CRÍMENES VÍRGENES
¿Por qué te presentas sin ruido?
OCTAVIO PAZ
En esas horas siguientes a la danza
(cuando la marea está aún alta)
y la cáscara que envuelve los perfiles manuscritos
va tomando posesión de un macilento zumo pardo
-un ser sin ruido me persigue
por todas las estancias—
agregando en cada ronda adjetivos al silencio.
Y va corriendo de puntillas para no ubicar su rastro,
como un gran inquisidor
que pasa en ruta hacia otras plazas
asperjando maldiciones, basiliscos y tormentas.
Me he puesto al oído del habla
cuando su sombra me espera
(en esa zona confusa entre lo dicho y lo hecho)
donde la luz polarizada atrae la magia sin sorpresa
y la duda —y su potencia— callan entretenidas.
Aún no he dado
con la fórmula de esos alfiles del tártago
que se desplazan oblicuos por los tableros del viento.
Solo una ambigua, vanidosa y sofocante luna esquiva
que cumple con su tarea de embalsamar el cuerpo.
La noche que me nutre del pan de cada día
trae consigo su propia superficie reflectora.
Pero es al sol a quien toca amanecer primero,
y cuando su luz se va adueñando
de todas las luciérnagas,
me secuestra los sentidos
divulgados al misterio.
¡Tantos ecos confusos, tantas cifras errantes,
que de largo sólo quedan asteriscos en sus letras!
Y me avergüenzo de esas liturgias
(en las que ni siquiera creo)
—el icono de la paloma
que se levanta sin alas,
o el espejo que encañona a una lágrima de cera,
o la cuchillada inseparable de esa caricia asesina,
que avanza (reculando) como fotografía sin foco—
sabiendo desde siempre que no hay rendición de oficio;
que una imagen hiela o quema, pero no garantiza el alivio;
que nadie sueña al despertar, dónde se acuestan los dioses
que se requiere de algo más que de deseo, para desear,
con la esperanza fundida
en una larga abreviatura.
Yo no sé,
si merecidamente, la noche me detesta
(por haber cedido a los sobornos imposibles de sus muros).
O si es la luna, en su rutina, quien se sigue equivocando
y me acosa como a un náufrago,
que va contracorriente.
MÚSICA PARA LAS FIERAS
Dichoso es el destino de la vestal sin culpas
Olvidada por el mundo del que ella se olvidó
Eterno resplandor de una mente sin recuerdos
Cada ruego ya cumplido, cada deseo ya perdido.
ALEXANDER POPE
I
De estas épocas apenas reveladas
se dirá que no había acuerdo entre nosotros, los insomnes.
Que cada quien vivía el pronóstico del día sobre la víspera;
que pasábamos de la noche al cuerpo, sin ser vistos;
que nos ganaba la costumbre de esperar la lejanía
y que flotábamos como objetos no asidos a la tierra
con el eterno resplandor de una mente sin recuerdos.
Se creerá que simulábamos fantásticas criaturas
navegando por imágenes de estuarios y ballenas.
Que propiciábamos demonios
que nos hacían perder el sueño
dando ascenso a las tertulias vagabundas de la aurora.
Y que no obstante despertábamos, de pie e hipnotizados
sin que nadie nos diera palmaditas en la frente;
recortando calendarios, papeles y fotografías
para poder saciar la sed que daba de beber
a nuestras lágrimas.
II
Pensarán que inventábamos países de juguetería
calcando en relieve mapas de territorios prohibidos.
Que redondeábamos los riscos de coral, los farallones
con crípticas arboladuras, por imposibles dominios.
Y se nos hará lucir las galas de los amantes vencidos
acusados de una suerte de incoherencia delictiva:
de hacernos guiños falsos en la paradoja del olvido
atrapando las caricias subitáneas del desvelo
que se caen de su estatura
y no se quiebran.
Y se hablará
de encantamientos: que hubo pacto, maleficio.
Que traíamos ya indispuestas las líneas de las manos
y una cartilla de deudas en expansión perpetua.
Que nos habíamos hecho prófugos
de nuestras pobres narrativas
fermentando como espuma la fatiga de los vientos.
Y que atrapados como estábamos
entre el río y su turbulencia
discurríamos hacia arriba, alrededor, sin punto fijo:
(como esas necias crónicas viajeras del paisaje
que se acercan por detrás huyendo de los riesgos).
III
Alguien dirá —seguramente—
que sólo una fatalidad redime a otra.
Que la función del olvido es diferir la sombra.
Provocar el sacrificio de la flor irremediable
sin cortar por propia mano los tendones de la tierra;
devolviendo a sus rutinas los sabores de la espera
en esa breve intensidad que paraliza el miedo:
como un perrito avergonzado
que rinde honores a destiempo
y que suspira de perfil
para no incordiar los ecos.
Hechos custodios
del verbo y cómplices de sus esquemas
se creerá que profanábamos los números del término.
Que le colgábamos adjetivos persistentes al silencio
en ansia de durar más de un momento.
Y que si a ratos
despegaban los columpios de la carne
(y nos daba por robar la claridad a los sabuesos)
le oponíamos las fragancias obsesivas del misterio
con la angustia bien ceñida a las costuras de la calle
para impedir que la humedad
se abriese paso sobre el verso.
(…)
V
La memoria es una lenta caravana de consignas.
Una mano extendida que separa las aguas.
Una trampilla de paso. Una ficción del cántaro.
Una caja de reliquias que sobrevive al cálculo.
Una opinión que afina la velocidad de la mirada.
Una noria que da vueltas undívaga y portátil.
Un barco que se desliza por un mar de abecedarios
sobre esa incertidumbre
fraticida del olvido
donde ya no coinciden ni los días ni las palabras;
y los sucesos se depuran de la sal en sus cornisas
y los héroes se desploman y caen sobre sus astas
tumbados a banderillazos o envejecidos de súbito.
De largo sopla el viento que convida a los halcones
brincando entre la espiga y la bulla sofocante;
sin planos, ni portulanos, ni folios, ni recetarios
desahogando los naufragios rescatados de las olas
que confunden la ilusión de cal y canto de las piedras
con la tibieza protectora de una lumbre bien servida
porque la piel de los verdugos no se quema.
Sencilla metalurgia del infierno:
martillar a yunque plano la fatiga de la carne
y herrar la fragua dócil que ya no tiene aliento.
UMBRAL DE LOS PERPLEJOS
No habrá nunca una puerta. Estás adentro.
BORGES
Estás en el umbral de la mansión
—y en todas partes—
así a tu alrededor, como en tu fuero interno.
No hay entradas ni salidas, ni siquiera senderos;
sólo un plano de trazos que simula lo undívago:
una escalera perpetua una fugaz clepsidra
una cámara doblada
y un molino del tiempo
una piedra angular en su clave de bóveda
y una rosa infinita, como es siempre la rosa.
La mansión te supone su hospedante y su huésped.
Te incorpora el pretexto y te consigna su entorno.
Puedes andar sus andaduras, transitar sus espejos
encartar cualquier estancia o quebrar sus geometrías.
En todo caso (a punto fijo) pulsarás sus resortes:
porque así como es arriba, así es abajo
y así como es afuera, así es adentro.
PASADIZO INALCANZABLE
Estrecho
corredor que me persigues
hombro con hombro, huyendo siempre.
Hábito de soledad, prisión perfecta
entre un muro de cristal
y otro de hierro.
Acecho
a pie ligero y sin embargo lento
recurrente, precisa, intransigente y plano:
fijo como la gota que cae
(que no se agota…)
y, que de tanto caer
abre una fosa.
PABELLÓN DE LA ROSA
A rose is a rose is a rose is a rose…
GERTRUDE STEIN
Detrás de todo resplandor está la rosa.
En una sombra fugaz, también lo está.
Moviéndose silenciosa, en la nostalgia, está la rosa,
y está en el fondo del mar y en las promesas.
Hay una rosa invisible dando la vuelta al viento
y una rosa atrevida por cada robo de un beso.
Hay una rosa desnuda, en la noche, bailando,
y una nube de rosas cuando cae el aguacero.
Rosas hay en que son santuarios de sombras peregrinas.
Rosas hay que abren sus párpados en lo infinito de un sueño.
Rosas ha de haber eternas bajo un balcón que espera
y no han de faltar rosas a aquellos que nos dejan.
Una rosa es ya cristal si la traen los recuerdos
pero es rosa primordial si se la pinta al lienzo.
Y es que el arte en su mensura
es una fuerza de rosas y no hay rosa imposible
cuando se escribe un poema.
Hay rosas impasibles, tutelares, lisonjeras
(O rosas abismales, como esa de la guerra).
Hay rosas que son números y rosas que son letras
porque la rosa es la rosa es la rosa… es la rosa.
PENSAR DESDE LA NADA
Le cedo
la mirada a la palabra
—en el doble sentido de la voz y el término—
y me doy al ejercicio de pensar desde la nada
mientras la madrugada toma la forma
de una larga playa oscura
que desafía las advertencias
de la claridad que avanza.
Le cedo
la palabra a la mirada
—allí donde la uña aún no sale del zarpazo—
la luz no florecida sigue esperando el gesto
en lo que va del titubeo
al salto inevitable.
HÁBITOS DE PIEL
Si alguna vez acabo de caer en mí
—y si esta luna que me agota todavía me sostiene—
dejaré de cabalgar como acróbata a destiempo
derivando hacia otro mar con mis pliegos y cazuelas.
Y si esa voz que no se aquieta
aunque yo me quede inmóvil,
persiste en ofrecerme en trasgresión, sin argumentos,
limpiaré mis anaqueles de anfisbenas y oropéndolas
y declararé mi fe en la ciencia infalible y viceversa.
Y allá, del otro lado
(si el aliento aún me dura)
continuaré con la leyenda de mi terca epifanía:
errática, trasunta, solitaria, tortuosa...
maquillada astutamente por la cólera del viento
porque hay hábitos de piel que nunca mueren.
Giovanna Benedetti nació en la Ciudad de Panamá, República de Panamá. Poeta, narradora y ensayista Es doctora en derecho, con especializaciones en Derecho de Autor y Derecho de la Cultura y miembro correspondiente de la Academia Panameña de la Lengua. Ha obtenido, en seis ocasiones, el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró (máximo galardón literario de Panamá), por su obra narrativa, poética y ensayística. Es, además, Premio Internacional de Periodismo José Marti, 1992 (La Habana, Cuba). Ha publicado, entre otras obras: La lluvia sobre el fuego (cuentos, 1982); El sótano dos de la cultura (ensayos, 1985); Entonces, ahora y luego (poemario, 1992); Entrada abierta a la mansión cerrada (poemario, 2006); Música para las fieras (poemario, 2016); Vértigo de malabares (cuentos, 2017); Después de los objetos (poesía reunida, 2018-19). Reside desde hace más de una década en San Lorenzo de El Escorial, Madrid, España.