Por Kenia Cano
¿Podemos imaginar la línea poética como un camino? ¿El verso como una calle para ser transitada? ¿Acaso una brecha que da sentido a nuestro tránsito? La calle tan simple, tan diaria, nuestra, sobre todo aquella que se recorre con atención, con una entrega pausada y plena. En el poema “Calzada de los Reyes”, Ibán de León escribe: “Quisiera detenerme a mirar por un instante. / Detenerme a mirar como ese perro echado bajo el puente. / Detenerme a esta hora de la tarde. /Detenerme nomás por decir sí aquí el silencio no es tal/ nunca el silencio”.
¿Por qué abrir el libro con una sección intitulada Calle y cerrarlo con otra que también se llama así? Entre ambas queda el Cuerpo anochecido. Veredas oscurecidas que presentan el mapa trazado por la muerte y el dolor. ¿Acaso no son los golpes… esos como del odio de dios, de los que hablara Vallejo, los que van formando el cuerpo poético? ¿Podríamos hablar de una génesis del poeta? Hechos dolorosos que marcan vórtices creativos capaces de generar un remolino constante de imágenes. Quizá más bien se trate de la necesidad de sublimarlos a través del canto. Cantar hasta que las cosas tomen un tamaño más proporcionado y ubiquen su temido lugar en la belleza: oscura y radiante a la vez. La tensión de lo herido y lo que sana en un mismo espacio. El poeta, de verdad, no canta sólo para denunciar o multiplicar el horror; el poeta nombra el peso de aquello que ve para encontrar ligereza, otra posibilidad de andar modestamente. Los diarios repiten la desgracia, los noticieros; el poeta, en cambio, modifica la materia, la acentúa y armoniza para la emergencia de calles no amables, pero sí amadas: “Me he sentado en la piedra de este día/ para observar la edad de los que cantan”
Josu Landa, en su ensayo Aproximaciones al verso libre en español, nos recuerda que: “la noción del verso proviene de la imagen griega de la línea que trazan los bueyes para arar la tierra y de las vueltas que deben dar para realizar bien esa faena: boustrophedon […] surcar y dar la vuelta: se debe tener en cuenta ambos actos. El surco abierto en la tierra por el arado, formando una línea continua pero plegada al máximo, desde un extremo de la parcela al otro”.
En esta ciudad que crea Ibán de León hay atardeceres, terrenos baldíos, “preguntas ciegas para los que no duermen”, toda clase de árboles y hierbas, casas a las cuales llegar para compartir el pan y la mudez de los libros. Siempre se hace patente el recorrido, podemos ir siguiendo los pasos de la voz poética y dar la vuelta en cada asunto que se contempla: “Y suenan tus palabras como tarde de mayo, / como cálida yedra invadiendo las grietas/ de un adobe empotrado en esta página”. Ibán de León explora las mismas calles simbólicas una y otra vez, reales o insertas en su memoria, su mirada siempre procura ensancharlas, darles sentido a través de ese giro continuo de la imaginación.
Calles largas como la que se lee en el poema “Isla de la desesperación”: “Un brillo que no incendie mis papeles, mi sed fuera del hambre”. Podría decirse incluso que la calle ora, pide algo que sin duda le será concedido. Otra oración expandida gracias al oficio: “Y he contemplado el sol sobre las rocas iluminando un algo que es muy vivo” (“Mar del Norte”). La caminata está custodiada por poetas queridos de la tradición hispanoamericana, voces que surgen por necesidad, nunca por adorno; podemos escuchar los pasos de un joven Ramón López Velarde, y a su Sangre devota, su fervor por la poesía, la forma de adjetivar a las muchachas tristes que no están o que se fueron: “en alas oscuras de la racha cortante/ me das, al mismo tiempo una pena y un goce” (“Tinieblas húmedas”). O las huellas en penumbra de los Heraldos Negros de Vallejo, que se imprimen sin duda en este libro: “Y si hay algo quebrado en esta tarde, / y que baja y que cruje, / son dos viejos caminos blancos, curvos. / Por ellos va mi corazón a pie”.
El poeta es el caminante; sus pasos la escritura; la ciudad que recorre el sentido de la existencia. “Camino, luego existo”. Muchos autores han alabado el hecho de andar a pie, incluso lo consideran una disciplina difícil de conquistar. Recordemos el bellísimo libro que publica la UNAM bajo el título El arte de caminar, con ensayos de William Hazlitt y Robert Louis Stevenson.
Hay en el acto de caminar y de escribir una comunión espiritual. Caminar es una forma de peregrinar, ahondar en nuestra meditación. Hazlitt, prefiere caminar solo para volver a casa en la noche y pensar; Stevenson, prefiere detenerse ensimismado donde se le dé la gana para contemplar y quedar absorto; Ibán de León, además de ambas cosas, se atreve a ver lo incómodo: “escucho cómo sueña el agua entre la mugre: / algo se pudre lejos y se aleja, / algo se pudre adentro, también, de mi memoria […]”
La caminata de Hazlitt es más idílica, diríase que un tanto bucólica, puede escribir por ejemplo: “el alma de una caminata es la libertad, la libertad perfecta de pensar […] caminamos principalmente para sentirnos libres”. Quien conoce la situación actual de México sabe que salir a caminar confronta el miedo. Alguien que no está dispuesto por nada del mundo a perder su derecho de tránsito. Andar para volver al silencio elocuente, esto sí que lo comparte Ibán de León, podría quizás decir junto con Hazlitt: “Mi silencio es ese silencio no alterado del corazón, único, que es la elocuencia perfecta”. Antes de alcanzar el silencio, nuestro poeta conversa también con la naturaleza, pero de forma más cruda, bañada por una constante sombra: “Guayabas confundidas pudriendo su ropaje/ en la estela del musgo, / estos pasos sin nombre que se alejan/ hasta volverse brizna encima de los árboles”.
La caminata es un motivo más para despertar, conmina a un estado de vigilia permanente. Insomne, el poeta inicia la marcha. Despierta con su palabra y se adueña de aquello que aprecia, aprehende cada paisaje y deviene el verdadero peatón del mundo: “porque los que no duermen tienen miedo del día. / Y si asoman su rostro a la intemperie/ es para concebir que están despiertos”. Calles del Cuerpo Anochecido ofrece una mirada crítica, se mofa del capitalismo absurdo que cree poseerlo todo, cuando la única posesión posible es la contemplación: “Soy dueño, propietario de este rumbo, / caminante a la buena/ de banquetas que no están en su sitio”. Pues como escribiera Hazlitt: “tener que desenredar a cada paso este misterio de nuestro ser y hacer que otros tomen igual interés en él […] es una tarea para la cual pocos son competentes”.
También encontramos calles circulares, redondas y bellas como el poema “Anfibios”. Toda una caminata puntual con el lenguaje. Un poema que transita en varios tiempos simultáneos, presentando un misterio doloroso. Entre la infancia descuidada y un ahora anochecido, el lector camina hacia un destino bello y desgraciado. La belleza de lo bien hilvanado hace que un niño ahogado lo sea, pero también “un lenguaje aprendido, recién bajo las aguas”. Camina el niño tras los sapos y camina también ese cortejo triste; caminan nuestros ojos sobre la página que se abre como un pozo: “Arriba el ataúd en unos hombros avanza, avanza hasta la esquina/ Gente va despacio y se pierde al fondo de la calle”.
En el fondo, Ibán de Léon camina en espirales, testigo de su propia historia, para con sus pasos y palabras abrazarla, comprenderla quizá. Una calle redonda que vuelve al origen para reverberar siempre en un oscuro resplandor. Cualquier accidentado caminar se convierte en ronda sublimada. El poeta pule con su aliento la historia una y otra vez. Aunque quizá lo único posible de pulir sea nuestra hondura: “Caminas por ahí, un paso y encuentras que la tierra se ha vuelto más profunda”.
Kenia Cano nació en la Ciudad de México en 1972 y actualmente radica en Cuernavaca. Algunos de sus libros de poemas son Acantilado (Fondo Editorial Morelos, 2000), Oración de Pájaros (Fondo Editorial Morelos, 2005), poesía y pintura de la autora, Las Aves de Este Día (Lunarena, 2009) Premio Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer, y Autorretrato con Animales (Fondo Editorial Morelos, 2013). Entre sus libros de artista, donde se combinan lo visual y lo textual, se encuentra Imágenes para la boca inquieta de mi padre (Astrolabio, 2016). Forma parte de varias antologías nacionales y recientemente publicó en Colombia en la colección Doble Fondo, dirigida por Juan Manuel Roca, Retrato de caza casa. Poemas suyos han sido traducidos al francés, al inglés y al rumano. Ha expuesto obra pictórica en México, Francia y Estados Unidos. Imparte Talleres de Poesía en la Escuela de Escritores Ricardo Garibay y talleres de correspondencia entre las artes en el Centro Morelense de las Artes. Becaria del Sistema Nacional de Creadores de Conaculta. Ha participado en varios festivales nacionales e internacionales de poesía, dando talleres y lecturas públicas. Sus libros más recientes son Un Animal para los Ojos (2016) publicado por Monte Carmelo y la Universidad Autónoma de Querétaro y Diario de Poemas Incómodos (2017, Fondo Editorial de la UAQ), que incluye una muestra fotográfica del diario intervenido.