TULIPANES EN LA NIEVE
Hoy he visto en la pantalla del teléfono
los tulipanes rojos y amarillos
floreciendo en la nieve.
Luego recordé la arena del desierto
desembocando en el intenso azul
del mar de Cortés.
También volvió de pronto aquella flor
que descubrí una mañana
en las ruinas romanas de Cartago
cerca del lago antiguo donde tal vez bogaron,
los ágiles trirremes de Basilisco
y se bañaron los centuriones legendarios.
Es curioso pensar en esa masa salada de agua
que algunas vez fue parte del Mare Nostrum
y vio como nacían las arenas del Sahara.
Ahora es un pantano cuya historia se reduce
a ciertos espejismos de turistas,
o forma parte de los ritos
de los adoradores de la Guerra de las Galaxias,
esos hijos de la Fuerza y La sombra
a quienes poco interesa saber si por sus costas
cruzaron alguna vez los elefantes de Aníbal
cuando el Imperio contratacaba y era difícil
predecir una nueva esperanza.
Los tulipanes florecen en la nieve
y en Puerto Peñasco la arena del desierto
se funde con el mar
y un pájaro detenido en la baliza
se deja inmortalizar por el lente inexperto
de una niña que corre por la orilla,
ajena a la flor roja de Cartago,
mientras George Lucas es seducido por Tataouine
y funda un planeta con su nombre.
Cuando regrese la sequía
desde el fondo del lago se levantarán
esqueletos de naves antiguas
y la chatarra de algún autobús
plantado allí para deleitar la ignorancia
de los viajeros que deciden cruzar
la inmensidad salada de Chott El Jarid.
México, abril del 2020
RELEYENDO A CORTÁZAR
Es cierto, Julio, un pez en la pecera
puede ser la sombra exacta
de una nube violeta, no tengo dudas.
Uno puede creer sin haber visto,
perdón Santo Tomás;
podemos describir por el tono del trino
al pájaro en la rama,
por el fluir del agua, la dimensión del río,
la forma y la tersura de la rosa
por su aroma en el aire,
el paso de la muerte por la sombra
y el amor en un gesto sin palabras.
Los olmos de aquel parque de Washington D.C.
siguen allí, moviendo el aire
dejando que su sombra sirva de paz a los viajeros;
no sé si en este otoño han perdido las hojas
pero los veo igual en mi memoria
existen porque una vez los contemplé en silencio
cuando iban los niños a la escuela
y sonaba una sirena y otra le hacía coro
mientras un beso apresurado y torpe
despertaba la piel de dos adolescentes.
Es cierto, Julio, la renuncia a la acción
es la protesta misma y no su máscara.
Hay que desencontrarse minuciosamente
descubrir en el acto su falsa procedencia
creer y no creer hasta que todo
tenga el perfil violeta de una nube
o la nostalgia sola de un pez en la pecera
sin un espejo, sin luz y sin oxígeno.
Así es Santo Tomás, lo que ahora vemos
nos impulsa a negar lo que hemos visto
necesitamos creer lo que no vemos
aquello que alguna vez soñamos y era cierto
como es cierto el horizonte y la utopía.
México, abril del 2020
BALCÓN DE LA MEMORIA
A Luís García Montero
Era un día de los años noventa y fue Granada.
Sentado en un café de Plaza Nueva
observaba la lluvia que llegó de pronto a la ciudad.
Las aguas bajaban las empedradas calles del Albaicín
y la cuesta que subía hasta el Alhambra.
Buscaba, infructuosamente, cauces mutilados
intentando llegar al Darro o el Genil,
dos ríos enjaulados que fueron alguna vez
torrentes impetuosos donde se lavaron el rostro
ciertas vírgenes y bebieron hombres y caballos.
Me veo allí, desde este balcón de la memoria.
Tengo el pelo gris y he perdido otra vez mi chaqueta de cuero.
Cuando cese la lluvia, en busca de su hija pasará el poeta.
Tendrá aún su cara de adolescente eterno,
será dueño ya de una voz definitiva,
pero todavía ignora que existe un viernes
entrando y saliendo desde un tiempo diferente,
un tiempo resentido y amargo, días rotos por trompetas heridas
por torpes saxofones asmáticos y guitarras clandestinas,
donde no le será posible tachar canciones.
También él, que ya era mi amigo,
buscaba con angustia la verdad en las horas inciertas,
por los merenderos de septiembre
o en las breves colinas del Genil por las que alguna vez
anduvo Alberti disfrutando las quintillas silvestres del cante de poeta.
Lo vi perderse mientras los restos de la lluvia
se escapaban hacia la tarde y aparecían en Plaza Nueva
aquellos niños bien, ingleses, alemanes y franceses
jugando a ser mendigos, con sus enormes perros de raza
y su mirada altiva y despreciable.
Pocas veces vi caer la lluvia en Granada y Almería.
Subiendo a Órgiva alguna vez,
la contemplé despeñarse borrando las laderas
y los pueblitos blancos,
alimentando el cauce menguado de los ríos,
mojando los almendros florecidos,
deslizándose hacia el valle
por el antiguo mapa de las acequias
trazado por los árabes.
La lluvia es ya memoria y un segundo café marca otro tiempo,
una noche de agosto en Torvizcón,
un quebrado pueblito de montaña,
anclado más allá de la margen izquierda
del río Guadalfeo
en cuyas breves aguas descubrí sin sorpresa
una entrañable analogía entre el perfil de un ángel
y una foto extraviada de mi padre.
Lacera la memoria de esa noche. Cantaban los poetas
en la casa de cal del maestro del pueblo,
bebíamos el vino rojo de las altas bodegas de Cuatro Vientos;
dos ancianas de luto escuchaban,
desde un silencio extraviado en otras horas,
las melodías que bajaban o subían la montaña
mientras ellas, con el pelo suelo, recogían gozosas la cosecha
sospechando que pronto reventarían los frutos en sus vientres.
A los hombres de Torvizcón se los tragó la guerra.
El luto marca cada piedra, nos mira desde los muros,
reclama desde el fondo de los barrancos donde fueron fusilados.
No sé si fue el maestro o fui yo mismo quien pidió a la más vieja,
a la del luto más feroz, la que era delgada hasta doler
y apenas tenía dientes, que cantara para nosotros las canciones
que acompañaban a los soldados de la República en los días de batalla.
¿Se puede?, preguntó después de mirar hacia la puerta con un pavor raigal.
Su pregunta me duele todavía. Brotaba, no de sus labios,
sino de una herida no cicatrizada o que cerró mal.
Su voz fue tímida al principio, como un suspiro apenas,
pero empezó a crecer, cada vez más hermosa
hasta llenar la casa, el pueblo, las montañas
y de pronto quien cantaba era la chica que corría descalza
con un clavel floreciendo en su pelo, el viento rompiéndose en su blusa
donde danzan impetuosos sus senos inviolados y magníficos.
Me duele esa memoria que amarga mi café
mientras la tarde de ese extraviado día de los años noventa
desaparece en las primeras luces que apenas iluminan
Plaza Nueva por donde pasan ahora, quiero decir entonces,
dos jóvenes poetas que el tiempo y otras ceremonias
irán alejando de estas calles, de esta Granda altiva
donde conviven la belleza mayor y las hondas vibraciones
donde tiene su fuente la poesía, con el odio más feroz,
ese que levantó en el Barranco de Viznar
su invisible y repudiado monumento.
Cayó la noche de esa noche. Juan, que todavía no era olvido,
me llamó y hablamos de la lluvia, del pésimo café,
de nuestro viaje próximo a Trevelez, de la fiesta del trovo
y de un porvenir remoto e improbable
en el cual, sin él saberlo, solo sería memoria.
Las calles del Albaicín me vieron subir entonces, tocar los muros
del carmen de la Media Luna, renunciar al mirador de San Nicolás,
para buscar, como quien necesita encontrarse a sí mismo en los que pasan,
la íntima Placeta de Los Carvajales y entrar desde ella
a los rincones del palacio Nazarí.
Aún desconocía la Cuesta del Aceituno y no existía
la casa de los amigos que me dieron cobijo.
Uno regresa a veces, la importancia de volver no es salvar
lo ya vivido, es saber en qué esquina, en qué latido,
pueden fundiese el tiempo y la distancia.
Fue en Granada y era un día de agosto de los años noventa.
México, 14 de abril del 2020
DÍAS DE PANDEMIA
Otro día de abril y dos mil veinte.
Enfermo el mundo, en colapso el planeta
mientras hay hombres, por la ambición cegados,
que solamente piensan en sí mismo.
Dentro de pocos días,
y en medio de esta nueva pandemia universal,
voy a cumplir setenta y siete años.
En la mañana de hoy, frente al balcón de casa,
desde una calle vacía, subió hasta nosotros,
en las notas quejosas de un trombón de feria,
la entrañable melodía de Bésame mucho.
Las escalas se sucedían con torpeza
naciendo de los dedos de un músico ambulante,
expulsado por el virus del centro de la ciudad.
Silvio estaba en silencio en la sala de casa.
Mi mujer bebía su vodka con naranja
y yo un añejo dorado de la tierra.
Setenta y siete años no son pocos.
Cuantas muertes y resurrecciones acumulan.
Murió el niño que fui, el que soñaba con ser primera base
e inventaba guitarras con un lomo yagua
mientras quemaba su inocencia en un fogón a leña,
o cultivando frutos en estancias de otros.
Murió mi adolescencia envuelta en los turbiones de la época,
descubriendo la dimensión volátil del futuro,
saciado el hambre de saber, mirando de frente por primera vez
sin ocultar la tierra en las rodillas, ni la marca indeleble del origen.
Murió mi juventud y estoy velándola.
Murió el hombre que partió a la guerra
y fue herido en la piel y en lo más hondo
mientras sus hijos estrenaban en Santiago su pañuelo celeste
y la mujer que le acompaña aún se ponía su camisa
para dormir desnuda en su lado vacío de la cama.
Murió el día de ayer, el minuto donde serví el añejo que ahora bebo.
De sucesivas muerte estamos hechos, no solo de la nuestra,
pero quien duda que ese niño de ayer, el joven idealista
o el inhábil soldado que partió hacia las tierras
de un sur desconocido, no están aquí, conmigo,
escuchando la canción inmortal de Consuelo Velázquez.
México, 24 de abril del 2020
UN GUIÓN REPETIDO
En qué minuto de la historia se pervirtieron los conceptos.
Desde cuando dejó la palabra de importar,
o el estrechón de manos enemigas para cerrar un pacto
que sería inviolable.
Cuando dejó la ética de guiar las conductas.
Donde se desvió la ruta que dio a los pícaros voz en la asamblea
y tribuna al corrupto para que decidieran por todos
desde su hambre infinita de poder.
Desde cuando el honor no tiene patria,
o la fama no es el reflejo del triunfo en las artes o la ciencia,
sino un vínculo on line con lo banal o el crimen más atroz.
Hoy he visto en la televisión, a un adolescente de 17 años,
parado en el borde de una alta terraza de Chicago,
mientras dos policías (ella de origen latino y él descendiente de árabe)
lo conminaban a entregarse para que diera noticia
de la muchacha que había secuestrado con un cómplice tan joven como él.
Nada decía. La cámara, enferma como el tiempo que la guía,
se detuvo en sus ojos donde no había tristeza, ni arrepentimiento,
solo una meticulosa soledad que hiere.
Antes de dejarse caer, de espalda a la indiferente ciudad,
a la memoria de la estirpe, a sí mismo;
respondió sin estridencia a los agentes, a nosotros a su época
en un tono de queja inexplicable: “yo solo quería ser famoso.”
El programa seguía con el mismo guión repetido muchas veces.
La cámara bajaba hasta la acera, donde el cuerpo roto
perdía la sangre y la muerte detenía el movimiento de los ojos.
Luego, con el ritmo vertiginoso que resulta atractivo,
entre coches que suben y bajan sin sentido
mientras suenan las sirenas y se aprestan soldados
equipados para una batalla que no existe,
los mismos policías de este cuento, llegan a la escuela
donde el cómplice del muchacho que acaba de morir,
con la pistola de su padre en sus manos vírgenes,
manos que no han tocado todavía un seno de mujer,
se dispone a matar a otros adolescentes,
por la sola razón de que no lo veían cuando pasaba.
Se repite la historia de la alta azotea Chicago y de otros guiones:
los policías lo conminan a que entregue el arma
y él los mira desde algún punto de su memoria,
desde la soledad del ignorado, desde el vacío existencial
inoculado por la época, y solo le repite a los agentes,
a la cámara que vive de su angustia, a nosotros,
los que vemos con indiferencia criminal estas escenas:
“No puedo, este es mi día, por favor no lo arruinen,
yo solo quiero que me vean yo solo quiero ser famoso”.
México, 25 de abril del 2020