud máscaras van en busca del fondo y se nublan a la intemperie. El rezo casi finaliza en cuatro rumbos. Hoy viniste de visita en la estampa del amanecer. Mi tiempo queda congelado y cayeron también las mismas hojas; mi quebranto.
Aarón Rueda (Las Choapas, Veracruz. 1986). Ha publicado los poemarios: Remos de sal (2011), La sangre florecida (2013), Arrullo de la tierra (2013), Despliegue de colores donde todo parece oscuro (2015), Cachalote (2016), Confección de islas (2019), La deriva es un paso interminable hacia la nada (2019), Vértice de la amapola (2020) y Quieto fulgor de la hojarasca (2020). Ha recibido diversos premios en los que destacan el Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos (2012), los IV Juegos Florales Nacionales de Toluca (2016), los XXXV Juegos Florales Nacionales Universitarios (2017), el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra (2018), el Premio Estatal de Poesía Ciprián Cabrera Jasso (2019) y los XIV Juegos Florales Nacionales Ramón López Velarde (2021).