Imperceptible
es el fantasma del no nacido
cuando -de madrugada-
recorre
su biblioteca venidera
S.M.B
Tardé tanto en escribirte Óscar, me llevó mucho hallar la sintonía entre espacio-tiempo para que mis palabras no se perdieran en mi dimensión y pudieran resonar en la tuya. Me fue difícil desencriptar los códices de tu lenguaje y, así, hacerte llegar esta carta en nombre de quienes vivimos en el éter del cosmos, en medio de una tempestad de aerolitos.
Cuando me enteré de que supiste de nuestra existencia; y descubriste que hay seres que rondan el mundo para descifrar, antes de ocupar un cuerpo, qué hacen, cómo viven y qué sienten ustedes que habitan la carne, me di a la tarea de seguirte Óscar y andar por tus caminos de nieve. Así que, si escuchas que alguien viene en puntas de pie, soy yo que se acerca a tu poesía como un lector insomne en una biblioteca abierta de madrugada.
Pues por ti supe que no hay mejor forma de conocer el mundo que a través de los versos, y que el dilema de si valió la pena nacer está resuelto ahí entre las estrofas, y que en la poesía comprendemos que morir también es un arte, que el dolor se encarna a través de la palabra y que, en medio del asombro y del amor, todo arde como los trigales ante un sol violentamente rojo.
Por eso sé que en 1977 la muerte se sentó a la orilla de tu cama y te sedujo. Te fijaste en ella dedicándole poema tras poema, hasta que en el 81 caíste en un mal de amor, que hizo que volvieras a tu cuarto de Iowa, acompañado de una sopa Campbell y el televisor, hasta que en el 89 volviste a salir ante un cielo blanco lleno de estrellas, dejando caer grano a grano las sílabas de un reloj de arena.
En 1995 meditabas entre versos robados sobre la última nieve del invierno o en la muchacha de la que enamoraste de golpe en el Metro, como hace todo hombre a la hora del crepúsculo. Y como todo ser que se sienta a meditar en una roca frente al mar, en el 2002 te encontraste con apariciones profanas, en donde viste a un inconsciente a la sombra de un árbol lleno de pájaros muertos, te topaste con tu padre y Aqueronte, y con la máxima que ahora conduce mi camino:
El mismo viento que rompió tus naves
es el que hace volar a las gaviotas
En el 2006 volviste a abrir los ojos, saturados por el humo que aún se desprendía de las torres gemelas, y te diste cuenta de que no todos los ángeles son quienes tocan la trompeta, aun cuando esta sigue siendo la señal de un cautiverio suave, y cuando los volviste a cerrar, en sincronía con tu madre, te acostaste ante el universo como si fuera una gran cama.
La pena de vida te llegó en el 2008, con un vacío difícil de llenar, por lo que practicaste rituales en tu recamara, hasta hallar parábolas y retratos, hasta que entre 2011 y ahora, te has atrevido a ingresar a la oscuridad, a la más densa ausencia de luz y confirmaste nuestra existencia: prefantasmas indecisos de habitar el mundo humano, que están al borde del vacío de un cuerpo al que no saben si saltar, a quienes les acechan innumerables preguntas que te puedo resumir en forma de decálogo:
Al igual que al lector de tu obra Oscar, me llegó la hora, el día de caminar por una calle húmeda, de fijarme un rostro en la mente, de tirar los castillos de naipes, para habitarme, para ver un reloj que cuelga en la pared y un mundo que se cae ante un sol que se apaga. Estimado Oscar, parafraseándote, te digo: Pronto seremos uno.
Agradezco profundamente por anunciar nuestra existencia a los tuyos, mientras seguimos vagando en este limbo. Te agradezco por asomarte al mundo de los no nacidos, quienes recorremos las ciudades y las casas para tratar de hallar la epifanía que nos impulse a habitar un cuerpo.
Y si muero antes de nacer, recuerda Oscar Hann, que un día te daré la bienvenida y que para todos los seres nacidos y no nacidos, humanos y no humanos, nuestro pasado está en la primera oscuridad.