ORCHHA
A Santiago Gamboa
Escucha viajero cómo resuena
la noche en la oculta ciudad
de Orchha. Las cigarras y los jazmines
giran en el aire igual que los tambores
veloces y las ligeras voces lejanas.
Ya cuentas con los dedos de las manos
las horas que te quedan en la India
y después de todo lo que has visto
y que jamás podrás enumerar
sin que te falte la respiración,
sólo te resta detenerte un momento
para empezar a agradecerle a esta tierra
todo lo que te ha ofrecido en abundancia.
Agradécele entonces,
si puedes con hermosas palabras, el tácito fulgor
de su luna y sus diamantes en el agua, su generosidad
por haberte permitido ver tantos templos,
tantas águilas tenues sobrevolando las cúpulas
de los palacios, el firme terracota de sus fuertes
y la frescura de los mármoles blancos
para el pie descalzo del peregrino.
El viajero que se ha detenido en la oculta ciudad
de Orchha debe escribir un poema
en el aire por todo lo cumplido,
porque le ha llegado el momento de cerrar los ojos
y soñar hacia adentro donde en un pozo profundo
irán cayendo como monedas de plata
esa multitud de imágenes que más tarde serán
la imagen imborrable de su propia vida,
el dibujo certero que ya nadie
podrá quitarle, por más que la muerte
o el olvido se la quiera arrebatar.
Antes de que empieces a saber
que todo viaje es una suma de asombros
y renuncias que van dejando su ceniza en los dedos
y un polvo dorado en la memoria,
escucha detrás de las celosías
a las cigarras susurrar entre jazmines.
Entonces
vacía tus bolsillos en las estrechas calles
de Orchha en esta, tu última noche
en la India, y baja al amanecer hasta la orilla
del río Betwa y despídete de los palacios
que apenas surgen en la niebla como envueltos
por el vaho de un dios,
con sus chattris en lo alto que parecen campanas
que pronto resonarán con el primer rayo de luz.
Los pasos que de ahora en adelante
des por el mundo llevarán a donde vayas
este encantamiento, porque quien una vez ha sido
deslumbrado por la belleza será para siempre
el más fiel y devoto de sus emisarios.
ES OTRA VEZ OCTUBRE
Es otra vez octubre y mi memoria
se abre al recuerdo para encontrar
ese hilo de luz remota que me lleve a esas ciudades
de la India y su cautela a la entrada
de los templos, con los pies descalzos, dejando atrás
ese polvo amarillo de sus carreteras
interminables y suicidas.
Allí estuve y sin embargo tan lejos está
ese pasado mes de octubre. El recuerdo exige
una ceremonia solitaria para lograr cierta exactitud,
para tocar ese punto cardinal
y respirar en el aire esos jazmines
que me devuelven hasta allí,
sin vanas nostalgias ni engañosos espejismos.
Si lo que fuimos es lo que somos
y si lo que nos sucede hoy será lo que seremos,
entonces le pido a las palabras que sean
sólo presente constante, transparencia pura
y encarnación de ese octubre
de hace tan solo un año, para no separarme
jamás de la penumbra de ese atardecer donde el canto
de los pavorreales entre los árboles
retumbaba en medio de los templos destruidos
mientras la luna como un metal reciente,
sin labrar aún, anunciaba desde lo alto la llegada
de la primera noche del primer día de la creación.
CEREZAS & GRANIZO
A María Baranda
Todo sucedió en la primera semana de marzo
cuando por fin cayeron las cerezas.
Y no cayeron por maduras, por redondas, por rotundas,
cayeron por culpa del granizo y su inexplicable cólera.
Después de la tormenta, sobre la compacta blancura del parque,
empezaron a brotar, aquí y allá,
mínimas manchas de color púrpura,
como si fuera el vestido nupcial de una novia apuñalada.
Fue tanta la prohibición de febrero y la excesiva codicia
entre las altas ramas las que provocaron esa avalancha de niños
a quienes no les importó cortarse los labios con esa nieve de vidrio
con tal de poder reventar su piel entre los dientes.
Cuando pasados los años alguien les pregunte
por el definitivo sabor que los devuelve a la infancia,
no dudarán en decir que el sabor de las cerezas,
el sabor a venganza que tenían esas cerezas heladas,
y enseguida añadirán que todo sucedió un lejano marzo,
en su primera semana, después de una tormenta,
cuando el granizo del parque se fue tiñendo de rojo,
como después su vaho, como las puntas de sus dedos,
como también su memoria, desangrándose, ahora al recordarlo.
SERÁN TU ESPEJO
Toda ventana que te contenga
debes guardarla con cuidado.
Recuerda su exacta longitud,
la distancia que la separaba del piso,
la cortina, la manera de estremecerse
cuando alguien la golpeaba suavemente
con un eucalipto.
Precisa si al frente se hallaba otra ventana,
un árbol velado, una ciudad de ansiosas avenidas
serpenteantes, un patio oscuro
sometido por varios tubos inválidos.
Nunca las olvides. Si puedes
pasa al frente de cada una de ellas
para que siempre te reconozcan,
para que nunca te declaren su enemigo,
para que te devuelvan un poco de su lejana transparencia.
LA CIUDAD DE LOS PUENTES AMARILLOS
Cuando llegas a tu casa por la noche
tienes por costumbre buscar esas monedas
que se han ido acumulando al fondo de los bolsillos
para armar con ellas mínimas torres
o altas columnas, según el día.
Quien desde la ventana de enfrente te vea
podría decir que pareces un mendigo
o un vulgar avaro que reúne con codicia
sus posesiones, aunque este no sea tu caso
y aunque a primera vista lo parezca.
Pero esas monedas de distintos tamaños y variadas
denominaciones son restos, gastados
testimonios que entregas y recibes diariamente,
y sin que tú mismo lo sepas alguien los va anotando
en su enorme libro de contabilidad,
para saber exactamente el precio que pagas
por cruzar esa ciudad de los puentes amarillos.
LOS OJOS SUICIDAS
Un salto y sería la muerte.
CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE
Un balcón con vistas a cualquier
parte, un inocente cuchillo
guardado en el cajón de la cocina,
una plácida almohada de plumas,
una avenida por donde pasan
carros a gran velocidad
y buses de vez en cuando.
O también
el fuego de la estufa,
el amplio ventanal de un cuarto piso,
esa corbata verde que cuelga al fondo
del armario, una vacía botella de cerveza,
una medicina con fecha de vencimiento
caducada.
Es suficiente un mínimo desajuste,
un mal día, la noticia de una enfermedad
terminal, un adiós definitivo, unas cuentas
imposibles de pagar,
para que todo lo que nos rodea
cambie de signo y nos señale
su parte oscura, nos muestre su porción peligrosa,
para que veamos el revés del ángel,
en su caída, para que a nuestro alrededor
todo se convierta en una invitación al exterminio.
Unas tijeras, un par de cordones,
un interruptor, un cilindro de gas,
una bolsa plástica del supermercado,
un martillo.
Y así sucesivamente.
La lista es interminable
para los ojos suicidas.
LAS MUERTES
A los dieciséis años
uno de mis mejores amigos del colegio
se pegó un tiro en la cabeza
por una decepción amorosa.
A los treinta y nueve
mi más admirado profesor de literatura
murió de hipotermia en un río,
por salvar a su perro que se ahogaba
bajo una engañosa capa de hielo.
A los cuarenta y cuatro
un poeta norteamericano que acababa
de conocer desapareció para siempre
en una remota isla al sur del Japón
por ver de cerca la boca de un volcán.
Muchos dirán con sangre fría
que la impaciencia del primero,
la extrema confianza del segundo
o el imprudente proceder
del tercero, fueron la causa determinante,
como si su explicación pudiera alterar
los resultados.
A lo largo de la vida
uno va acumulando muertes
y se empieza a pensar sin quererlo
en cuál de esas será la suya,
si será por amor, Sergio, por lealtad,
Eduardo, o por valentía,
Craig.
Ramón Cote Baraibar. (Colombia, 1963). Historiador del arte de la Universidad Complutense de Madrid y escritor. Ha publicado los libros de poesía Poemas para una fosa común (1984), Informe sobre el estado de los trenes en la antigua estación de delicias (1991), El confuso trazado de las fundaciones (1992), Botella papel (1999) Colección privada (2003), III premio de poesía de la Casa de América, No todo es tuyo, Olvido, antología (2007) Los fuegos obligados (2009), XXXIII premio de poesía UNICAJA, Como quien dice adiós a lo perdido (2014), Hábito del tiempo, antología (2015), y Milagros comunes, antología (2019). Además, es autor de la antología de joven poesía latinoamericana Diez de ultramar (1992), de la Antología esencial de la poesía colombiana (2006), de la Antología de la poesía contemporánea colombiana (2017), de los libros de cuentos Páginas de enmedio (2002) y Tres pisos más arriba (2009). Así mismo es autor de tres libros de cuentos infantiles: Feliza y el elefante, El Gato izquierdo y Magola contra la ley de la gravedad. Ha escrito variados artículos sobre arte, y publicado dos libros en esta área: Goya. El pincel de la sombra (2005) y Freda Sargent (2019), en colaboración con Cecilia Fajardo Hill.