I
Tal vez exageramos:
le damos tintes de fatalidad a nuestros días
en aras de ocultar su contingencia.
¿Qué será una vida de café por las mañanas
y de este rutinario trabajo semanal
entre más de siete mil millones
de autómatas iguales a nosotros?
¿Cuánta diferencia puede hacer este alfiler
–el cansancio prematuro de mi cuerpo–
aplastado en el silo de las eras?
Y sin embargo
–me dirás–
y sin embargo,
hay perros que se dejan morir de inanición
sobre la tumba de sus amos.
II
Y es posible también que me respondas
en tu inútil y precioso empeño
de faro en una ruta abandonada,
hablándome de los escarabajos
que buscan la luz de las estrellas
para hacer el trazo de su rumbo;
vidas minúsculas que se han perdido
en este mar de plásticos y hollín,
ahora que la luz incandescente
confunde sus sextantes.
Siguiendo a falsos dioses,
a paupérrimas estrellas sedentarias,
se han condenado a no llegar,
a andar hasta extenuarse en círculos:
habrán de morir desorientados,
sintiendo que avanzaban.
¿No te parece una tragedia?
III
Un perro que muere de tristeza.
Enjambres de coleópteros enceguecidos.
Un faro cuya voz no llega a nadie
(agregaré en silencio).
Podría continuar este recuento
de vidas con destinos cercenados,
de la pérdida de dioses
y de antiguas estrellas tutelares
(hablamos de orfandad,
apuntaré en el margen);
¿pero hace falta? ¿No es suficiente
la polvosa irradiación de estos ejemplos?
La fatalidad
–como la muerte o el dolor–
se adapta a la medida del paciente.
IV
Y al fondo de la estancia,
cruzando por vez última el umbral
de esa timidez tan tuya,
para ir del silencioso amigo heptagenario
al docente luminoso y viceversa,
dirás como sabiendo
que es la última lección,
que nunca volveremos a encontrarnos:
Si restaras cada vida,
cada taza de café,
cada mácula de polvo en la ecuación,
abrazando en tu razonamiento
esa falsa humildad
que encierra la palabra ‘contingencia’,
nada quedaría del universo.
V
Desde su innegable naturaleza predatoria,
desde su pulsión ladina y la lentísima acechanza
de animal paciente y mal domesticado,
te estará aguardando el hocico marrón de la escalera.
Luego la disolución,
el faro que se apaga y tu pupilo,
desde entonces,
que recuerda y reconstruye,
que navega en círculos interminables,
temeroso de encallar o de aceptar
–de una buena vez–
que se ha extraviado.
Adán Brand (México) es maestro en Lingüística Aplicada por la UNAM. Recibió el Premio Nacional de Poesía Joaquín Xirau Icaza en 2019 y la Medalla Alfonso Caso al Mérito Académico en 2013. Obra suya ha aparecido en medios impresos, digitales o televisivos de Argentina, Brasil, España, Polonia y México.