26 Dic 2024

2. POESÍA PUERTORRIQUEÑA. VANESSA DROZ

-14 Jun 2020
Poesía

LA ÚLTIMA MUERTE (Texto inédito)

 

Soy yo quien trae las noticias

que me informa el viento sobre los muertos recientes,

soy yo quien corre las largas distancias

en medio de la noche,

bajo la lluvia,

con luna o sin luna,

de día bajo el sol cortante,

a lo largo de la espuma de las playas

o por la espesa jungla cerbatanada.

Llego exhausta a dar cuenta del último muerto,

de la última inspirada exhalación.

Siempre llego. Soy meticulosa en esto

y advierto de la paciencia que se debe tener

cuando, en la distancia,

se anticipa el inicio de mi carrera.     

Los árboles tienen que esperar

por mi llegada para poner las hojas de aviso

en sus cuerpos, las piedras por las alas de mis pies

para iluminar los altos picos

y las dunas del desierto por mi aliento

para insuflar en la arena

las perdidas brújulas de los escarabajos.

Hasta una nueva escritura he tenido que desarrollar

para fijar los nombres de los fallecidos

—así como las circunstancias de sus decesos—

en superficies tan dispares y solemnes,

tan indispuestas al diálogo y a la noticia.

Todo papeles, todo grafía,

todo gestos de la mano en el aire.                           

Mi carga, con cada información, aumenta su lastre

y, aun así, no me detengo

pues cada muerto me ha dado su nombre y su vida,    

su memoria incandescente y su afán de eternidad.

Acoger un nombre dado —se sabe— empeora

el tumulto de la memoria, el trueno en la garganta,

la esperanza de la palabra Fin impresa en la frente.

Ese nombre es el que grito en la carrera

antes de que la ciudad abra sus primeras puertas.     

Al llegar a la plaza,

me preguntan los más íntimos detalles

del fallecimiento: si los estertores, si las carcajadas,

si los ojos elevándose en el aire,

si la sangre en los tobillos, si la mierda entre las sábanas...

Si oscuridad o luz en el cuarto, si la intemperie,

si las poses de los dolientes, si la moneda sobre los ojos.

Espero con una insoportable paciencia,

cercana al hambre, al pudor y a la inocencia,

vorazmente, y nadie me asesina.

Convencida estoy de que ni el día que traiga en la boca

el humo de mi propia muerte seré asesinada.

Aaahh... Quizás el viento.

Los siguientes poemas son del libro

Vicios de ángeles y otras pasiones privadas

 

DE LA RUINA DE LA GRAVEDAD

 

I

El aire no existe.

No existe su alma frágil, temprana,

la débil huella donde día a día

trata de eslabonar su sueño el ángel,

su serpiente o su escalera,

el pie con el cual trata de escapar del ciervo

que posee la agilidad del viento.

El aire es ágil

y todos tratan de ser ángeles en el aire.

El aire tiene alborotado el cielo

y la sangre busca su descanso.

 

Nadie se lo ha prometido.

 

II

El vuelo está medido en la distancia

de la planta del pie al suelo.

Entre el pie y su enemigo

se define una geografía

cuyo infierno se razona por la sombra

que arroja el ángel.

Alas, peplo y sexo quedan marcados sobre la superficie

como si fuera un texto escrito,

una palabra armada la sombra —piedra arrojada.

 

La fuerza de gravedad no existe.

 

El pie, cuya forma de continente

se separa de la raíz del viento,

viaja. No sabe si es agua, si es aire

o si es otro cuerpo, inscripción tallada.

Si es pez, si es gusano,

si es ave, monstruo de invernadero

o flama contagiada.

 

¿De qué están hechas las sombras?

De plumas,

de alas,

de vuelo.

 

III

Del humo nace el sueño y del hielo

su reconocimiento. Como en el ámbar,

en su transparente y dura escenografía

milenaria, en la que se ocultan

los besos de la especie y el sabor

amargo del encuentro con la sal,

está también suspendido el vuelo,

el destrazo de la planta del pie

sobre la superficie del planeta.

 

IV

¿Qué nube es ésta, tan baja,

a ras de sueño,

que no se habita ni se escucha,

que los poetas circundan

como si fuera excremento?

Solo los poetas pueden despegarse

un poco del suelo y se les ve

deambular, embobados,

como moscas, arrastrando los pies.

Si se les mira de cerca, se nota

que la sima del alto tacón

o la extensa llanura

de la suela del zapato

son de un aire diminuto, prolongado,

un horizonte relleno de nada.

Los poetas, como los ángeles,

no tienen peso.

Parecen fantasmitas, flotando así,

dormidos y extraviados,

trapecistas sin trapecio.

 

V

Estamos enfermos, enfermos de vuelo.

Agitamos los brazos

y la perversidad de la especie

ejecuta el peso de su venganza.

¡Orad! ¡Orad!

Solo las palabras se elevan

mientras el cuerpo se quema

pegado al árbol, a sus ramas,

al aeroplano, al aire de sus besos.

No hay boca que consuma este alboroto

ni curva que proponga la visión

de las nubes con su ruido imaginable,

su incondicional orquesta

de instrumentos (de viento, por supuesto).

El hielo no redime lo que narra.

El humo es solo el excremento

de la terquedad de mis brazos.

 

VI

De esos lugares que están ocultos

en el hielo nadie ha escrito nada.

Les fue vedada la palabra arcana

que les daría su biografía,

la fotografía justa que enmarque

su lado más oscuro y silencioso,

la música que adorna los pasillos

celestiales, higiénicos, medievales,

por los que transitan los ángeles.

 

Por eso los ángeles no existen.

 

 

INSTRUCCIONES PARA COSERLE EL RUEDO

AL VESTIDO DE ALGUNOS ÁNGELES

 

I

Los ruedos de los vestidos

se han ajado en el camino.

Las mujeres buscan con desesperación

ese borde supremo de la felicidad.

 

Y no lo encuentran.

 

II

En los claustros

las mujeres han sido encerradas.

La monja ha rasgado sus ropajes,

la puta ha colgado el encaje que cubre su seno

en el brazo de un crucifijo,

la esposa se muere de deseo.

 

El marido se revuelca de lascivia,

el monje se revuelca de lascivia,

el chulo se revuelca de lascivia.

 

Mientras,

la mujer se masturba

ardorando las columnas del convento.

 

III

Puede vérsele al pájaro la costura,

la lentitud de la puntada,

el rastro de la mano sobre el filo,

la permanencia del deseo en el alfiler.

 

El ardor que las mujeres pusieron al coserlo

tiene ahora rigor de aleteo.

 

 

LA CASA DEL PIE

 

Esto que el mar rechaza, dije, es mío.

ROSARIO CASTELLANOS 

Lamentación de Dido

 

I

Desde el pie repta mordiente, constante,

con la presteza de un aviso arduo

y animal, solapado como ángel.

La pierna es víctima y victoria ante

su avance. Por un instante se aloja

y el temblor queda rezagado,

esperante, acosado, sumiso,

residiendo en la pierna que, rotunda,

desvía el contacto de tu pierna

del corazón al sexo, encendido,

del sexo al corazón, relampagueando.

 

Has colocado tu pie sobre el mío.

Los comensales, atónitos pájaros

de la mesa en que todos comemos,

sólo observan la frivolidad cruel

de nuestros rostros que fingen la paz

mientras lo que sostiene y mueve al cuerpo

—desde la garra (tarso, metatarso,

recién descubiertos) hasta la rodilla—

sostiene a su vez la dulce y furiosa

guerra del tacto y el contacto urdido.

El techo de la mesa es el cielo

para la casa del pie. Bajo él

el recinto se hincha. Es más ancha

la tarea del prudente naufragio

del sosiego. Caben cientos de soles

bajo el techo cómplice de una tabla,

cientos de soles en el roce fiel

de dos piernas que se tocan.

                                                 Detenlo.

Del tobillo el resquemor de una pluma

ha envenenado al pie de movimiento.

El pavor ya impide el disimulo.

La piel ya es brasa. Los convidados

no se enteran. Que no se enteren. Sólo

nuestra es la circunstancia del deseo.

Por los pies ha comenzado el festín.

 

II – (La memoria sin pisada)

¿Quién es este hombre, que no conozco,

cuyo cuerpo corre al lado del mío,

sujetos por la pesada vigilia

a un tálamo tibio y enrarecido?

¿Qué ha gritado, qué ha murmurado

en medio de la noche este hombre

cuyo nombre a pronunciar no acierto,

de cuyo rostro sólo atisbo un borde

inconcluso, huidizo entre las sábanas

que, cómplices, me obstruyen la visión

de su cuerpo impávido ante mis ojos?

¿Qué ha ignorado, qué ha detenido,

qué ha sentido, qué ha inventado,

qué ha dicho con verdad en su lengua,

con fuego y sin fuego en el corazón,

con una llama azul en las palmas

de las manos que han armado mis senos?

¿Qué han respondido mis dos senos?

 

III

El costado de este hombre devora

mi costado. Las costillas realizan

un largo empréstito numeroso y,

como ramajes de un bosque incendiado,

se entrelazan como frágil escudo

contra la soledad del despertar.

El sueño ha concluido. Con la llegada

de la luz vuelve a reinar el miedo,

la desazón, la intemperie, las lanzas

del desarme con su locuacidad.

Aterrada, como el dios Pan, sucumbo

ante el rayo que por fin logra su alojo:

            ¿Quién es esta mujer, que desconozco,

cuyo nombre no acierto a pronunciar,

que me observa como un animal roto,

repitiendo de mi mirada la ruptura?

¿Qué gritará, qué inventará

al ver una cicatriz en sus dos senos?

¿Qué mentirá, qué habrá detenido

al palpar en su cuerpo el registro

de la incurable condición de la carencia?

Esto que ya mi memoria rechaza,

dije, ha sido mío. Una sola

muerte con él no me da más derecho

que al olvido, repetido y cruel.

 

      

EL SEXTO VASO

 

tallo sumergido a flor de piel

la vena

tronco mensajero la azulada línea del cuerpo de mi mano

abres tu canal en afluentes secundarias

salida de las aguas

tan contenido delta y tenso

surco invertido

levantando el poro a la tempestad del aire

falo palpitante

            péndulo de los latidos

                        sangre que cabalga

eres torre de los huesos    cima

de lo adentro que se inclina

a la vida toda y sus lluvias interminables

fluyes la tierra de la carne

a punta de desagüe    recibiendo

relojes de arena    flautas

y copas circulares

naces

arteria sideral    aguja del tiempo

del perpetuo centro del volcán arando

quemando la atmósfera con tu alzado pan

como si no bastara la mano

con sus cinco fuentes derramadas

 

 

NI LOS FANTASMAS

 

Ni los fantasmas se asoman

por esta casa arrasada por el lodo y por el fuego.

Tanta desgracia acumulada

no ha podido ser resistida ni siquiera por la muerte.

Con sus ojos vigila tiernamente los resquicios

por los que se puedan colar la ira y la enfermedad,

el hábito del insecto, la torpeza del aire inmovil,

el cólera y la supuración de babas,

la marabunta de la envidia y la maldad.

Vigila a regañadientes,

a sabiendas de que, de todos modos,

ordena y manda, de que está perdiendo

el tiempo pues todo lo ve.

Podría estar, la muerte, recostada allá adentro

sobre un sofá sin mirar a ningún lado,

ni exhausta, con un trago en la mano,

un cigarrillo en la otra

y un libro a medio leer (el libro es de poesía).

Ni los fantasmas se asoman.

No podría con más muerte la muerte.

 

 

CANDADO

  

La alhaja que separa los dos mundos

ríe muda entre triviales adornos.       

Crea sombras como crea nostalgias,

puertas como crea cielos y alas,        

portentos como define el cielo           

cuando crea cuartos y salas.

Es arete en oreja dormida,

ajorca en atrapado lóbulo que aúlla,              

zarcillo que una deidad violenta

para abrir, blanco y negro dibujado,

la casa donde el tiempo se detiene,

donde siempre ha estado detenido.

Nadie entra; solo el ojo que atrapa

la joya que hace lucir la caja

de Pandora como un juego de infantes,

como un lugar posible en la ciudad.     

 

Vanessa Droz es poeta, diseñadora gráfica, editora, gestora cultural, productora de publicaciones y relacionista profesional. A lo largo de décadas, ha presidido, dirigido o sido integrante de revistas y gremios  literarios, editoriales, entidades culturales de variada índole, proyectos radiales, deponente en encuentros sobre literatura y artes plásticas, y su poesía ha sido incluida en innumerables revistas y antologías nacionales e internacionales. Ha publicado artículos de opinión en la prensa de su país y crítica de arte en revistas, libros y catálogos. Tiene en su haber seis libros de poesía: La cicatriz a medias, Vicios de ángeles y otras pasiones privadas, Estrategias de la catedral, Las cuatro estaciones-Suite caribeña (con grabados y fotografías de la autora), Bambú y otros horizontes y Permanencia en puerto; y un libro para niños, Oller pinta para nosotros.



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