ORFANDAD DE LAS COSAS
Cuando mi padre murió, quedó huérfana
una porción del mundo: su bastón,
un reloj, los anteojos, sus zapatos,
un perfume y los pequeños papeles
escritos con su letra, las camisas.
De seguro las cosas
no saben que es un hábito del hombre
el morir, ese instante entre un latido,
un dolor y la nada. Los objetos
no son en sí: tan sólo pertenecen.
Piedad por lo que existe en ignorancia,
por lo que vida y lenguaje desgastan
con su esmeril… Ahora que me ciño
a la muñeca el reloj de mi padre
el día corre igual pero sin él,
ya exiliado del tiempo; sus zapatos
van de prisa, su ropa se agiganta;
y en el gesto piadoso
de usar en adopción sus pertenencias
hay amor y también aceptación:
así se abrevian las horas, los pasos
entre su ausencia y mi propio morir.
EL CACHAFAZ
Otro tiempo: una esquina bulliciosa
de Avenida de Mayo en Buenos Aires
y un bar de nombre recio donde a veces
me sentaba a almorzar. En la pared
del fondo señoreaba una gran foto:
un compadrito vestido de negro,
con sombrero y un largo lengue blanco
igual que una pechera. No era joven
y empezaba a echar carnes. Su mirada
tenía la tristeza del que intuye
que lo estable de pronto se transforma.
¿Por qué se empeña el recuerdo en salvar
esas cosas para otros sin valor?
Hoy ya no existe el bar y ese retrato
de hace un siglo, quién sabe adónde ha ido,
desde qué eternidad me verá a mí:
en mediodías de gente de paso,
junto a alguna mujer que no me amaba,
con poetas como yo de provincia;
si con lástima hallará en mi mirada
que lo estable también se me transforma,
mis ojos tan iguales a su foto.
RELINCHO EN LA NOCHE
Era enero del ansia y las sequías:
un caballo relinchaba en la noche
de los negros abrevaderos.
Tal vez fuera mi nombre el que gritaba
como súplica de existencia
o el tuyo o el de alguien que se añora.
Me han grabado una palabra que a fuerza
de oírla se me ha vuelto familiar.
Pero hay veces en que esas pocas sílabas
o el apodo con que algunos nos llaman
resultan extraños, como salidos
de la garganta de un potro que abreva
tristísimas aguas. Todos llevamos
a menudo sin saberlo dos nombres:
el que nos dan al nacer nuestros padres
y aquel con que Dios nos conoce.
Acaso este verano calcinante
podamos finalmente averiguarlo.
En medio de la noche, entre el rumor
de avaras cisternas nos llegue
ese nombre secreto, irrepetible,
único, en el relincho de un caballo.
MUCHACHAS ABRAZADAS
Junto al arroyo, sobre una piedra lisa
y a la sombra de unos grandes eucaliptos,
casi desnudas dos jóvenes mujeres
duermen abrazadas. Voy por el sendero
al que entrecruzan gigantescas raíces
y paso estremecido próximo a ellas
como si a algo santo y puro me acercase:
quizá al amor, a la libertad tal vez.
La vida siempre resulta muy breve
para derrocharla en oscuros prejuicios,
en dudas, en temor, en malquerer.
Pieles bronceadas, yemas, humedades,
lenguas de los alientos confundidos…
No es la emoción de sus muslos ensamblados,
libres y hermosos lo que siento: es bienestar
por el mundo diverso que viene. Muchachas
inocentemente unidas, eternas
en esta estival lasitud. A nadie
se deberá ya herir ni maltratar
por ceñir otro cuerpo, por besar
en la boca o exhibir un deseo,
por regalarnos cualquier forma de amor.
LA VIDA Y NO EL TIEMPO
Paso las hojas de un libro editado
hace un cuarto de siglo. Me recuerdo
en cuerpo y letra, amor, y se diría
que no soy yo, de tan esmerilado.
Corrieron días huérfanos de sílabas,
la pasión tempestuosa, alboradas y viajes:
todo dejó su marca y cicatriz.
No siempre tiempo y cambio van unidos:
a veces tiempo es nada más que pátina,
es el ir y venir de los solsticios,
los ritos de Cuaresma, los atávicos
prejuicios en los nietos repetidos
como un rasgo de sangre.
Están los muertos, las calamidades,
las tierras y las aguas, las traiciones…
Es la vida y no el tiempo
la que perseverante nos transforma,
es la vida el engranaje que mueve
el minutero de un reloj que es sólo cáscara.
El tiempo cambia, sí, pero por fuera;
y la vida por dentro, a algunos pocos:
como forúnculos que emergen desde el alma.
MORIR ES ALGO ASÍ PERO SIN AGUA
Uno para a dormir en algún pueblo
o en una casa extraña. Siente ahogo
y se despierta en medio de la noche
rodeado de otras sombras, de opresiones
que no son las habituales. Se escucha
el gorgoteo de una espita, los autos
que vuelven de una fiesta o van en busca
de cierto amor prohibido; y el zumbar
de los mosquitos o el canto de un gallo.
Todo es como en la infancia. Pero ahora
se está a solas y de golpe envejecido,
se calculan las horas para el alba
y los años improbables que restan
por vivir. Cuántos veranos aún:
quizás veinte, con suerte veinticinco
o en el peor de los casos, dos o tres.
Morir es algo así pero sin agua
sonando en las cisternas, sin un gallo
que anuncie la mañana: estar en sombras
boca arriba en la cama de un hotel,
sin palabras ni día que amanezca,
con todo el infinito sobre el pecho.
LA ENFERMEDAD DE LAS COSAS
Hace meses que el reloj de pared
marca cualquier hora. Va con paso cambiado,
como un conscripto en los primeros días
de instrucción. A veces también las cosas
enferman de fatiga, de quién sabe
qué mal desconocido. O quizá se niegan
a cumplir un mandato que repudian.
En otras ocasiones a nosotros
nos invade un agobio parecido.
Y pasan tardes y noches enteras
huérfanas de sustancia, vacías, en blanco.
Los monótonos juegos que en la playa
ejecutan los niños, el desgarbo
con que una adolescente viene y va,
la cantilena del agua o la canción
que una y mil veces se repite… Y es que acaso
hay días y hay semanas en que al mundo
vemos descascararse sin sentido.
Y entonces la fatiga del reloj,
la enfermedad de las cosas, la herrumbre
de toda fe, el desgano del cuerpo
que no pidió nacer, que aborrece morir.
PARADERO
No en gloriosas batallas ni en las misas
solemnes ni en los grandes cataclismos
ni en la opulencia o el estruendo de las fiestas
donde dicen —Excelentísimo Señor
ni en el —Juro por Dios y por la Patria.
En más pequeñas cosas fui a buscarla:
en el reloj de mi padre, en la foto
del tiempo de la escuela, en unas piñas,
en los lirios o una mota de pelo,
en un bar que hoy no existe, en el relincho
de un potro o mi tristeza de soldado,
en dos muchachas que dormían abrazadas.
Su sustancia no viene de un arcángel
ni se posa como lenguas de fuego:
va más bien por el aire, sin destino,
es papeles u hojas y es el pájaro
sin bandada sobre el agua palustre.
No sé si está en la vida o en el tiempo,
en lo perdido o en el croar de la noche,
en la herida, una música, un amor,
en lo obstinado en persistir. Buscándola
tal vez un día me encuentre con Dios.
Guillermo Eduardo Pilía nació en 1958 en la Plata, Argentina. Es egresado en Letras de la Universidad Nacional de La Plata. Desde su primer libro, Arsénico (1979), hasta Ministerio del salmista (2022), publicó más de 30 libros, la mayoría de poesía, incluyendo ediciones en Francia y en Rumanía. En sus 45 años de vida literaria recibió numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos el Premio Al-Ándalus (2010), el Andrés Bello de Madrid (2014), el León Benarós de la Fundación Argentina para la Poesía (2016) y el Gran Premio del Festival de Craiova (2023). Su obra fue traducida a las principales lenguas europeas. Actualmente dicta clases para la Sociedad Argentina de Escritores en la Universidad Nacional de Villa María, Córdoba, Argentina, y visita universidades hispanoamericanas dando cursos y conferencias sobre teoría de la poesía. Pertenece a 8 academias en Europa. Es miembro de número y presidente de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid, correspondiente de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Academia Española de Literatura Moderna y fundador de la Academia Cantemir de Bucarest, entre otras. En 2016 fue declarado Ciudadano Ilustre de su ciudad natal. Los poemas seleccionados pertenecen a su libro inédito Orfandad de las cosas.