27 Nov 2024

14. POESÍA PERUANA. NILTON SANTIAGO

-12 Jul 2020
Poesía

 

PARA RETRASAR LOS RELOJES DE ARENA

 

Pronunciar tu nombre para que los bosques sueñen nuevas flores para celebrar la transparencia de las acacias en la sonrisa de las amas de casa, pronunciar tu nombre porque así los pobres corazones de los osos hormigueros abandonan las neveras de la tristeza para habitar la conciencia civil de los relámpagos, pronunciar tu nombre para mirar al cielo y reconocer a una pandilla de ángeles leyéndole el tarot al dios de las equivocaciones terrenales, pronunciar tu nombre para archivar los expedientes judiciales que suelen abrirse cuando los árboles no quieren ponerse de rodillas, pronunciar tu nombre para soñar el sueño que nos dice que la vida sería más posible si los gorriones escribiesen las editoriales de los periódicos, pronunciar tu nombre para que los alquimistas conviertan el pan en pan y el oro en la estrella que le reveló a Dédalo los planos del laberinto de la resistencia civil de los olvidados, pronunciar tu nombre porque así se llega antes al amanecer, pronunciar tu nombre para que la poesía descienda por la corbata del otoño y llene de canto los pulmones de los ruiseñores, pronunciar tu nombre para que los psiquiátricos sean la casa de la verdad, para que los magos dejen de cepillarse los dientes con el pensamiento de las mandrágoras y construyan en el bosque más casas de naipes para resistir al mal, pronunciar tu nombre para que la eternidad pueda ver con las gafas de lo efímero, pronunciar tu nombre para que las mariposas dejen de morder cuando les sonríen las orugas, para que los astros y los cometas y las supernovas y los accidentes celestes entren en tu bolsillo con la facilidad con la que un puercoespín se seca las lágrimas, pronunciar tu nombre para que la dignidad de los débiles sea el camino más corto entre dos obreros que, sin saberlo, llevan bajo el brazo el mismo bocadillo lleno de reproches y de recibos por pagar, pronunciar tu nombre para que los matemáticos retrasen los relojes de arena, para que los astrónomos puedan meter los bigotes en la leche del universo, para que los carpinteros paren de llorar en los aserraderos, pronunciar tu nombre para decirle buenos días al mendigo que, al llorar, acaba de regalarle su última pertenencia al amanecer, pronunciar tu nombre para que los chatarreros encuentren por fin la moneda con la que los ángeles pagan sus multas de tráfico, pronunciar tu nombre para que la libertad y la belleza y la dignidad se remanguen los pantalones y crucen las aguas cristalinas de todos los amaneceres para traernos a la cama un puñado de sueños recién horneados.

 

 

RÉQUIEM POR JOHN BERRYMAN

 

De pronto, John, a ti también se te ocurrió morir.

Según me contaron

te levantaste muy temprano y, aunque te sirvió de poco,

también despertaste a tu padre, el banquero,

como se despierta a la lluvia,

o el pesado tránsito entre el yo y la soledad de los pájaros.

 

Sí porque decías que los ángeles no eran de fiar

y que eran la burocracia del cielo,

pero que tu padre los conocía y que los había visto una vez

haciendo el trabajo sucio que todos sabíamos

que te pertenecía.

 

Creo que el amor que te tiene la lluvia,

es más fuerte que el amor que te tiene la muerte, John.

 

Quizás porque seas el único recuerdo

de cuando eras esa extraña agua de la que bebía la noche,

esas lágrimas metafísicas que los suicidas

abandonan en las sábanas

segundos antes de pasar

al otro lado de lo mejor de nuestra especie.

 

(Es cierto, llegábamos tarde a ponernos la tristeza

y, a pesar de todo, tu ausencia nos protegía

y también llegaba tarde a la urgencia del rocío,

no hablamos de sueños ni de Whitman

y menos de Robert Lowell

y jamás le tenías miedo a la pureza

de correr hasta al baño para pasar por el inodoro

ese sucio trapo mojado con mi sonrisa,

ahora que duermes con la lengua alrededor del cuello

y con la sangre dulcemente coagulada).

 

No, John, ya no soy ese remolino

que a veces aparece

y desaparece en el útero de mi madre.

 

Tampoco soy ese triste pájaro

que picotea sus heridas, sin tregua,

para que de ellas broten

los huevos de oro de los que todos naceremos.

 

Eres un pillo, ahora creo saber por qué llegabas tarde

cuando el sol te prometió su sonrisa

porque, según tú, no se puede devolver lo ya regalado

o porque a sí misma se basta la tristeza,

ahora que tengo ganas de estar triste

y ser ese tierno árbol blanco que ensucia la noche

y dejarme caer sobre tu cuerpo, como una estatua de sal

o como una lagartija que busca calentar su sangre.

 

Pero lo olvidaba, siempre llegabas tarde a los sueños

porque eras tú el que los dictabas,

pero lo más grave no es que los hicieras,

sino que aparecieses al día siguiente

y me hicieses pensar que aún estoy dormido

bajo la noche de un párpado de terciopelo,

para que sea otro el que se vea al espejo

(hay quién dice que los espejos son, en realidad, un párpado de Dios)

y volverte a esconder entre mis costillas

y correr hasta el baño

y rescatar mi sonrisa

y pasarla como una cucharada de noche que sabe a luz

y llegar de nuevo tarde a estar triste

y pasarme otra vez el cigarrillo encendido,

como si fuera la carne de una estrella,

para pronunciar tu nombre miles de veces

sin haberlo escuchado nunca

y todo se reduzca a ser una llamarada,

oh corazón de hojalata,

dentro del huevo de oro donde todos moriremos.

 

Ah, el banquero y el poeta,

los bien amados padre e hijo suicidados.

 

 

TAMBIÉN SE PAGAN IMPUESTOS EN EL CIELO

 

Acabo de abrir el periódico y me he dado de bruces

con la transparente mirada de Hopper.

Es como una luciérnaga de tinta que va limpiando

la oscuridad de las otras noticias

esas que dicen que el euro es una enfermedad incurable

o que Wikileaks ha vuelto a destapar a la banca y a la Iglesia,

sin embargo no es verdad que la soledad

haya pasado de moda en el corazón de los choferes de autobuses

o que el mayordomo del Papa haya leído a Pierre Unik

tampoco es verdad que Bernhard haya sido más bueno que el pan

o que Dostoyevski haya odiado los espaguetis a la boloñesa,

no sé por qué,

pero cuando pienso en Hopper,

pienso en el oscuro vuelo de las alondras en los cementerios para aviones

o en las paradas de autobuses atestadas de vendedores

y de obreros

estoy seguro de que tienen el hígado delgado,

como una hoja de afeitar

y que guardan sus recuerdos y varios puntapiés policiales

en sus pasaportes desechables.

(¿Habían escuchado que el cocodrilo “llora”

mientras devora a sus presas?).

 

Demonios, tengo un problema con los libros y con Hopper

no sé escribir este poema

y escribo sobre el mayordomo del Papa

y sobre los pájaros que vuelven a la aldea de tu mirada

escribo sobre obreros indocumentados

como si escribiera una receta médica,

es que tengo que decirlo

les dicen animales ilegales hasta en sus propios países,

países cuyos peces nadan a sus anchas

en nuestros limpios mercados europeos,

duermen en los parques

y también dentro de los cajeros automáticos

duermen y sueñan con un ojo abierto,

(como lo hacen los delfines)

y su corazón, ese triste músculo de azúcar,

tiene el peso exacto de la sonrisa de un suicida.

 

No escribas sobre esto —me dices— no hagas una metáfora

sobre nuestras sobremesas, pero no te hago caso,

aunque el sol caliente tu garganta,

aunque te marches de casa dando un gran portazo.

 

Ahora desde la ventana te veo cruzar la calle

y, aunque no lo creas, puedo ver tus labios mojando la lluvia

y el vidrio caliente de tus sueños en el tranvía

que te aleja de casa cada mañana.

 

 

HE IDO A BUSCARTE A LA ESTACIÓN DE SÃO BENTO, PERO NO HE LLEGADO A TU ENCUENTRO Y LLUEVE

 

Hacer versos malos depara más felicidad que leer los versos más bellos

H. HESSE

 

Si te sientes bien, no te preocupes, se te pasará.

 

Y más ahora que sabes que todo está perdido

y que los árboles han abandonado descalzos los bosques

y han huido de la misma manera

que un psicoanalista huye de un sueño que no le deja dormir.

Ahora que te has marchado,

el cielo ya no es lo que es, es decir,

una gran gotera en la cocina de Dios,

allí donde los aviones pasan estirando sus alas

como un polluelo de pingüino

que no tiene ni idea que jamás podrá volar.

 

La estación de trenes de São Bento ha perdido su sentido del humor.

He llegado aquí,

(porque a algún lugar hay que llegar cuando se huye)

para buscarte, pero sólo he encontrado un abrazo roto tuyo

sobre la máquina de “rayos X”

por la que pasaste mi corazón y tu equipaje,

las graves sílabas del amor que sólo fueron los restos del amor:

nuestras miradas en aquél bar del Cais da Ribeira

mientras esperabas que me tocase el pimiento picante

para estallar en risas.

 

Me acaba de cagar un pájaro sobre la chaqueta

que acabo de estrenar y es entonces cuando veo

que la estación de São Bento está llena de pájaros

que recogen, a migajas, la tristeza de los viajeros perdidos,

los restos de tu sombra cuando abrías la persiana

de aquel motel para mochileros en la que nos hospedamos

en la Rua das Flores, sucia

como la moneda que utilizó Maiakovski para telefonear al paraíso.

Ahora que ni siquiera nos hablamos,

el tiempo es una lágrima envuelta en papel aluminio,

un querer dejar de meter la pata

y meter la pata hasta la rodilla

una y otra vez. 

Según Muriel Rukeyser,

el universo está hecho de historias / no de átomos

así que sólo te escribía para contarte

que la toalla que usaste aquella mañana que nos conocimos 

aun lleva las huellas de amanecer

y creo que, por el bien de la luz,

debería ponerla de una vez por todas en la lavadora

para el próximo aterrizaje forzoso que, supongo,

no piensas hacer en casa.

 

Todas las despedidas deberían empezar por seguir a los árboles

que, descalzos, suben a los aviones de la soledad.

Pero no, de nada sirve porque en las guerras siempre mueren los mismos.

Aunque da igual,

según el proverbio,

una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja,

así que nada,

ahora que todo está perdido, sólo me queda decir:

poesía: apaga y vámonos.

 

 

Nilton Santiago nació en Lima, Perú, aunque reside en Barcelona hace varios años. En poesía ha publicado El libro de los espejos (II Premio Copé de la XI Bienal de Poesía, Lima 2003), La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad (Premio Internacional de Poesía Joven Fundación Centro de Poesía José Hierro, Madrid 2012), El equipaje del ángel (XXVII Premio Tiflos de Poesía, Visor Libros 2014), Las musas se han ido de copas (XV Premio Casa de América de Poesía Americana, Visor Libros 2015) y, finalmente, Historia universal del etcétera, con el que ha obtenido el Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro (Valparaíso Editores 2019). También autor del libro de crónicas Para retrasar los relojes de arena (Vallejo & Co., 2015), ha publicado las antologías A otro perro con este hueso (Casa de Poesía, Costa Rica 2016) y 24 horas en la vida de una libélula (Scalino, Sofía 2017).



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