04 Dic 2024

4. ANTONIO ALATORRE

-22 Jun 2020
Crítica

El siguiente texto apareció en la revista Pan de Jalisco en el año 1946. Ha sido reproducido en la Biblioteca de México en 1992 y en Los cuadernos del armadillo, magníficas ediciones del Taller Martín Pescador en años recientes. La divulgación del texto no sólo nos revela a un Antonio Alatorre lector de poesía de su tiempo, sino a un atinado comentador de textos. Venga, pues, para la Nueva York Poetry Review un espacio más.

 

Lázaro Tello Pedró

 

 

Agradecemos a la doctora Martha Lilia Tenorio, profesora-investigadora de El Colegio de México, por permitirnos reproducir el texto.

 

 

EFRAIN HUERTA: Los hombres del alba

México, 1945

 

            Después de leer los poemas de Efraín Huerta, casi no nos quedan en la boca sino gotas amargas, sino ásperos tonos en las pupilas. Con mucha razón calificó Solana al libro de “desagradable”: es un libro desagradable si los hay. Implacable, fatigoso.

            Y lo primero que nos oprime es la selección monótona de sus tintas: el tema del alba que se repite con esa obsesión suya, hasta en los títulos de los poemas: “Los ruidos del alba”; “Línea del alba”; “Precursora del alba”; “Los hombres del alba”. Dura y fría obsesión. Porque su “alba” no es la aurora riente y festiva de los “poetas” convencionales. Es algo duro y brutal, de tormenta en frío, una luz sin matices, brutal y desvaída. Como el alba de Neruda:

 

…El día pálido se asoma

con un desgarrador olor frío, con sus fuerzas en gris,

sin cascabeles, goteando el alba por todas partes…

 

La luz de la aurora sale de sus párpados

no como la campanada, sino más bien como las lágrimas…

 

            Así es el alba de Efraín Huerta, esa letra capitular del día: “sin cascabeles…; no como la campanada”. Es un alba cuajada de cadáveres de lunas, tallada en alas de demonios, como en grandes alas de moscas o de murciélagos. Sólo de esa manera logra ver los momentos en

           

que la gemidora metralla nocturna,

después de alborotar brazos y muertes,

después de oficiar apasionadamente

como madre del miedo,

se resuelve en rumor,

en penetrante ruido,

en cosa helada y acariciante,

en poderoso árbol con espinas plateadas,

en resaca alambrada:

en alba. En alba

con eficacia de pecho desafiante;

 

y es que una especie de ceguera parcial le impide ver todo lo que no sean los colores uniformes, crueles, inhumanos, de la madrugada.

 

            El material de su poesía son nombres de cosas blancas, lechosas, turbias: siempre sin color. En sus versos hay nieve, espejos, porcelana, lluvia, invierno, madrugada, penumbra, fantasmas y fantasmas por las nubes, vidrio y cristal, alfileres y leche, humo, sombra, y eso de hielo que a veces se desprende la niebla. Hay palomas grises, sirenas grises, edificios cristales, señales turbias.

 

            Sólo a veces, como en esas pinturas de Orozco, amargamente trabajadas en grises esenciales, aparecen salpicaduras, vetas de color: es casi siempre una nota amarilla o verde la que se introduce, como para acentuar la desolación de una dolorosa fotografía: son silencios amarillos, cielos amarillos como furia, son manos amarillas del fuego triste del insomnio; son amarillos y desenfrenados destellos de violetas ahogadas… Es el verde sucio que amanece en las manos de las estatuas: el verde mortecino de la distancia, o esa agua verde: la angustia…

 

            También se percibe algunas veces —como en su “alba de añil”— el esplendor súbito, sin matices, de un azul duro y mineral. O si no el rojo, como una gota de sangre que se diluyera: y entonces, es más bien una pincelada de rojo muerto, desecado: el asombro de la sangre seca…

            Todo lo demás, es como si no existiera:

 

Ignorante de todo, llevo el rumbo del viento,

el olor de la niebla, el murmullo del tiempo…;

 

Yo no sé: yo ignoro las mañanas

y los atardeceres. Sólo conozco el alba…;

 

…Sólo mi niebla,

camarada y hermana, me sostiene;

 

es lo único que cuenta para él. Para su ceguera parcial, para su daltonismo gris, no hay más que esa amante siempre requerida, esa agua furiosamente lebrada, agua del alba…

 

            Es como si la cuchillada de un eclipse hubiera pasado por la superficie de su poesía. Todavía se dice que los eclipses abortan los frutos, frustran las cosechas: la poesía de Efraín Huerta es casi siempre la de las cosas “eclipsadas”, inmaturas, adolescentes, borrosas. Si esa luz tediosa y desquiciadora se detiene en un árbol, lo hará lechoso; si en el agua, ésta quedara encallecida; las imágenes serán crudas; habrá señales turbias, pájaros difuntos, cieno en las penumbras; el frío será siempre adolescente; el mismo poeta llorará su adolescencia mediocre; verá mujeres sin párpados; cantará, de preferencia, a las flores cerradas, a las mujeres sin senos y a los niños que no miran la luna.

 

            En ese mar de turbios y de grises se mueve, grita silenciosamente, como fauna de hidras y medusas, un confuso tropel de ideas y de imágenes. Con lo plomizo del alba se identifica, unas veces, el propio recuerdo del poeta, niebla latente, pero niebla; o con su alma —una de sus más premiosas obsesiones—: alma gris, verde o clara, mi enemiga: alma gris de pesadumbre…; también significa la obsesión de la muerte, o la de imposibles castidades…

 

            Se conjuga el alba con la amante del poeta:

 

Mi amor se desligó de las auroras

para entregarse todo a tu murmullo,

a tu cristal murmullo de madera blanca incendiada:

 

cae de una alba a otra; pero no siempre logra “desligarse” de la primera: las dos albas —las dos amantes— se confunden. El amor no escapa a la invasión implacable de la luz del “eclipse”: por eso es como un espejo amarillo, y una penumbra es el vestido invernal de los deseos. Además, el alba es la verdad: una mirada glacial y segura que no admite la mentira:

 

Expliquemos al viento nuestros besos.

Piensa que el alba nos entiende.

 

Realmente nunca nos amamos…

Estamos en el ruido del alba,

en el umbral de la sabiduría…

 

            A la luz del alba, salen sobrando los bellos engaños. El amor es apreciado serenamente: es muerte resignada y sombría; el amor es misterio, es una luna parda, larga noche sin crímenes. No más. Se constata simplemente un hecho:

 

Los hombres, amor,

son cuerpos gemidores, olas

quebrándose a los pies de las mujeres

en un largo momento de abandono

—como nardos pudriéndose.

 

            El mismo momento supremo es fríamente analizado: te corren gladiolas enfermizas por las piernas… A causa del alba, su amor es también “albo”; no porque sea ridículamente puro —es un amor de posesión—, sino porque de él desparecen el olor y el color viscerales; queda “en los huesos”, se reduce a una proyección prismática, a un equivalente geométrico, como si todo se diluyera de pronto en acero… Rara vez se derrite la niebla: entonces el poeta logra ver, como en un relámpago, la juventud de la amada —la gran llama de oro de tus diecinueve años—; rara vez logra incorporarse y levantar, como una losa de plomo, la obsesión gris del alba:

                       

Ven… ya la niebla se va,

solitaria y vencida. Y quedamos nosotros

victoriosos, con alas y deseos

y dientes y locura.

La consigna del alba no existe

cuando hay dos pechos juntos…

 

            Pero el sentido principal del alba en el libro de Efraín Huerta me parece otro. En el poema que da nombre al libro, después de cantar el momento en que la gemidora metralla nocturna se resuelve en alba, continúa:

 

Entonces un dolor desnudo y terso

aparece en el mundo.

 

            Tal vez estos dos versos resuman la intención capital del libro. Sincronizado con el alba, hay en los hombres ese dolor desnudo y terso, un dolor sin variantes, liso y uniforme, un dolor sin mitigar. Diríase que la tierra y el agua afirman, creciendo, la soledad rotunda de los hombres. Es un turbio horizonte de dolor que ve el poeta, con el mismo “párpado atrozmente abierto a la fuerza” de Neruda:

 

Mi voz es el resumen de todos los insomnios;

 

Soy el llanto invisible

de millares de hombre…

 

¿Quiénes son esos millares? ¿Quiénes son los hombres del alba? Son

 

los bandidos con la barba crecida

y el bendito cinismo endurecido,

los asesinos cautelosos

con la ferocidad sobre los hombros,

los maricas con fiebre en las orejas

y en los blandos riñones,

los violadores,

 

Los hombres más abandonados,

más locos, más valientes:

los más puros.

 

son los hombres tristes y los niños tristes, que

 

huyen del natural, sereno y leve

concepto general de la existencia.

Son briznas al azar,

o nubes desvalidas

crispadas de miseria.

 

            Sin quererlo, se nos vienen de nuevo a la cabeza esos murales de Orozco en los que oscuras masas de obreros caen acuchillados, y grises niños famélicos mueren amontonados unos sobre otros. Esos son los hombres del alba. Largamente habla de ellos en sus dos “declaraciones”, la de odio y la de amor, que son de sus poemas más sinceros y decisivos: “Ciudad que llevas dentro mi corazón, mi pena, la desgracia verdosa de los hombres del alba…”

 

            La “Declaración de odio” la lanza sobre todo Efraín Huerta a la cara de los poetas que hacen “lamentos al crepúsculo y a la soledad interminable”, con “sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo”, “abandonados a sus propios orgasmos”. La suya quiere ser una poesía de multitudes —saludos de victoria y puños retadores—; una poesía para gritarse a las masas. No sé si siempre lo conseguirá. No todo el libro es como esas “declaraciones”, ni como “La muchacha ebria”… Sus “Cantos de abandono”, su “Teoría del olvido”, su “Problema del alma” —con ese poema ii tan finamente dicho—, no son sino poesía reconcentrada, poesía de “soledades”. Sin embargo, es tal vez la otra, la poesía “multitudinaria”, lo más característico en el libro:

 

Vengan al alba amigos,

a estremecer sus labios y sus manos.

 

            Es una poesía que nace; la del mañana. Y nace, como el alba, indecisa y borrosa tal vez sea ésta otra de las razones de la obsesiva presencia del alba en el libro.

La materia prima de Efraín Huerta es siempre visual, táctil, auditiva. No habla con palabras, sino con imágenes, con cadenas de imágenes. Claro que esas imágenes son siempre grises, caliginosas. Mezcla —recurso tan favorecido ahora— las impresiones sensoriales más diversas; la oscuridad es dura; el ruido del alba es frío; se oye el ruido tímido o inmóvil de las estrellas, el murmullo del sudor en el cuerpo; el eco de una virginidad perdida; hay horas grises, blancas y amarillas, violetas ahogadas, manzanas soñolientas, camelias tristes, gladiolas fúnebres, uñas desveladas… Es la adjetivación que exige el “tono emocional” de su poesía. Rara vez hay un simple prurito de musicalidad. Como en estos versos:

 

gargantas amargas de madrugadas…;

 

a pausas de pureza pulsadora…;

 

o cuando habla del silencio “roto en rudas astillas musicales”…

 

            Le gustan, a veces, imágenes ligeras y hasta un poco irónicas: “Hay ausencia —dice— si una voz se enmohece al contacto del aire”. Los gatos son tigrillos por el día, serpientes en las noches, blandos peces al alba; los jardines de la ciudad son como axilas; las chimeneas, como enormes dedos llorando niebla; los templos, como viejos frutos alimento de ancianas; su ternura, como gallina idiota. Y luego su experiencia material de la muerte:

 

                        … morir es encontrarse

                        desnudo, derramado en un estío

                        de distancias y gritos y dulzuras…

 

            Como casi todos los poetas, también Efraín Huerta llega a hablar de su propia poesía; descubre su propio secreto: escribe su propia poética. El propósito de uno de los suplementos de Tierra Nueva fue precisamente espigar algunas “poéticas mexicanas modernas”; esas poéticas que, como dice José Luis Martínez, “poetizan sobre el asunto de la poesía”; ven “su universo poético —transcripción intencionada del mundo— a través de su sensibilidad poética, como si miraran el rostro velado de una mujer con ojos velados, como si hablaran de un sueño desde la baranda de otro sueño”.

 

            También Efraín Huerta nos descubre su poética, el sistema nervioso de su poesía. Como cuando habla de su cargamento de cinismo, o de su llanto imperfecto; su poesía es contradictoria, de niebla y besos… Soy —dice— una noche blanca moribunda, voz de encono y ruptura, voz de alba… Pero sobre todo en el “Poema del desprecio”:

 

                        Llegué a ofrecer mi sangre,

                        mi aguda sangre de loco minucioso,

                        por esta idea o hambre

                        tan sólo el alba y ciertas

                        verdades corroídas,

                        digo, convencionales hasta el asco,

                        podían redescubrirme

                        las virtudes más dulces…

 

            Efraín Huerta se nos presenta como el sumo pontífice de una secta de idólatras del alba. Se entrega la adoración de su diosa; pero, como los buenos adoradores, a veces blasfema de ella…



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