25 Abr 2024

373. POESÍA COSTARRICENSE. MARÍA MACAYA

-30 Ene 2022

 

ENUNCIACIÓN

 

A Ricardo Plata

 

Un nombre ensaya tomar cuerpo,

pero es éter, se evapora.

 

Sus rumores no se encuentran

y no alcanzan a emplumarse.

 

Aquí, en el terreno de lo mundano,

yo creo escuchar vocecillas y súplicas.

 

Las llamo,

¡Me corresponden!

 

Son frenesí de luciérnagas

lamiéndome los tímpanos.

Solo yo percibo su sinfonía

caóticamente hermosa.

 

Vislumbro la fragancia del deseo,

el paraíso se vuelve plástico

bajo mis uñas. 

¡Lo toco, lo rasgo, lo pierdo!

 

Persisto enloquecida.

Después de múltiples intentos

con ojos celestes y turbios

llego a sujetar todas tus notas.

 

Tu nombre, embrión de ave,

cae de mi boca y me deja

su placenta entre los dientes.

 

Ya no tiene nada que ver conmigo

surcará peñascos y paisajes.

 

Descanso

 

porque finalmente existo

en el mismo mundo

que tu nombre habita.

 

Inédito

 

 

VIENTO INMÓVIL

 

El cuerpo parece una momia.

Está tapado por sábanas como cordillera blanca

que es monstruosa columna vertebral,

a lo largo de un país

hecho exclusivamente

de nieve y viento.

 

Pero este robusto monumento a los occisos

no es más que el soplo de un segundo flojo,

a las once y cincuenta y nueve,

en una cama de hospital.

 

Un juego de toallas enrolladas le sostienen la cabeza y le cierran la quijada.

No hay diferencia entre la tela de las mejillas y la palidez de los paños.

El rostro es desierto y helado como cráter en la piel de la luna,

los párpados, compuertas selladas por los siglos, definitivas.

 

No sé qué función tienen las toallas;

tal vez impedir que la cabeza se vuelque

hacia un lado,

como florero de porcelana lleno

que bota el viento en tarde soleada

y se rompe en pedazos y polvo de colores.

 

Es decir,

evitar que se rieguen

los sesos.

 

Cuando un árbol grande

se desploma en medio del bosque

queda en quietud obsoleta,

sumido en la vibración y el estruendo

de la caída dentro de sí.

 

Un cadáver yace solo.

Los vivos se van y no se inmuta.

Permanece;

como viento inmóvil,

hasta no más.

 

 

… PERO TE ESTOY ESCRIBIENDO TODAVÍA

 

Entré al baño del apartamento en Boston.

Detrás de la puerta colgaba tu bata.

Había un pañuelo sucio en la bolsa izquierda.

Hacía dos años habías muerto.

 

¿Habría sabido, el afortunado papelillo,

que te sobreviviría por tanto tiempo?

¡Te sentí tan cerca!

 

Contenía tal vez tus últimas lágrimas,

el sudor leve de tu cuello,

un efímero estornudo,

o mocos.

 

Ya no importa

supongo.

 

Lo sostuve frente a mí

como lirio blanco entre mis dedos.

No sabiendo si venerarlo

o repudiarlo.

 

Lo boté en la basura.

Cerré la puerta.

 

 

SIESTA A MEDIA TARDE

 

¿Será posible vivir segura

en el valle entre tus piernas?

¿Al borde de tus precipicios y cerros,

acurrucada a la sombra

del derrumbe?

 

Con la nariz sumergida en el

mar de tu camiseta verde,

volvemos a tener quince años,

y nos damos besos subacuáticos

con ropa en la piscina

a media noche,

porque perdiste un reto.

 

¡Cómo cambian las cosas

y perduran!

¡Cómo te culpo

y viceversa!

Nuestros reclamos

enardecidos entre besos.

 

Con pestañas largas

herméticas como almejas

y manos arrojadas al borde

de las sábanas como anémonas,

tu aliento me susurra

que hoy eres un hombre.

 

Te has convertido en algo

que no comprendo.

 

La imposible

suavidad del lirio

sobrevive solamente

en la punta de la lengua.

 

Para mí es más que suficiente.

O eso espero.

 

Porque aún peor,

permanezco paralizada

en lo más alto del abismo

entre tus dedos,

cataratas de mi cintura.

 

Entre una y otra,

la que amaste tanto

hace tiempo,

y la que no puede evitar

despertar adolorida

sobre el callo de la mañana.

 

Nos debemos una disculpa

por endurecernos

tras la trinchera

de los años

 

y una felicitación

por sobrevivir

el uno al otro.

 

O aún mejor,

al imprevisto trajín

de un destino

impetuoso.

 

 

EXISTIR DUELE

 

Soy una ciudad abandonada

con su relieve infinito de edificios,

calles como venas,

puentes, tiendas y tragedias.

 

Hay alcantarillas, charcos, caños sucios.

Hay acantilados grises,

callejones solitarios,

una cobija tirada en la esquina.

 

Hay muchas casas vacías en fila,

puertas negras cerradas con cerrojo,

ventanas que quedaron entreabiertas.

El viento silva a lo largo de las caderas.

 

Hay escaleras decadentes,

el vaho apestoso de la urbe

subterránea.

Hay un metro que no

funciona,

hay andenes desiertos,

una bolsa plástica.

 

Hay bulevares tan amplios que arden

incrustados en medio del pecho.

Hay árboles que no crecen.

 

En la intersección

la luz del semáforo

todavía cambia de

color,

verde

amarillo

rojo

verde

amarillo

 

Hay autopistas oscuras

tan anchas como mis piernas.

Hay caseríos y tugurios,

miles en el fondo de la lengua.

Hay mansiones anticuadas

con vitrales quebrados

en los ojos.

 

Hay techos y chimeneas,

muros manchados por el humo.

La noche no espera.

 

La neblina llega sigilosa

como de costumbre.

Entra a los templos,

cubre estos

huecos de concreto.

 

Desciende y se expande

como la marea.

 

En la torre más alta,

en la última alcoba

del piso cincuenta;

se nota apenas

un bombillo

incandescente.

 

Alguien trabaja

en vano,

tratando de habitar

la ciudad

 

inhabitada.

 

 

DEDOS

 

Soy amarga prisionera de mí misma;

con dedos tiesos y fanáticos

aferrados a los barrotes

de ideas herrumbradas,

que quedaron ahí

establecidas

como involuntarios reflejos

de un cuerpo atropellado,

el meñique que pulsa todavía.

 

Solo puedo ser muñeco de trapo

trastornado y torpe,

sentado en el centro de mi celda.

Incapaz de poner los pies sobre el zacate,

ver el mundo más allá de mi cabeza

y sus menudencias tontas.

 

Sumida en la penumbra

de desorbitados ojos pobres,

escucho a un cardenal rojo,

canto nítido desde el cielo abierto.

 

O por lo menos eso me imagino.

 

Rebanada de realidad me entra como un rayo.

Es el viento entre las hojas que me nombra

con susurro cascabeleando

y me cuenta de la inmensa vida

 

afuera.

 

Logro tener entre mis manos

las ramas de madera oscura

del higuerón que vi una vez

en mi casa de infancia

y los tenedores gruesos

de plata de mi abuela.

 

Hasta que despierto en sudores,

con las rejas entre mis dedos suplicantes,

y uñas desnudas clamando retorcidas,

 

que aquí no hay nada.

 

Que aquí no hay nada.

 

María Macaya Martén (San José, Costa Rica, 1991). Publicaciones: Viento inmóvil, 2020, mención Especial en el Certamen de poesía de la Universidad de Costa Rica,2019. Textos suyos han sido publicados en diversas revistas literarias. Es máster en Literatura Comparada de la Universidad de Oxford. Se especializó en poesía, en el simbolismo francés y el modernismo hispanoamericano. Sacó el Bachillerato en Literatura Comparada en Middlebury College, en Vermont, Estados Unidos. Fue estudiante visitante en la Universidad de Costa Rica y la Universidad de Nueva Sorbona, en París.

 



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