23 Nov 2024

1. POESÍA CUBANA. WALDO LEYVA

-13 Jun 2020
Poesía

Waldo Leyva 

Poemas inéditos

 

TULIPANES EN LA NIEVE

 

Hoy he visto en la pantalla del teléfono

los tulipanes rojos y amarillos

floreciendo en la nieve.

Luego recordé la arena del desierto

desembocando en el intenso azul

del mar de Cortés.

También volvió de pronto aquella flor

que descubrí una mañana 

en las ruinas romanas de Cartago

cerca del lago antiguo donde tal vez bogaron,  

los ágiles trirremes  de Basilisco

y se bañaron los centuriones legendarios.

 

Es curioso pensar en esa masa salada de agua

que algunas vez fue parte del Mare Nostrum

y vio como nacían las arenas del Sahara.

Ahora es un pantano cuya historia se reduce 

a ciertos espejismos de turistas,

o forma parte de los ritos 

de los adoradores de la Guerra de las Galaxias, 

esos hijos de la Fuerza y La sombra

a quienes poco interesa saber si por sus costas

cruzaron alguna vez los elefantes de Aníbal

cuando el Imperio contratacaba y era difícil

predecir una nueva esperanza.

Los tulipanes florecen en la nieve 

y en Puerto Peñasco la arena del desierto

se funde con el mar 

y un pájaro detenido en la baliza 

se deja inmortalizar por el lente inexperto 

de una niña que corre por la orilla,

ajena a la flor roja de Cartago,

mientras George Lucas es seducido por Tataouine

y funda un planeta con su nombre.

 

Cuando regrese la sequía

desde el fondo del lago se levantarán 

esqueletos de naves antiguas 

y la chatarra de algún autobús

plantado allí para deleitar la ignorancia 

de los viajeros que deciden cruzar 

la inmensidad salada de Chott El Jarid.

 

México, abril del 2020

 

 

RELEYENDO A CORTÁZAR

 

Es cierto, Julio, un pez en la pecera

puede ser la sombra exacta

de una nube violeta, no tengo dudas. 

Uno puede creer sin haber visto, 

perdón Santo Tomás;

podemos describir  por el tono del trino 

al pájaro en la rama,

por el fluir del agua, la dimensión del río,

la forma y la tersura de la rosa

por su aroma en el aire,

el paso de la muerte por la sombra

y el amor en un gesto sin palabras.

Los olmos de aquel parque de Washington D.C.

siguen allí, moviendo el aire

dejando que su sombra sirva de paz a los viajeros;

no sé si en este otoño han perdido las hojas

pero los veo igual en mi memoria

existen porque una vez los contemplé en silencio

cuando iban los niños a la escuela

y sonaba una sirena y otra le hacía coro

mientras  un beso apresurado y torpe

despertaba la piel de dos adolescentes.

Es cierto, Julio, la renuncia a la acción

es la protesta misma y no su máscara.

Hay que desencontrarse minuciosamente

descubrir en el acto su falsa procedencia

creer y no creer hasta que todo

tenga el perfil violeta de una nube

o la nostalgia sola de un pez en la pecera

sin un espejo, sin luz y sin oxígeno.

Así es Santo Tomás, lo que ahora vemos

nos impulsa a negar lo que hemos visto

necesitamos creer lo que no vemos

aquello que alguna vez soñamos y era cierto

como es cierto el horizonte y la utopía.

 

México, abril del 2020

 

BALCÓN DE LA MEMORIA

 

A Luís García Montero

 

Era un día de los años noventa y fue Granada.

Sentado en un café de Plaza Nueva

observaba la lluvia que llegó de pronto a la ciudad.

Las aguas bajaban las empedradas calles del Albaicín

y la cuesta que subía hasta el Alhambra. 

Buscaba, infructuosamente, cauces mutilados 

intentando llegar al Darro o el Genil, 

dos ríos enjaulados que fueron alguna vez 

torrentes impetuosos donde se lavaron el rostro 

ciertas vírgenes y bebieron hombres y caballos.

 

Me veo allí, desde este balcón de la memoria.

Tengo el pelo gris y he perdido otra vez mi chaqueta de cuero.

Cuando cese la lluvia, en busca de su hija pasará el poeta. 

Tendrá aún su cara de adolescente eterno, 

será dueño ya de una voz definitiva, 

pero todavía ignora que existe un viernes 

entrando y saliendo desde un tiempo diferente,

un tiempo resentido y amargo, días rotos por trompetas heridas

por torpes saxofones asmáticos y guitarras clandestinas, 

donde no le será posible tachar canciones. 

También él, que ya era mi amigo, 

buscaba con angustia la verdad en las horas inciertas, 

por los merenderos de septiembre 

o en las breves colinas del Genil por las que alguna vez 

anduvo Alberti disfrutando las quintillas silvestres del cante de poeta.

Lo vi perderse mientras los restos de la lluvia

se escapaban hacia la tarde y aparecían en Plaza Nueva

aquellos niños bien, ingleses, alemanes y franceses

jugando a ser mendigos, con sus enormes perros de raza

y su mirada altiva y despreciable.

 

Pocas veces vi caer la lluvia en Granada y Almería.

Subiendo a Órgiva alguna vez, 

la contemplé despeñarse borrando las laderas 

y los pueblitos blancos, 

alimentando el cauce menguado de los ríos,

mojando los almendros florecidos, 

deslizándose hacia el valle 

por el antiguo mapa de las acequias 

trazado por los árabes.

 

La lluvia es ya memoria y un segundo café marca otro tiempo, 

una noche de agosto en  Torvizcón, 

un quebrado pueblito de montaña,

anclado más allá de la margen izquierda 

del río Guadalfeo

en cuyas breves aguas descubrí sin sorpresa

una entrañable analogía entre el perfil de un ángel

y una foto extraviada de mi padre. 

Lacera la memoria de esa noche. Cantaban los poetas 

en la casa de cal del maestro del pueblo,  

bebíamos el vino rojo de las altas bodegas de Cuatro Vientos; 

dos ancianas de luto escuchaban, 

desde un silencio extraviado en otras horas, 

las melodías que bajaban o subían la montaña 

mientras ellas, con el pelo suelo, recogían gozosas la cosecha 

sospechando que pronto reventarían los frutos en sus vientres.

 

A los hombres de Torvizcón se los tragó la guerra.

El luto marca cada piedra, nos mira desde los muros, 

reclama desde el fondo de los barrancos donde fueron fusilados.

 

No sé si fue el maestro o fui yo mismo quien pidió a la más vieja, 

a la del luto más feroz, la que era delgada hasta doler 

y apenas tenía dientes, que cantara para nosotros las canciones 

que acompañaban a los soldados de la República en los días de batalla. 

¿Se puede?, preguntó después de mirar hacia la puerta con un pavor raigal.

Su pregunta me duele todavía. Brotaba, no de sus labios, 

sino de una herida no cicatrizada o que cerró mal.

Su voz fue tímida al principio, como un suspiro apenas,

pero empezó a crecer, cada vez más hermosa

hasta llenar la casa, el pueblo, las montañas 

y de pronto quien cantaba era la chica que corría descalza 

con un clavel floreciendo en su pelo, el viento rompiéndose en su blusa

donde danzan impetuosos sus senos inviolados y magníficos.

 

Me duele esa memoria que amarga mi café 

mientras la tarde de ese extraviado día de los años noventa 

desaparece en las primeras luces que apenas iluminan 

Plaza Nueva por donde pasan ahora, quiero decir entonces, 

dos jóvenes poetas que el tiempo y otras ceremonias 

irán alejando de estas calles, de esta Granda altiva 

donde conviven la belleza mayor y las hondas vibraciones 

donde tiene su fuente la poesía, con el odio más feroz, 

ese que levantó en el  Barranco de Viznar 

su invisible y repudiado monumento.    

 

Cayó la noche de esa noche. Juan, que todavía no era olvido,

me llamó y hablamos de la lluvia, del pésimo café,

de nuestro viaje próximo a Trevelez, de la fiesta del trovo

y de un porvenir remoto  e improbable 

en el cual, sin él saberlo, solo sería memoria.

 

Las calles del Albaicín me vieron subir entonces, tocar los muros 

del carmen de la Media Luna, renunciar al mirador de San Nicolás, 

para buscar, como quien necesita encontrarse a sí mismo en los que pasan, 

la íntima Placeta de Los Carvajales y entrar desde ella

a los rincones del palacio Nazarí.

Aún  desconocía la Cuesta del Aceituno y no existía 

la casa de los amigos que me dieron cobijo.

Uno regresa a veces, la importancia de volver no es salvar 

lo ya vivido, es saber en qué esquina, en qué latido, 

pueden fundiese el tiempo y la distancia.

 

Fue en Granada y era un día de agosto de los años noventa.  

 

México, 14 de abril del 2020

 

 

DÍAS DE PANDEMIA

 

Otro día de abril y dos mil veinte. 

Enfermo el mundo, en colapso el planeta 

mientras hay hombres, por la ambición cegados, 

que solamente piensan en sí mismo. 

Dentro de pocos días, 

y en medio de esta nueva pandemia universal, 

voy a cumplir setenta y siete años. 

En la mañana de hoy, frente al balcón de casa, 

desde una calle vacía, subió hasta nosotros, 

en las notas quejosas de un trombón de feria, 

la entrañable melodía de Bésame mucho. 

Las escalas se sucedían con torpeza 

naciendo de los dedos de un músico ambulante, 

expulsado por el virus del centro de la ciudad. 

Silvio estaba en silencio en la sala de casa. 

Mi mujer bebía su  vodka con naranja 

y yo un añejo dorado de la tierra. 

Setenta y siete años no son pocos. 

Cuantas muertes y resurrecciones acumulan. 

Murió el niño que fui, el que soñaba con ser primera base 

e inventaba guitarras con un lomo yagua 

mientras quemaba su inocencia en un fogón a leña, 

o cultivando frutos en estancias de otros. 

Murió mi adolescencia envuelta en los turbiones de la época, 

descubriendo la dimensión volátil del futuro, 

saciado el hambre de saber, mirando de frente por primera vez 

sin ocultar la tierra en las rodillas, ni la marca indeleble del origen. 

Murió mi juventud y estoy velándola.  

Murió el hombre que partió a la guerra 

y fue herido en la piel y en lo más hondo 

mientras sus hijos estrenaban en Santiago su pañuelo celeste

y la mujer que le acompaña aún se ponía su camisa 

para dormir desnuda en su lado vacío de la cama. 

Murió el día de ayer, el minuto donde serví el añejo que ahora bebo. 

De sucesivas muerte estamos hechos, no solo de la nuestra, 

pero quien duda que ese niño de ayer, el joven idealista 

o el inhábil soldado que partió hacia las tierras 

de un sur desconocido, no están aquí, conmigo, 

escuchando la canción inmortal de Consuelo Velázquez. 

 

México, 24 de abril del 2020

 

 

UN GUIÓN REPETIDO

 

En qué minuto de la historia se pervirtieron los conceptos.

Desde cuando dejó la palabra de importar, 

o el estrechón de manos enemigas para cerrar un pacto 

que sería inviolable.

Cuando dejó la ética de guiar las conductas.

Donde se desvió la ruta que dio a los pícaros voz en la asamblea 

y tribuna al corrupto para que decidieran por todos 

desde su hambre infinita de poder.

Desde cuando el honor no tiene patria, 

o la fama no es el reflejo del triunfo en las artes o la ciencia,

sino un vínculo on line con lo banal o el crimen más atroz.  

 

Hoy he visto en la televisión, a un adolescente de 17 años,

parado en el borde de una alta terraza de Chicago,

mientras dos policías (ella de origen latino y él descendiente de árabe)

lo conminaban a entregarse para que diera noticia

de la muchacha que había secuestrado con un cómplice tan joven como él.

Nada decía. La cámara, enferma como el tiempo que la guía, 

se detuvo en sus ojos donde no había tristeza, ni arrepentimiento,

solo una meticulosa soledad que hiere.

Antes de dejarse caer, de espalda a la indiferente ciudad, 

a la memoria de la estirpe, a sí mismo;

respondió sin estridencia a los agentes, a nosotros a su época

en un tono de queja inexplicable: “yo solo quería ser famoso.”

 

El programa seguía con el mismo guión repetido muchas veces.

La cámara bajaba hasta la acera, donde el cuerpo roto

perdía la sangre y la muerte detenía el movimiento de los ojos.

Luego, con el ritmo vertiginoso que resulta atractivo, 

entre coches que suben y bajan sin sentido

mientras suenan las sirenas y se aprestan soldados

equipados para una batalla que no existe,

los mismos policías de este cuento, llegan a la escuela 

donde el cómplice del muchacho que acaba de morir, 

con la pistola de su padre en sus manos vírgenes,

manos que no han tocado todavía un seno de mujer, 

se dispone a matar a otros adolescentes,

por la sola razón de que no lo veían cuando pasaba.

Se repite la historia de la alta azotea Chicago y de otros guiones:

los policías lo conminan a que entregue el arma

y él los mira desde algún punto de su memoria,

desde la soledad del ignorado, desde el vacío existencial

inoculado por la época, y solo le repite a los agentes,

a la cámara que vive de su angustia, a nosotros, 

los que vemos con indiferencia criminal estas escenas:

“No puedo, este es mi día, por favor no lo arruinen, 

yo solo quiero que me vean yo solo quiero ser famoso”.

 

México, 25 de abril del 2020

 

 



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