SOLDADERA
Soy la hija de las hijas de Malinche,
esas que posaban la vergüenza en sus ojos.
Un día hirvió la sangre despojada.
Es mejor morir de pie que vivir toda una vida arrodillado,
dijo el labrador y arriero más amado de aquí.
Yo escuché esa frase de mi padre,
antes de que se echara encima sus pertrechos.
Se fue cantando canciones de putas y burdeles,
perdiéndose en la inmensidad de esos campos
que no eran nuestros.
De pronto llegó la canallada a la casa,
desguarecida de varón alguno.
¡Chingen a su madre cabrones!,
le oí gritar a mi hermana
antes de cargarse al soldado y dispararse.
Me complazco en matar
pendejos federales a diestra y a siniestra.
Mi madre me enseñó a cocinar,
pero en el Frente aprendí a hacer cócteles explosivos.
A veces monto hombres que me gustan,
lo malo es que al final se mueren en combate.
Pero así dicen que son las cosas,
a todas nos nombran Adelitas,
aunque una se llame María, Trinidad o Rosa.
Todo sea por la Revolución.
Todo sea por la esperanza por llegar.
Todo sea por nuestra dignidad.
LA APÓSTATA
Entre genealogías rotas habita mi raíz,
maldecida por tus lejanos tiempos
de muertos frescos.
Fuimos los primeros en ser tus rehenes
en esa casa laberinto del Minotauro.
Las Bacantes, certeras en su conjuro,
sepultaron tu conciencia legionaria.
El silencio alimentaba nuestras bocas.
El miedo era nuestro salario.
Convictos habitábamos
el patio-óvalo, la pieza-celda,
la casa-cárcel.
En los recuerdos de mi niñez
aparezco de la mano de este policia
por mandato imperial.
Antígona honró su linaje hasta la tumba,
yo reclamo para mí la apostasía de la sangre,
ser la pródiga que jamás vuelve
a ese seno de las primeras salvajadas conocidas.
De tu casta forajida exijo abjurar
y que la ley se encargue de resecar tu tronco,
convertir en polvo tus resinas
y desaguar tu savia de ponzoñas.
La orfandad me parece un privilegio,
me volveré árbol de mí misma,
tañaré mis propios recuerdos,
seré el campo que cultivaré.
Verdes soledades me acompañan,
soy el río que no vuelve a la mar.
DISQUISICIONES
Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas
GABRIELA MISTRAL
¿Dónde quedan Señor los femicidas,
luego de dar veinte puñaladas?
Vacío mis sienes y mis ojos,
mi cuerpo oscila levemente en la balanza.
La prensa mañana dirá que soy culpable,
inocente, culpable… y otra vez culpable.
¿Dónde tendrá su último sueño el femicida,
una vez que salga del trance criminal?
¿Sabrá que terminó con mi camino
y que con su misma mano acabará
a mansalva de un disparo?
Desde mi sombra más profunda
contemplo tu propio horror tan miserable.
Juraste amarme hasta la tumba,
pero te convertiste en eso, en mi asesino.
¿Cómo quedan Señor durmiendo los suicidas
que antes aniquilaron mujeres por divertimento?
No hay rosal, ni arbusto, ni zarza que le guie,
no hay espacio a lágrimas de metal.
Recalé en una narración galante
transformada luego en sitio del suceso.
Doblada doy espasmos en blanco sobre carmín,
mi sangre gotea siempre fresca.
Lloraría por tu muerte, te lo juro,
pero es que yo también estoy muerta.
Los muertos no lloran a sus muertos,
mucho menos si además son sus verdugos.
LAS HIJAS DE PIRANSHAHR
Dedicado a las valientes
de Las Unidades Femeninas de Protección
del Kurdistán.
Somos hijas de las montañas Anatolias y de los montes Zagros.
Fuimos perlas preciosas escondidas en las serranías,
cuentas de abalorios se desprendían de nuestros vestidos.
Las nubes y el sol acompasaron estas jarchas,
hasta que llegó la tormenta de arena y su sentencia violenta,
dejó al descubierto las tumbas de profetas enterrados
en cielos donde nos violan eternamente.
Las descendientes de Zoroastro sacaron sus viejos amuletos de dragones.
Las vástagos de Alá rogaron por el favor de su custodia.
Las hijas de Yahveh recordaron las glorias de Josué en Canaan.
Y corrió la pólvora por nuestras manos.
Nos despedimos de las sedas que se comercian tras el telón de Oriente.
Nuestras abuelas convertidas en herederas de la guerra
fueron las brigadieres que sostuvieron esos hogares
desolados por nuestra ausencia.
El verde caqui protegió nuestros cuerpos
en noches donde el terror se esparcía como vaho
por la base de la torre, ojos espías, miradas sediciosas.
Todas fuimos novias de Kalashnikov,
dormíamos sentadas, abrazadas a él, por turnos,
mientras una vigía escudriñaba el significado
de esos fuegos de artificio, mortales, en el horizonte.
Sus luces las deletreabamos como palomas mensajeras
junto a un ancho desierto y polvo de huesos.
Se cuenta que los soldadillos de la infamia
acusaron recibo de nuestra defensa.
Jale llegó corriendo un día en éxtasis:
“Le di, le di a una gorra negra.
Derribe a ese malparido y huérfano.”
Parapetadas les disparábamos
y los convertiamos en zorros lastimados
para nuestro coto de caza.
Ellos tenían una pesadilla recurrente,
la momia profeta los maldecía y torturaba:
“¿Cómo os dejáis abatir por esas malditas
hijas de Eva?”
Pero algunas ya no respondíamos a esa genealogía,
éramos descendientes de Maryam Alnaasira
y les arrebatamos su abyecto cielo
de un tiro en la cabeza.
LOS MERCADERES
Los mercaderes de la guerra cantan y lanzan crisantemos.
Cada lingote de oro tiene su valía en litros de sangre.
En compañías limitadas anuncian las últimas factorías bélicas:
morteros con vocación de telescopios,
visores nocturnos que auguran la vida,
bombas de racimos como bocadillos del emperador.
Se debe hacer la guerra por el bien de las arcas nacionales.
La guerra produce el movimiento inicial de las maquinarias y las fábricas,
donde el metal que enceguece genera la amnesia precisa
para seguir trabajando en esta orfebrería de la masacre.
La guerra administra las ganancias,
crea las papeletas de paga,
revisa las boletas de adquisiciones
y verifica los impuestos a evadir.
El mercader es gerencial, en blancas alcobas se reúne
con reyezuelos o sicarios de alto rango.
Entrega sus catálogos como un muestrario de sus joyas.
La guerra compra y retribuye,
realiza las transacciones como agente de la bolsa.
Los mercaderes saben que encandila todas las miradas.
Las guerras se empiezan con tenida formal en pequeñas reuniones,
pero se terminan con ropa de combate
y una estampita de la Virgen en un féretro.
Banderas que amortajan cuerpos como carne de res fresca.
Estos comerciantes saben su papel,
son los técnicos de las conflagraciones
y suministran sus faenas.
Los mercaderes de la guerra aman a sus familias,
son hombres extraordinarios,
adoran a Dios y siempre hay una flor en sus tumbas que reluce.
Carolina A. Reyes Torres (Chile, 1983). Magíster en Literatura Latinoamericana y Chilena y Doctora en Literatura. Es miembro fundadora de la Red de Estudios Literarios y Culturales de México, Centroamérica y el Caribe (Remcyc). Ha escrito crítica literaria, cuentos y crónicas para distintos medios digitales, también ha realizado investigación académica en el campo de la poesía chilena. Escribe crítica en su blog omnivoracultural. Algunos de sus textos han circulado en Revista La Lengua, suplemento literario del periódico chileno El Ciudadano.