ENCANTOS[1]
¿Cómo mirar los encantos
de un barrio, cercado por un viento frío
que cala los huesos hasta morderlos
sin piedad?
Y, allá lejos, los vientos tibios de las islas
bailando, en su perenne suavidad,
entre los barcos y las ensenadas
de un archipiélago, clavado en la memoria.
En casa de Flore Zéphir
212 Park de Ville Drive
Columbia, MO 65203-0010
[1] Estos versos fueron escritos en casa de Flore Zéphir el miércoles 9 de marzo de 2016, en la ciudad de Columbia, Missouri, en donde impartía clases como profesora invitada de su Facultad. Su madre, con quien hablé bastante en francés, la visitó durante esa estancia mía y compartimos algunos ratos. A resultas de una intervención quirúrgica repentina, Mme. Flore Zéphir falleció durante un día del mes de diciembre de 2017. La oración fúnebre fue pronunciada por su colega y amiga, la profesora Juanamaría Cordones-Cook, del claustro de esa Facultad.
UN PRÍNCIPE NEGRO PARA GEORGE FLOYD
Aunque su sueño era lanzarte al Mississippi,
aquel caníbal de uniforme opaco
ha quemado en silencio su rodilla
sobre tu cuello inerte.
El humo de tu carne va subiendo hasta el cielo mojado.
Saltando entre las flores, el aire de tus bronquios
persigue su fantasma hasta morder
el colmillo sangriento del caníbal.
Y tú alientas, indómito, sobre el asfalto húmedo,
bajo la sombra quieta de un manzano
en Minneapolis,
donde colocaremos, para ti,
este brillante, este limpio
príncipe negro nuestro,
a tu memoria.
Cerro, 4 de junio, 2020
OYÁ
Cuando el viento atraviesa con furia los cementerios, bajo un sol implacable o una lluvia tranquila, estamos en el reino de Oyá, uno de los orishas más respetados y temidos de la mitología afrocubana. Su sola presencia indica un innegable tránsito entre dos mundos: el de la tierra y el del cielo. Ella los junta y, por eso, consiguió relacionarlos y ponerlos a vivir como un matrimonio ejemplar, de esos que llegan a sus bodas de oro por decisión propia.
Oyá sacude al viento en cualquier estación y levanta, en el viento, su inconfundible iruque como señal de paz. Gane o pierda la batalla, Oyá apuesta por su paisaje natural —formado por tumbas irregulares, blancas o grises, o sin color apenas— poblado por muertos, cruces, epitafios, bóvedas y sus correspondientes habitantes, es decir, espíritus recién llegados sin identidad todavía o seres transitando campeando los aires de la noche que es la hora favorita de la diosa.
Los viejos guardieros de los ingenios, en la quietud de los cañaverales, hablaban entre sí, en voz baja, de los egguns viajando por los aires, en silencio, mientras deambulaban por valles y montañas y arroyos sin nombre y, sobre todo, sin permiso de Oyá que se hacía de la vista gorda con el fin de ampararlos de cualquier peligro en acecho, de cualquier injusticia, concediéndoles un espacio entre los vivos y un bestiario inclasificable.
Ese reino de Oyá desde hace años se encuentra, porque allí respira, en numerosos óleos y esculturas realizados por Manuel Mendive gracias a quien conocí fuentes de sus sabias acciones. Su presencia sobrevolaba los cielos, o la tierra firme de las profundidades. En alguna esquina de la composición, asoma su hocico Ikú, traviesa, comiendo de la mano de su reina: Oyá. Entonces el espectador queda atrapado en el misterioso encanto de la muerte. Como faunos del cielo, brotando de una música rara, los egguns han bailado una danza sin par entre las hojas volanderas y la armonía de los aires, otra vez, alrededor del cementerio chino que el ojo del pintor contempla.
El Cerro, 12 de septiembre, 2018
ANA MENDIETA
Ana era frágil como el relámpago en los cielos.
Era la muchacha más frágil de Manhattan,
iluminada siempre por las lluvias de otoño,
calcinada su historia en las más tristes celosías.
Desde un balcón, Ana abría las ventanas
para asomarse a ver la multitud pasar.
Eran siluetas como de arena y barro
caminando sobre sus pies. Eran siluetas
como un ejército de hormigas silenciosas,
dispersas en el viento perenne de Cuaresma
o en una madriguera de cristal.
Ana adoraba esas figuraciones
porque le traían remembranzas,
viejas, sonoras, dulces remembranzas
de cierto callejón del Sur, en el Vedado.
Ana, lanzada al vacío.
Ana nuestra de la desesperanza,
esculpida tú misma en el cemento hostil de Broadway.
Un desierto, como el desierto
que encontraste en los orfelinatos,
un desierto amarillo y gris te alcanza
y te sujeta por los aires.
Bajo el balcón de Ana, pasan los trenes apurados
como pasaba el agua por las acequias de otro tiempo
atravesando aquel pueblito extraño
de los álamos verdes y el farol encendido.
Sobre el balcón de Ana, de noble vocación habanera,
vuelan las mariposas tutelares,
vuelan las simples golondrinas que emigran
como es usual, como se sabe, como es costumbre
en las vastas ciudades enardecidas de confort y de espanto.
Ana, una golondrina está revoloteando sobre tu pelo negro
y el candor de ese vuelo presagiaba tu muerte
Ana.
Una golondrina de arena y barro.
Ana.
Una golondrina de agua.
Ana.
Una golondrina de fuego.
Ana
Una golondrina y un jazmín.
Una golondrina que creó el más lento de los veranos.
Una golondrina que surca el cielo de Manhattan
hacia un Norte ficticio que no alcanzamos a vislumbrar,
o a imaginar, más al Norte aún de tantas vanas ilusiones.
Ana, frágil como esas crucecitas vivas
que anidan en la cúpula de algunas iglesias medievales.
Ana, lanzada a la intemperie de Iowa, otra vez.
Una llovizna negra cae sobre tu silueta.
Tus siluetas dormidas nos acunan
como diosas supremas de la desigualdad,
como diosas supremas de los nuevos peregrinos occidentales.
Ana sencilla. Ana vivaz.
Ana con su mano encantada de huérfana.
Ana durmiente. Ana orfebre.
Ana, frágil como una cáscara de huevo
esparcida sobre las raíces enormes de una ceiba cubana
de hojas oscuras, espesamente verdes.
Ana, lanzada al vacío.
Ana, como un papalote planeando
sobre los techos rojos de las casonas del Cerro antiguo.
Ana, qué colores tan radiantes veo
y cómo se parecen a ciertos cuadros de Chagall
que te gustaba perseguir por cualquier galería
de la Tierra.
Tus siluetas, adormecidas,
van empinando el papalote multicolor
que huye de Iowa bordeando los cipreses indígenas
y va a posarse sobre las nubes ciertas
de las montañas de Jaruco en cuya tierra húmeda
has vuelto a renacer envuelta en un musgo celeste
que domina la roca y las cuevas del lugar
que es tuyo como nunca.
De Paisaje célebre, 1993
ALBERTO LESCAY
El escultor Alberto Lescay es el príncipe de los monumentos en aquellas ciudades de Cuba que son un espejo de su alma: Santiago de Cuba y La Habana han atesorado esa tenaz pero silenciosa faena suya de perpetuar momentos legendarios de nuestra historia insular a través de dos siglos. Su mano es un cincel o una herramienta para lograr el perfil, a través de uno, de todos los cimarrones que, al decir de Alejo Carpentier, fueron los que nos inculcaron el amor por la independencia, natural y política a la vez, dispuesta a compartir la aventura de las plazas y, claro, las montañas. Los monumentos más hermosos de su autoría se instalan frente a las montañas también azules que conducen a la Sierra y a sus epopeyas del siglo XX, cuyo aliento todavía nos sostienen.
No puede caber la menor de las dudas: Lescay es un iluminado cuando atrapa la luz necesaria para revelar el perfil espartano de Doña Mariana Grajales, alta, invencible, porque es ella la gran madre de la patria antillana. Su coraje borda toda la estatura que mecen las hierbas en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago, donde también reposan los restos del apóstol y poeta José Martí quien naciera en La Habana Vieja un 28 de enero de 1953. El monumento a Antonio Maceo, puesto en el corazón de Santiago, expresa mediante la energía de sus machetes, el esplendor de una libertad, la de la Isla, conquistada con ellos, para siempre, en un acto físico y moral irreversible.
El arte de Lescay, en su don natural y diverso, se vuelve intransferible porque encierra en sus moldes elementos de otras artes como lo son las aplicadas, o las técnicas más modernas de la pintura de caballete o de instalación. Por otra parte, su expresión se complementa cuando cultiva, de modo ejemplar, otros modos de la pintura y, a su vez, irradia una belleza indescriptible que ha ido nutriéndose de cuanto hallazgo hayan alcanzado las expresiones vanguardistas o, como decimos hoy, las que han dado nacimiento a una modernidad siempre con el ojo atento a los valores de una identidad tan plural, tan diversa, como la cubana. Lescay es cubano y, por eso mismo, santiaguero, habanero y caribeño hasta los tuétanos.
Si hay una obra suya que así lo demuestra es El vuelo de Lam, enclavada en el centro de un parque espectacular del Vedado habanero, un verdadero tributo a la memoria del gran pintor cubano Wifredo Lam (1902-1982) quien naciera en Sagua La Grande, diminuta ciudad del sur de la Isla y muriera en París partícipe apasionado del mito que nunca deja de ser la Ciudad Luz para el hemisferio occidental.
Como afirmara el narrador haitiano Lyonel Trouillot (1956): “Tengo que gritar que todas las tierras valen, que debajo de cada puente corre su Sena, que ninguna geografía es más humana que otra”. La modernidad de las vanguardias entró por sus poros como quien escucha caer la lluvia tropical de los veranos. La formación académica de Lescay no se convirtió en un frío lenguaje de creación sino en un grito, en un canto a las Islas, en una espuma de mar, cubriéndolo todo, en su vaivén infinito. Contemplar una obra realizada por su oficio y su talento es una experiencia de maravilla porque nos brinda su aliento “con una calidad de rosa recién creada, de milagro, llega a producir un entusiasmo casi religioso”, como lo advirtiera el genial andaluz Federico García Lorca (1898-1936)[2] en su teoría del duende, concebida a su paso por La Habana, en 1930.
Ya sean un ave, unos hierros, unas piedras silvestres; o bien el recuerdo de un gesto heroico de sus antepasados, de un emblema nacional; o, tal vez, la quintaesencia de otro artista contemporáneo como es Juan Roberto Diago, la verdad es que el arte único de Alberto Lescay se mueve, casi inmortal, hacia el futuro de Cuba y el mundo. Ojalá que podamos disfrutarlo, sin tregua, en su impresionante plenitud, en su cambiante y dinámico fulgor.
[2] Ver Federico García Lorca: Conferencias y charlas. Pról. de José Lezama Lima. Ilus. del autor. La Habana, ed. Consejo Nacional de Cultura / Ministerio de Educación, 1961. [Sin paginar]
Nancy Morejón (La Habana, Cuba, l944), una de las voces más relevantes de la poesía cubana actual y quien ha recibido importantes reconocimientos dentro y fuera de América. Traductora y ensayista. Directora de la Academia Cubana de la Lengua entre 2012 y 2016. Fue Presidenta de la Asociación de Escritores de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), además de asesora de la Casa de las Américas. Publicó su primer libro Mutismos en l962. Su obra poética incluye más de veinte títulos entre los que se destacan: Where the Island Sleeps Like Wing (antología bilingüe, l985); Piedra pulida (l986); Botella al mar (antología, l997), Richard trajo su flauta y otros poemas (2000), seleccionada y prologada por Mario Benedetti para la editorial Visor, de Madrid. También Cuerda veloz (2002), Looking Within / Mirar adentro (2003), de la Universidad de Wayne State, de Detroit, así como Antología poética (1962-2000), publicada por Monteávila de Caracas (2006) o Carbones silvestres en el 2006, año en que le fuera dedicada la XV Feria Internacional del Libro de La Habana junto a Ángel Augier. A Piedra pulida, Elogio y paisaje y La Quinta de los Molinos les fue otorgado el Premio de la Crítica en l986, l997 y 2000, respectivamente. En 2010 publicó Persona (antología) y Peñalver 51. Premio Nacional de Literatura 200l. La Universidad de Nueva York le confirió el Premio de Poesía Contemporánea por el conjunto de su obra en el 2004. En agosto de 2006, durante la VL edición del Festival Noches de Poesía, recibió el Premio Corona de Oro de Struga 2006 de Macedonia. En mayo de 2007, en el marco del XII Festival Internacional de Poesía de La Habana, recibió el Premio Rafael Alberti. A lo largo de su carrera profesional ha recibido innumerables premios y condecoraciones, nacionales y extranjeros, entre los que figura la Insignia de Oficial de la Orden al Mérito de la República de Francia. En 2009 la Universidad Cergy-Pontoise de París le otorgó el doctorado honoris causa. La Fundación Salamanca Ciudad de Cultura y Saberes ha recogido buena parte de su obra poética en la antología ‘El huerto magnífico de todos’, a cargo de Alfredo Pérez Alencart. Dicha antología correspondió al XI Encuentro de Poetas Iberoamericanos, celebrado en octubre de 2008 y dedicado a Cuba y a la poesía de Nancy Morejón.