OTOÑO DE 1582
leyendo a Cathleen Medwick
Otoño de 1582, un aroma
inexplicable
parecido al de las azucenas
repta, suave murmurio,
por Alba de Tormes, cuélase
bajo las puertas
entre las celosías
¿de dónde vendrá ese olor a lirio
a rosa a almendra perfumada?
interrumpe el caballero su yantar
la dama los criados
quieren saber de dónde emana
ese vergel de perfumes
algún perro de caza
dos mozos aguzados
ya el gentío
siguen su rastro
no es que salga de un ventanal
ni se cuele por el portón cuando se abre
es que se desprende de las paredes
del convento
es que lo envuelve
lo nimba como una nube
o una aureola
invisible pero que casi puede tocarse
dicen que solo una monja
con sinusitis no pudo sentir
ese aroma parecido al de las azucenas
y que otra monja
que fatigó los caminos castellanos y andaluces
que durmió en carromato y bajo las estrellas
que solía levitar cuando freía un huevo
-la sartén en la mano y el aceite pronto a derramarse-
que escribía que quería morirse pero
embestía con inusitadas ganas a la vida
y hacía todo lo que fuera necesario para salirse con la suya
que era, estaba segura, la de Dios,
quien platicaba con ella cuando quería
y un día le mandó un ángel para que la transverberara
con una lanza hurgando sus entrañas
como signo de su predilección
(lo que arrancó una estúpida exclamación a Jacques Lacan
al ver la escultura de Bernini en la capilla Cornaro):
que esa monja que durmió bajo las estrellas
magnífica y terrible como la quiso Huysmans
aquella mística eminentemente práctica como la pinta Medwick
era el origen
de la nube,
de ella nacía
ese perfume
de invernadero exótico
no era que
le saliera por la boca entreabierta
se desprendía de todo su cuerpo
lo envolvía
(y era en la Castilla del siglo XVI,
no en una novela de la costa Caribe colombiana)
lo nimbaba como una aureola
premonitoria
en realidad
toda la celda estaba llena de una luz hermosa
y Teresa de Cepeda y Ahumada, amiga de Juan de Yepes,
yacía al centro
muerta
pero eso era un detalle
una paloma entró por la ventana cerrada
en el huerto floreció un árbol seco
una agonizante sanó
la multitud reunida fuera y los mozos el lebrel
y la Duquesa
regresaron a sus quehaceres como ligeramente transformados
dicen
pero esos son sólo detalles:
la que importa es Teresa
la que solía levitar
cuando pensaba un poema
y sosegar su corazón transverberado
o el nuestro
escribiendo en él
Nada te turbe
escribiendo en él
Nada te espante
inscribiendo en él
Sólo Dios basta.
M.B.
Así que esa eras tú, la niña que sonríe
en una fotografía en blanco y negro
entre dos monstruos sagrados y Medusa.
La niña que en un libro de 900 páginas apenas interviene
un par de veces para decir cosas irrelevantes
y otras tantas para decir que tiene sueño.
Y sin embargo, cuán valioso sería que conversáramos ahora,
invitarte un chocolate y unos churros
como escenario para escucharte relatar
alguna de esas veladas de tu infancia
con los monstruos sagrados
a quienes ningunos otros ojos salvo los tuyos
–revestidos de la nada inocente inocencia de los niños–
pudieron mirar tal como ellos eran
más allá de lo monstruoso y más aquí de lo sagrado:
dos viejos amigos que se van haciendo viejos
a las orillas de la literatura,
mientras uno, tu padre, se convierte
en la luna del otro, y tu madre postiza
en un planeta excéntrico y remoto,
eso que ahora llaman un objeto plutoniano.
Ah, Marta Bioy, cómo quisiera que nos tomáramos ese chocolate
para conocer tu versión de la historia
de aquel otro cuarteto de Alejandría
instalado en el Río de la Plata.
Me hablarías de Georgie, de Adolfito, de Silvina
como nadie podría jamás hablar de ellos
durante largas horas.
Mas, sabes algo,
yo te interrumpiría en un momento de la tarde
para preguntarte sobre el cuarto elemento del cuarteto:
la muchacha que escuchaba historias de compadritos
y no tenía un bidón de gasolina
aunque sospecho que, tal vez, algunas noches
hubiera querido tener uno a la mano;
la adolescente que pasó de largo de la literatura
teniendo a su alcance todas las posibilidades
gallimardianas;
la mujer a la que un auto aplastó contra una acera
matando nuestra imposible plática con una taza
de humeante chocolate de por medio
y matando de paso las memorias más íntimas
de los monstruos sagrados y Medusa.
HAYDEÉ AGUILAR
Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela
nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada
CESARE PAVESE
En aquella época en que nos conocimos usted pintaba el altiplano
con colores intensos, sorprendentes.
No recurría a los ocres habituales, a la paleta del viento.
Volcaba rojos poderosos, amarillos, anaranjados, violetas,
el cuadro como un puesto de frutas
el domingo en el mercado de un pueblo.
Todo lo pintaba con esos colores: el paisaje, los camiones,
la gente, las casas, el camino abierto
hacia la nada o el todo.
Y sin embargo, pese al calor de los colores, uno sentía
que estaba allí, en medio de la puna,
entre un frío acerado, mirando nada más ese camino,
escuchando –¿por qué?– una música alegre, no un lamento.
En aquella época en que nos conocimos usted pintaba el altiplano
y leía La lujuria de vivir.
Le habían dicho que estaba enferma, que la paleta, que el olor
de la trementina, que cosas inexpresables,
que se dejara de pintar para sanarse de una vez por todas
y usted, entre cocinar y fregar platos, leyendo ese libro
seguramente pensaba en aquel otro pintor
enfermo, incomprendido, recuperando en Arles y pintando
con colores insólitos,
cayendo
en la miseria, en la turbación, en la lujuria de dejarse morir
abrumado por la vida sencilla.
Pero usted no se dejaba morir. Era yo,
que en aquella época en que nos conocimos, mientras
su mano pintaba con colores intensos,
sorprendentes,
quería matarme por una mujer mientras otra mujer
quería matarse por mí, todo un pobre estúpido al que usted,
mi Theo entonces, socorrió con sopas de papa lisa y marraquetas
también inexpresables.
Cómo recuerdo los colores de sus cuadros.
Esos rojos poderosos, amarillos, anaranjados, violetas,
el cuadro como un puesto de frutas el domingo en el mercado de un pueblo.
Era, decían, la paleta de la enfermedad.
Usted y yo sabíamos que no.
Que era la paleta de la memoria que no olvidaba
cómo eran las cosas verdaderas cuando eran verdaderas,
la paleta de la vida sencilla, abrumadora,
a la que usted me recuperó
mientras la enfermedad se la iba llevando por un camino
anaranjado, con una caldera en la mano,
y yo comenzaba a saber que un día usted se perdería
dentro de los pueblos en domingo de uno de sus cuadros
para no salir más, por cosas inexpresables
bajo una música alegre y no el lamento del yaraví.
DE SU ESTANCIA
De su estancia en vaya a saberse cuáles ciudades de la confusión
conservaba,
apenas a salvo de la humedad y el calor propio a esa hacienda
estacada en el centro del verano,
unas cuantas revistas que en el cuarto de baño daban cuenta
de un pasado mejor, de unos años
de bullente actividad intelectual,
de grupos activistas, de talleres de cuento, de seminarios
lacanianos,
de círculos de discusión de la Escuela de Frankfurt
y otros misterios reservados para los iniciados en
el buen sexo y los porros de aquella época y de aquellas ciudades de la
confusión
en las que esa mujer altiva y lúcida aprendió a preparar un par
de buenos platos
–por ejemplo, pollo al mole–
que hoy junto a las revistas son todo el patrimonio que perdura
de aquellos años dorados, esplendentes,
en que todos querían cambiar el mundo a fuerza
de bullente actividad intelectual y porros y Gramsci y hasta de Louis Althusser,
hasta que Louis Althusser estranguló a su mujer e ingresó al manicomio y murió
babeando su impotencia y su ira en un camino
lodoso, del color del mole del pollo al mole,
botando sangre como rojos un cuadro de Frida Kahlo,
ese lugar común ahora, por entonces aún un descubrimiento
en una de las tapas de aquellas revistas estacadas
en medio del baño de aquella hacienda,
estacada a su vez
en el centro de esa mujer altiva y lúcida, tan digna
en su derrota
como la golondrina de Wilde cuando decía
despreciar el verano.
DESCANSA EN LA HIERBA
¿Quién mató a Norma Jean?
Yo, respondió la ciudad.
Como deber cívico, yo maté a Norma Jean.
NORMAN ROSTEN
para M.Ch.
Descansa en la hierba, muchacha,
de tu sueño de anorexia y plastilina
de tu destino sudamericano de Amy Winehouse criolla
de ese t shirt rosado con dos círculos de púrpura en los senos.
Descansa, ven, sobre la hierba.
Olvida la ciudad de estiércol que te tocó en mala suerte;
que el Leteo disipe las palabras melifluas y los gestos
equívocos
de los muchos que decían quererte pero no te querían,
arrojándote piedras hasta tapiarte el alma.
Y descansa también, por qué no, muchacha de piel láctea,
de quienes sí lo hacían a su modo:
de tu hermosa madre con ínfulas de grandeza ferretera,
de tu padre invisible y acaso cariñoso,
de tu espigada hermana, la morena y distante, que pude haber amado.
Y hablando del amor,
descansa de los amantes y las amantes
–si cabe llamarlos tales–
que arrugaron tu cama.
Descansa en la hierba, muchacha,
de esa ciudad maldita.
Rest in peace.
Y QUE A LAS ORILLAS
Y que a las orillas del río de caimanes te caven una tumba
en la loma más cercana,
te conduzcan
con bronce en el cuello y las orejas
y los tobillos y un gran ramo de flores amarillas
escogidas con primor
por las núbiles
—con suerte orquídea de las islas—
Un ramo
que cuando encuentren tu cuerpo los arqueólogos
japoneses y alemanes a la orilla
del gran río de caimanes
sea
la prueba mayor de que tus hijos veneraban a los muertos
cargando sus rodillas con un peso amarillo
que no era de oro, no,
pero que igual vencía
la natural resistencia de los huesos
al fin y al cabo de tu civilización impúdicamente ofrecidos
en arco abierto
—eso del peso de las flores,
el peso de la belleza en las ancas de la muerte—
Dispuestos ya tus huesos a la carnicería de los futuros
si eso quiere decir algo todavía,
ahora que es entonces y tus manos de niña
cortan los pétalos de flores amarillas
y lanzan sus veletas al socaire
preguntándose en lenguas ya desaparecidas
me quiere no me quiere
—¿se preguntaban los antiguos estas cosas?
mucho
—¿conocían el amor nuestros antiguos?
poquito
—o era una enfermedad como la peste, llegada de lontano.
Ah, cuán pesadas las flores
qué frágiles mis huesos y esta lengua que hoy hablo
nadie podrá escribirla cuando
—¿cuándo? —
Muchacha de los ríos enterrada en cuál loma
mucho
poquito
mis huesos ya vencidos
saben que acaso
nada
(Inscripción escuchada en una excavación de Moxos.
Esta es apenas una versión muy libre
del aroma que emanan las flores amarillas:
la cultura a la que perteneció la poseedora de estos restos era ágrafa).
BURIED BEAUTY
Knocking at empty rooms / seeking for buried beauty
EZRA POUND
Para el fantasma de Y.
Figura de vacío que soñaba
su rostro dibujado en el espejo:
imágenes, siluetas, un bosquejo
de ese algo que hoy apenas recordaba,
era ella, espectro inmóvil. No dejaba
que la perturbe el fúnebre cortejo
que ayer la enterró niña, ni el reflejo
que en su propia mirada la miraba.
No quiero hacerle daño, mas no es nada
más que un trozo de abril, una encantada
brisa de lo que fue. Sólo una vaga
presencia deambulando por la casa
que se busca a sí misma (pero pasa
el tiempo) y no se encuentra (y se la traga).
MEMENTO MORI
Para P.
Ni el arco que contempló las pomposas victorias
de César Marco Aurelio Antonino Augusto
ni aquél que casi fue rozado por la tiara
del Papa Rey erguido en una cabalgadura
preciosamente enjaezada
ni ese otro que vio al Gran Corso
desfilar con sus tropas en el cénit
de su tardío imperio decimonónico
y ni siquiera el pequeño seto de pino
bajo el cual paseaba el Libertador,
hombre más bien menudo,
en la quinta de San Pedro Alejandrino,
cobijaron el mismo poder
que el arco que forma tu cintura
ni celebraron mejor la frágil duración
de los reinos y el reino de este mundo
que la curvatura de tu espalda
cuando mi mano, en el alba, la atraviesa.
DISCULPA
Lo que escribí en el vientre de mi madre
ante la luz desaparece
EUGENIO MONTEJO, "Letra profunda".
Sabrás disculpar, madre, no lo hice aún, pero un día de estos construiré la casa de tus sueños.
En mi descargo, debo decir que fue imposible hasta aquí levantarla por falta de monedas.
No me enseñaste a acumularlas ni yo pude aprenderlo por mí mismo, y no sabes cuánto, en algunas ocasiones, lo lamento.
Puntualmente, cada mes, tras cobrar tu salario de maestra, me enseñaste a elegir libros y a comprarlos, mas no a ganar dinero.
Puntualmente, cada día, tras cumplir tus deberes de maestra, me enseñaste el color de las palabras, su sabor, su textura, hasta su aroma.
De las palabras de Stevenson y Dickens y Wilde y Julio Verne y Lewis Carroll llenaste mis días y mis noches –pongo al conejo blanco por testigo- mas no de las 100 maneras eficaces de hacerse millonario (en tapa dura).
Por eso, terminando este breve descargo, sabrás comprender, madre, que te estoy muy agradecido –no sabes cuánto, siempre- por haberme presentado a las palabras,
y que a la vez lamento tu habitar una casa tan pequeña, demasiado sencilla, no como la que te merecieras.
Sé que no tienes en ella espacio suficiente para poner tus libros y las telas que pintas, que es eso acaso lo que más lamentas y no la falta de un salón amplísimo donde lucir jarrones con orquídeas.
A propósito de flores, es verdad que a ti nunca te gustaron suntuosas o cultivadas, ni tampoco los jardines de diseño.
Prefieres –o preferías, he de decir, me temo, un día- los jardines agrestes y las flores del campo, esas que nacen, espontáneas y blancas, cual unas leves pinceladas puntillistas.
Por eso te hago esta tarde una propuesta: construirte, por fin, la casa de tus sueños; levantar sus paredes con palabras vehementes, encalar sus ladrillos con voces luminosas y guarecer sus cielos con palabras veraces. Habrá todo un salón de palabras, lo prometo, para poner tus libros. Será amplísimo y hasta podrá tener jarrones con sonidos de orquídeas.
Mas hay algo que yo no podré hacer, madre, y lo confieso. Y no será por falta de monedas.
No podría cultivar un jardín a la medida de tus expectativas, pues ya sé que te gustan los jardines agrestes.
Por eso modifico –o mejor, enderezo- mi propuesta: yo levanto la casa de palabras de tus sueños y tú pintas las flores campesinas. ¿Qué me dices?
TERESA DI VICENZO, 1969
Far up! Far out! Far More!
JAMES BOND’S "On her Majesty’s secret service" trailer.
Ni la melosa Ursula Andress cuando todavía el mal tenía ojos rasgados
como ahora vuelve a suceder (el ritornello de la historia, sus gags tan repetidos),
ni la romana Bianchi que se hacía pasar por una Romanova
de hombros al descubierto entre lo tórrido y lo gélido
y menos todavía la honorable y platinada Blackman,
also known as Pussy Galore, que bautizó una banda de garage rock
en los 80’s.
No, mi amigo, que te sientas a mi lado en esta barra,
ninguna de ellas. Tampoco la olvidable francesita Claudine Auger
con dominó de carnaval veneciano, Mie Hama cuyo personaje tenía
apellido de automóvil japonés o Tiffany Case llevando una gargantilla
negra que bien hubiera valido un desayuno en las letras de su nombre
y menos todavía la solitaire Jane Seymour.
Si acaso, ya más cerca, Britt Ekland como Mary Goodnight
–el alias que todos hubiéramos querido para nuestra nana–
o la ópima y óptima Bárbara Bach que perturbó mis noches
de fines de la infancia con sueños mucho más que arrulladores
pensando en su robe de chambre rosa (que caía en un tren en movimiento)
y en poder ser actor de Hollywood para quitárselo a una espía
que me amara.
Como ya te habrás dado cuenta, viejo amigo (que más tarde
querrás jugar a los dados o a los dardos, que es lo mismo),
me he visto todas las películas de 007, al menos mientras
no las echaron a perder con corrección política que,
según dijo la Ekland, fue lo único que logró matar al Bond
que conocíamos, después de haber sobrevivido a Stavro Blofeld,
Auric Goldfinger, Julius No, Rosa Klebb, a Karl Stromberg,
Fiona Volpe, el Barón Samedi, Aris Kristatos, a Max Zorin,
Georgy Koskov, a Franz Sánchez, Eliott Carver, Janus, Zao,
a Viktor Zokas, Kamal Khan, Hugo Drax y al dignísimo Francisco
Scaramanga / Christopher Lee con su revólver de oro, para no mencionar
a los secuaces que lanzaban sombreros degolladores y a los que ponían
arañas azules en la cama o al adorable y converso Jaws que encontró la felicidad
en órbita a la tierra.
Sí, la corrección política es capaz de matar casi cualquier
cosa, incluso a un mito (o varios), como era capaz de eliminar villanos
la corrección británica del viejo Roger Moore, mi favorito entre los 007,
al que le tocaron los mejores guiones y las mejores escenas
–salvo la estupenda del tanque en San Petersburgo–
y a quien le asignaron las más inteligentes entre las bellas chicas Bond,
excepto, tal vez, la desopilante –¿cómo se llamaba?–, ah, ok, Hale Berry,
salida de las aguas, única que rescato de las más tardías.
Ya estoy un poco viejo, amigo mío, y soy muy exigente y de gustos clásicos
y necesito otro scotch para la memoria, los martinis agitados y revueltos
no me hacen cosquillas y los gadgets de serotonina que receta Q
(mi personal Q) tampoco logran sacarme de la melancolía.
¿Qué te estaba diciendo cuando comenzamos? Ah, sí, que ninguna de ellas
se igualaba a Teresa di Vicenzo –o Diana Rigg, como prefieras–,
la novia del Bond interpretado por Lazemby, la mejor y la más auténtica
y la más inolvidable, su única esposa, “Tracy”, a la que Telly Savalas
(o Stavro, como también prefieras) asesinó en el automóvil de recién casados,
con un ramo de flores blancas, todavía frescas, en la mano.
James nunca pudo reponerse de eso, ¿sabes? Fue en 1969
(ese número le gustaba, como a ti y como a mí), cuando todo en el mundo
estaba cambiando y él cambió también, convirtiéndose en canalla para siempre
(el dolor puede hacer esas cosas).
Viejo, han pasado ya más de 50 años y pese a que quieran
disimularlo en las últimas películas, Bond sigue siendo un canalla,
como este que te habla y te invita a unas pulsetas con la vida y la bebida.
Por eso te propongo, hala, un brindis, mirando juntos este viejo afiche
en la pared del bar:
por Diana Rigg, la única verdadera chica Bond,
por la seducción inglesa de James contra la corrección política
y por la locura de los sudamericanos como tú y como yo
que, como el viejo Ian, su soñador,
creemos aún en el azar
de esta vida,
levanto mi copa en esta noche de julio
en que me siento como nunca un agente de la confusión
—esquiando magistralmente como 007, pero entre cantinas—
con licencia para matarme o despertarme cuando quiera
y que así esta película se acabe y pueda yo finalmente
dejar este sacrificado trabajo de poeta
al servicio secreto de Su Majestad,
la noche.
Gabriel Chávez Casazola (Sucre, Bolivia, 1972) Poeta, ensayista, gestor cultural y periodista, considerado “una de las voces imprescindibles de la poesía boliviana y latinoamericana contemporánea”. Sus libros de poesía han sido publicados en 13 países y está traducido a 10 idiomas, así como al lenguaje braille. Entre otros premios, recibió la Medalla al Mérito Cultural de Bolivia y el Premio de la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz al Mejor Libro Editado del Año; también fue finalista del Premio Mundial de Poesía Mística “Fernando Rielo” en España. Dirige el taller de poesía “Llamarada verde”; es curador del Encuentro Internacional de Poesía “Ciudad de los Anillos” y docente del programa de Escritura Creativa de la Universidad de Santa Cruz (UPSA), ciudad donde reside.