XXVI
No lo que pudo ser: es lo que fue.
Y lo que fue está muerto.
OCTAVIO PAZ, BIOGRAFÍA.
¿Quién podrá creer que hicimos esta travesía inmóviles?
¿Acaso la ciudad que mata mariposas en tu pubis?
Nadie comprenderá que tu alma es un negro torrente de hielo que sepultaba mis pesadillas con su punzante oscuridad.
Yo, eclipse escultor de sílabas como estallidos ¿No te dije jaspe almibarado que corta mi lengua en pedazos con sólo tocarla?
¿Acaso no susurré en tus oídos que eras la apócrifa impresión de un amanecer medieval, donde se repiten inasibles las nubes cirros y cúmulos?
¿Qué eras?
¿Cómo definirte en los tiempos en que estábamos rodeados de cadáveres palpitantes?
Tal vez decir: en esos días eras la triste Afrodita de un Olimpo olvidado.
A cada hora nos acechábamos. Mientras otros pretendían ser parteros sangrientos en montes y arenales sombríos, nosotros sólo mordisqueábamos nuestras débiles almas, mientras caminábamos ansiosos entre las ruinas de un claustro moribundo.
Y allí, en medio de las carpetas carcomidas por las ideologías inflexibles y el deterioro de los años, te estrellabas diariamente en mis rocas testiculares.
Allí eras sólo tú: tus nalgas de piedra negra y ardiente encabritadas sobre mí y dentro de mí. Todo temblaba bajo tu silenciosa orgía. Pero nunca pronuncié ni un gemido, ni me dejé atrapar por el leve anuncio de tu aliento. Los dos conteníamos la respiración como si el mismo mundo hubiera dejado de respirar.
¿Acaso lo has olvidado?
Yo jalando tus cabellos, poseyéndote en mí,
matando mis sueños como quien corta las cabezas de los grillos en los patios, sin someterme a la ansiedad que precede a las pestes y las revoluciones.
Nos daba lo mismo amarnos en el pálido abril o en el tibio noviembre. Escapábamos del cólera y de un millar de ojos inquisidores e innombrables, sumergidos en los escombros de un país abismal e incomprensible.
Eras la eterna huida: en esos rincones te convertías en Penélope o Betsabé, Madame Bovary o Nannerl, o sabe Dios qué otra amante fugaz de mis torpes y masturbatorias novelerías, de los poemas que leía a escondidas de todos, de los versos que te dediqué e hice consumir en tus hogueras manos.
Pero nunca supe, ni sabré jamás, porqué te gustaba amarme en esos lugares sucios y llenos de insectos pensativos.
Quizás porque allí podías desafiar a todos los seres vivientes que eran para nosotros el mismo barro muerto.
Quizás porque sabrías que nunca seríamos descubiertos.
Tampoco te lo pregunté. Yo estaba embebido de tus cabellos desgarrándome el rostro, ebrio de tu trote silencioso hasta mi cuerpo fatigado por las
letanías de óxidos y alacranes.
Disfrutaba las heridas que dejabas en mi lengua cuando la diluías en tus pétalos labios. Me gustaba mantenerlas abiertas raspándolas contra el paladar. Pero deseábamos más. Ávidos de enredarnos como constrictores que mutuamente se devoran, tuve que robar para que acabáramos en hoteles breves y malignos como un beso de Judas infinitamente repetido.
Nunca nos atrapó el crepúsculo. Habitantes de la noche o el día, pero jamás del atardecer, despertábamos a veces al borde del alba cubiertos con nuestras pieles expuestas y cosidas a nuestros tendones y músculos como el cuero de las lágrimas.
En esos días todavía creía en que nada nos impediría amarnos sin tener que mentirnos.
Tú creías en mi amor puro como un jaguar
y yo te preguntaba en mis versos si eras la ninfa ansiosa, o el desesperado cervatillo que se acerca al cazador sinuoso sin saberlo.
Pero era tarde. Abandonado del mundo y de tus óvulos, me había convertido en la delgada lengua de la serpiente, una brutal barracuda despedazando hipocampos y caracolas.
A mí llegaron sin haberlas llamado, danzarinas seráficas y amazonas azules, hembras pálidas y terribles como los huracanes afilados que habitan en la mitad del mundo. Ellas desvanecieron tu amor hirviente y exquisito, lo arrancaron de mis ventrículos sangrientos, lo desollaron y extendieron su piel en la árida arena del desierto sin ocaso del sur.
Sólo eso querían. Los primeros minutos del amanecer me descubrieron deshecho y desolado, casi una sombra de un Prometeo marchito.
Y entonces lo descubrí. Nunca hubo albas ni anocheceres, ni versos ni inquisidores, sólo el irremediable tránsito de los años al que me sometí por ti sin reconocerlo: una torpe oscuridad que jamás fue un crepúsculo, sólo los sótanos por los que llegué a ser esto que soy, esta tierra en penumbras, esta nostalgia solitaria y este poema que nunca tendrá nombre.
SÚBITO
Sé que te habrás despertado de un largo sueño.
En él era una sombra vigilante
como la de un árbol que también te sueña.
Será ese árbol ahora un mástil
que guía tu velero en un mar nunca embravecido, pero tampoco apacible un océano de olas como murmuraciones donde cada gota es mi cuerpo que te mece de un lado a otro
como en la cama donde eres ab initio un lirio y en el amor una pantera hambrienta
y yo lejos de ser un cazador soy un ciervo devorado entre tus brazos blancos como un trozo de hielo primigenio
en los que me deslizo levemente como si no tuviera peso.
Soy en ti apenas un vahído, un rayo de sol que intenta tímidamente derretirte,
y transformarte en agua lívida,
amor
líquido ávido que se agita desde las montañas
y no cede, sino que cae y cae y cae
hasta llegar al río cuyo cauce soy yo una vez más cariño mío
y en mi furia que te azota y te ahoga
te abandonas,
apenas arropada por los gemidos que corren desde tu boca hacia la mía
como cuando estamos en el amor
y en el amor somos otra vez uno,
uno como el sol que se hace del mar elevando su temperatura para crear las nubes,
esas nubes eres tú, a veces cúmulos y a veces cirros
y yo soy el cielo libre azul que trémulo te sostiene siempre
como ahora te sostengo al borde de la cama
y elevo tus piernas lamo tus rodillas tu entrepierna tus muslos
aprieto suavemente los tendones de tus pies
y tú te electrizas, eres una lluvia con relámpagos sobre mi cuerpo
y yo soy la tierra fértil amor mío
crecen la hierba y los árboles y los pájaros y los gatos salvajes que te ven con ojos lánguidos caer, caer, caer,
caes como una muñeca de porcelana entre las sábanas de la niña que eres tú una vez más, amor,
caes como tus propios pechos sobre el mío,
tus piernas devorando mis pulmones
te amo tanto cuando quieres absorberme totalmente,
dejarme sin un hilo de respiración,
para tejerla de nuevo con tus besos, amor mío,
besos en mi rostro, en mis labios, en mis axilas
y luego te elevas como la vela de un velero
o el más alto edificio de la ciudad
y yo te recorro en todas tus calles,
las más recónditas
las más luminosas
las más oscuras
porque la metrópoli eres tú y yo soy un náufrago perdido
Malcolm Lowry danzando en el volcán de tu cuerpo, embriagado de ti más que del tequila inverosímil
Paul Gauguin pintándote, salvaje y elemental como eres,
sacerdotisa de las islas de la Polinesia Francesa,
o este tímido poeta,
que te recrea y te describe y te fantasea y se inspira contigo en la cama como en este poema.
CUANDO TODOS DUERMEN
lávame en la candente ceniza de tu cuerpo,
vierte tu dolorosa palidez en mis manos,
y antes que el crepúsculo descienda de los bosques
a tenderse en la arena como un lagarto acuchillado,
desgárrate los muslos con mi flecha de seda
CESAR CALVO, AUSENCIAS Y RETARDOS, III.
En ese instante en que todos duermen
en ese minuto que convierto en un tiempo detenido para poseerte
voy al departamento estoy a tu encuentro
y allí estás
furioso incendio que me envuelve
te despojo sin pausa de las bragas que te apresan
mis manos son ruiseñores que te desnudan en tu bosque espesura
tu piel es el sol que me alimenta
y en tu nostalgia
soy un barco a la deriva abandonado
entre tus piernas como olas
y nada me detiene
y nada te detiene
entonces me tiendes sobre el mueble
y soy la presa cogida en la yugular del deseo
arañas rasgas te abres camino con tus fauces plenas hacia mi carne viva
sangro y te deseo
me transformo
en la víctima propiciatoria
el alarido que no cesa
y nada te detiene
y nada me detiene
pues soy el fauno que te tensa como un arco
y soy también la flecha que perversa
se hunde en ese rincón tuyo suave y secreto inesperadamente
ese aroma arcano que solo tú y yo conocemos lo invade todo
las olas el arco tenso de tus muslos mi piel en carne viva
y nada nos detiene
no nos importa el futuro o los amantes que poseímos o que nos poseyeron
solo tus talones en mi espalda espoleándome
solo tu sudor que me traspasa y se evapora y es luego el rocío que se empoza debajo de tus pechos y en tus caderas
solo el grito entrecortado enhiesto audible apenas ahogado por nuestras lenguas serpientes que ferozmente se devoran
solo tus manos esforzándome a darte más de mí
solo este tiempo intenso como el último minuto de la noche
en que más unidos que nunca nos abandonamos
y huyes de mí y yo de ti
y nada nos detiene.
PENÉLOPE
Sólo perduran en el tiempo las cosas
que no fueron del tiempo.
JORGE LUIS BORGES, QUINCE MONEDAS, ETERNIDADES.
Deja que te vea como un ardor pálido y desnudo, puro como el agua del primer día de la creación.
Permite que sea tu padre, arropándote en tu hora primera.
Consiente que te sorprenda como una fiera que, incógnita y enloquecida, irrumpa ante ti
buscando tu piel erizada de pánico
o tu pecho detenido en el fúlgido instante de la muerte.
No impidas que mi amor se extravíe en tu boca, donde nacen todos los pétalos o se atesora el rocío último.
Me parece que hemos vivido antes este sueño
donde te poseo y te contemplo al mismo tiempo
tal vez la mañana antes de partir, o la noche de conocernos,
en que arrobados
como el suicida decidido e inmisericorde
nos dejamos caer, desventurados, a las entrañas del vacío.
No lo recuerdo bien. Hace ya veinte años de dejarte.
Pero todavía guardo invictas, algunas fuerzas,
para imaginar, por última vez, tu nocturno recorrido a los brumosos bordes del mar.
Me advierto incesante en tu larga carrera hacia las olas.
A ellas te acercas sin más vestidos que la noche, sumergiéndote desesperada y obsedida en sus brazos.
Su vaivén soy yo, tu esposo, que te sueña.
Y al advertir nuestro lecho nupcial convertido en una encendida ausencia, te extraño, esposa.
Entonces, invadido por la melancolía, cobras súbita forma.
Tu cuerpo resplandece delicado entre los arroyos donde nos entrevimos
asombrados como dos amantes estrenados y jóvenes
desafiando al tiempo implacable que no conoce
de nuestros ardores intactos como tus muslos cerrados en mí.
No le pertenecemos.
Y pensar que estando tan lejos nos sentimos más juntos.
Ahora esa distancia tan lejana nos une.
En eso, que me aproximo a nuestras tierras de perpetua niebla, donde nada separa a las sombras de la luz, termina el sueño.
Bien sé que han llegado hasta ti terribles historias. Nada temas.
Circe
Calypso
Nausicaa
Jamás fueron esposas ni amantes ni afiebradas alucinaciones para soportar la soledad insomne de un hombre perdido.
Son únicamente las doloridas sombras
de este atormentado contador de historias
que debía inventar hechiceras, diosas y princesas
para no enfrentar la infeliz realidad de su protagonista:
vencedor de un combate sin héroes
un náufrago sin nombre
la víctima más famosa del mar inagotable.
Por eso seré el asesino de tus pretendientes y mis remordimientos.
Los desollaré vivos como a los celos que te consumen.
Dejaré que su sangre se apelmace en tu lengua para que jamás pronuncies sus nombres.
Y entonces, encallarás para siempre en mi pecho tiznado y
sumergido en una fiebre que no espera,
y las huellas de tus pies no irán más hacia las olas
pues marcarán irremediablemente mis hombros y caderas simultáneamente
en una postura tan imposible como nuestra
Y en ese movimiento que titila como el brillo solar que antecede al crepúsculo
nos quedaremos, al fin, extraviados pero unidos
como la memoria y el olvido.
CONSTANCE CHATTERLEY
Y en mis noches te sueño.
JOSÉ ESCAJADILLO, YO PERDÍ EL CORAZÓN.
Te estoy buscando, Constance, te estoy buscando.
En cada gota de la garúa que hizo infeliz a Melville.
En cada paso de los años
también por el vientre desnudo de los claustros,
que se hallaban igual de desnudos que tus caderas, hermosas y fieras, acezantes, febriles y acombadas como el tigre de Blake, o el de Borges.
Te estoy buscando, Constance, te estoy buscando.
Para volver a amordazar tu boca y hacer de nuestro amor lleno de tierra y hojas secas un condado de silencios y cadáveres exquisitos, una ruta de heridas apenas curadas en tu piel, un rosario de mentiras para que tu marido no se entere,
Y así te busco, Constance,
¡Oh cómo pugnaba tu lengua por salir de la trampa!
¡Oh cómo no poder liberar tu boca pues sería la mía devorada!
Ante ti, bacante mía, mi lengua arrebatada de raíz como una rosa en el ojo de un huracán, consternado la veía sangrienta en tu úvula espléndida, mis dientes y mejillas sometidos a tu capricho, ah Perséfone de mis crepúsculos más siniestros.
Te estoy buscando, Constance, te estoy buscando.
Te busco sin hallarte en esos momentos nuestros, cuando tus manos eran noches cada vez más nocturnas, cuando tus muslos eran tallos cada vez más frágiles temblando entre mis piernas,
Cuando nuestros labios se parecían tanto a las jóvenes extraviadas en el laberinto de Creta de nuestros besos,
Cuando decías, sé mi Minotauro, embísteme sin tregua, come mi carne, bebe mi sangre, libérame de una vez de este estupor cotidiano, apártame de este maldecido calvario de días que se suceden, todos iguales.
Quiero ser libre, musitabas, quiero estar sumergida sin cesar hasta tus más álgidos vellos, gritar más allá del frenesí del vino, como una Ménade delirante.
Quiero que seas mi mujer y yo tu hombre, rogabas, el que rasga tus vestidos y te hace suya sin ningún juego previo y sin pedir permiso.
Quiero invadirte como las olas a la orilla del mar o el olvido al tiempo.
Quiero acercarme a ti hasta que no exista más distancia entre nosotros que tu cuerpo en el mío y el mío en el tuyo.
Quiero abandonarme en tu sexo imparable como una inundación hasta la eternidad sin pausas que se prometen los amantes que nunca más volverán a verse.
Y quiero que, cuando agotados todos los susurros que del fuego vienen, cuando se hayan vueltos negros por el hollín de la chimenea donde nos conocimos y fuimos otros, o tal vez los mismos, sólo queden flores como poemas en tus venas.
Y así te busco, Constance, Constance,
desenredándote en mi pecho, en mis huesos, en mi espalda,
te busco en el borde de la cama donde tomaba tus muñecas, para tensarte y contraerte como un músculo expuesto,
donde te bebía, copa mía, hasta dejarte vacía,
donde te encendía, tea insondable, para no dejar sino cenizas.
Te estoy buscando, Constance, te estoy buscando.
Repaso con mi lengua y mi cuerpo todo el frío piso donde te sometía bruscamente como la tormenta del otoño.
Te estoy buscando, Constance, en el recuerdo de la curva rotunda de tu culo perfecto,
alzado
vibrante
dispuesto
viniendo a mí arrogante como los ejércitos de Jerjes dispuestos a morir en su entrega, como moría yo cada tarde en tus brazos.
Y ahora que muero, en la penumbra, será tu nombre
la última palabra que mi boca pronuncie:
Constance
Constance
Constance.
Héctor Ñaupari (Lima, 1972). Poeta, ensayista, abogado, conferencista internacional y profesor universitario. Preside el Instituto de Estudios de la Acción Humana. Ha sido Presidente de la Red Liberal de América Latina (RELIAL). Es autor de los libros de poesía En los sótanos del crepúsculo, Rosa de los vientos, Malévola tu ausencia y La boca de la sombra, libro este último que reúne toda su poesía. Publicó los libros de ensayos Páginas libertarias, Libertad para todos, Sentido liberal, Liberalismo es libertad y Por esta libertad en las más importantes editoriales de pensamiento liberal en Hispanoamérica. Ha compilado los libros de ensayos Políticas liberales exitosas 2, La nueva senda de la libertad, y Borges, Paz, Vargas Llosa: literatura y libertad en Latinoamérica.