por Ana Corvera
Me introduje en la lectura de Aurelio Arturo hace apenas dos años. Tuve la suerte de coincidir con su hijo, Gilberto, en una lectura de poesía organizada por la Casa Delegada de Nariño en Bogotá. Él me regaló una serie de poemas impresos y me habló del oficio de su padre, de cuánto le importaban a él la palabra precisa, la música. Nunca olvidaré aquel gesto. A través de una generosidad y una sencillez inmensas tuve acceso, de primera mano, a la obra del poeta colombiano más importante del siglo XX.
Desde ese día muchas ideas me rondaron. No pude evitar el paralelismo entre esta figura y la de Ramón López Velarde —“poeta nacional” y “padre soltero de la poesía mexicana” durante el siglo pasado—, dado que trasciende por las mismas razones que el colombiano: su obra no se compara con el de ningún otro autor de su época y refleja la idiosincrasia nacional[1], del mismo modo que la de Arturo, quien construyó un monumento verbal para reflejar a Colombia desde su esencia más pura, la de la provincia.
Entre las similitudes que comparten ambos autores están, en principio, la fecha y el lugar de su nacimiento e infancia. Los dos son originarios de pueblos alejados de la metrópoli: el mexicano de Jerez, Zacatecas, al centro-norte del país; el colombiano de La Unión, Nariño, al suroccidente del territorio (por cierto ambas localidades de clima frío). López Velarde ve por primera vez el mundo en 1888 y Arturo lo hace en 1906, por lo que sus juventudes estuvieron marcadas, como han señalado Martha Lilia Sandoval Cornejo[2] y Martha L. Canfield respectivamente[3], por Charles Baudelaire. Escribieron textos familiarizados con el Modernismo sin que pueda clasificárseles del todo en esa corriente literaria pero sí en la contemporaneidad.
Nuestros poetas fueron abogados y migraron a las capitales de sus respectivos países, convirtiéndose en funcionarios de los sectores cultural y político. Así, no es extraño que en ambos haya reminiscencias, incluso nostalgia hacia sus orígenes, pero cada uno transformó su tradición lírica de maneras muy peculiares que vale la pena analizar. Aunque la obra de ambos fue breve, sería imposible y de muchas maneras ingenuo pretender abarcarla en su totalidad, por eso partiré de dos textos que me parecen significativos: “La doncella verde” de Ramón López Velarde[4] (1917) y “Canción de la noche callada”[5] de Aurelio Arturo (1934), para destacar algunos rasgos.
Basta una primera lectura, tanto de Aurelio Arturo como de Ramón López Velarde, para que salten a la vista sus símbolos más importantes: en el primero la naturaleza como el impulso que gobierna al exterior, por supuesto, pero también al interior del poeta. La tierra, el agua, la luz y la noche son entidades que funcionan también como escenario de acción y emoción; una suerte de panteísmo conduce la voz lírica de Arturo y es a partir de ella que se reconstruye la memoria. El paisaje rural goza de mayor cercanía con lo divino, en contraste con Bogotá, la gran ciudad. Dice en el poema:
Una palabra canta en mi corazón, susurrante
hoja verde sin fin cayendo. En la noche balsámica,
cuando la sombra es el crecer desmesurado de los árboles,
me besa un largo sueño de viajes prodigiosos
y hay en mi corazón una gran luz de sol y maravilla.
En toda la obra de López Velarde sobresale un acendrado catolicismo que lo vincula a su terruño en medio de la metrópoli. Sin embargo esa religiosidad no es el centro de su obra, sino la angustia permanente que le causa estar tan lejos de la virtud, enamorado de una prima lejana y, en general, de la figura de la mujer como símbolo espiritual. En “La doncella verde” hay una estética panteísta que dota a lo femenino de una fuerza mítica y natural, más allá de la comprensión humana:
Los ojos verdes vegetales con que miras y salvas
parodian a la felpa rústica de las malvas.
En la luz teologal de los ojos claros
se surten las luciérnagas, las joyas y los faros.
En estos dos poemas se evoca la figura de la doncella, concepto especialmente valioso en provincia porque exalta la inocencia y la pureza femenina[6]: “yo amé un país que me es una doncella,/un rumor hondo, un fluir sin fin, un árbol suave” dice Arturo; “Oh doncella, que guardas lo suspiros más graves/del hombre, como guarda un llavero sus llaves” dice López Velarde. Así, vemos que para el primero el territorio tiene características femeninas asociadas más bien a la virtud e incluso a la belleza que también forman parte de una intimidad lírica en donde el tiempo cronológico no parece transcurrir, pero sí el tiempo mítico, reflejado en los sueños:
En medio de una noche con rumor de floresta
como el ruido levísimo del caer de una estrella,
yo desperté en un sueño de espigas de oro trémulo
junto con el cuerpo núbil de una mujer morena
y dulce, como a la orilla de un valle dormido
Para López Velarde la doncella es una mujer y una emoción luminosa que no se ve en otros de sus poemas: es la esperanza. Aquí no hay un dogma que contraponga placer y culpa, sino una fe en aquello que se intuye detrás de los elementos naturales y que permite a lo muerto trascender sin obstáculos. En este sentido, el hecho de dar a la doncella una identidad “verde”, es significativo porque remite a lo nutricio, a lo armónico, al despertar a la vida y a la inmortalidad.[7] Coinciden entonces Arturo y López Velarde en que, más allá del orden del mundo preestablecido por la razón, existe otro mucho más potente y desde el que cobra sentido todo lo que nos es tangible —por eso es que las luciérnagas, las joyas y los faros toman de ahí su esencia —. En Arturo ese color intermedio entre el cielo y el infierno humanos[8] es capaz de ascender, como cuando “suben las hojas hasta ser estrellas”.
El tópico de las doncellas y la importancia del verde están presentes en la obra de Charles Baudelaire, por lo que es inevitable pensar en la influencia que tuvo en ambos autores, no obstante, es indudable el hecho de que cada uno, Arturo y López Velarde, tuvo una voz lírica personalísima que sentó las bases de la literatura contemporánea en Colombia y en México. Desde su bagaje cultural y sus experiencias vitales, construyeron una poética que reflejó un contexto social e ideológico, pero ambos coinciden en la intuición de un orden atemporal, un tiempo mítico dominado por un orden natural y no humano, que autores como Eduardo Azcuy[9] asocian a poetas tan importantes como Arthur Rimbaud, Rainer María Rilke y el propio Baudelaire.
López Velarde murió a los 33 años de edad y con sólo tres libros publicados en vida se colocó como el poeta más importante del siglo XX en nuestro país. Aurelio Arturo lo hizo en Colombia con un único volumen, Morada al sur, además de otros textos difundidos en diversas revistas. Fue tal el amor por el lenguaje de este último, tal su deseo de retratar con la mayor fidelidad posible el entorno de su infancia, que se comprometió con su obra y no descansó hasta lograr la perfección en sus imágenes y en su ritmo.
Y es precisamente en esto último, el ritmo, en lo que, creo, más se diferencian ambas escrituras. Con una métrica similar en ambos casos, López Velarde procura una rima tradicionalista, evidente. Arturo, por su parte, se permite consonancias menos notorias, con versos más cercanos, tal vez, a los lectores de este siglo XXI. Los dos fueron difíciles de leer en provincia y, no obstante hicieron, en honor a ella y a sus habitantes, una obra de carácter universal en la que se traslucen las miradas, los gestos, los rostros, en fin, la historia íntima de un país.
[1] Xavier Villaurrutia, en su texto Ramón López Velarde, escribió que “en la poesía mexicana la obra de Ramón López Velarde es, hasta ahora, la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta de un hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religiosidad y la muerte”, tres tópicos de presencia importante en el imaginario colectivo del mexicano. Archivo recuperado por Marco Antonio Campos en Cervantes Virtual: http://www.cervantesvirtual.com/obra/ramon-lopez-velarde-1/
[2] Sandoval Cornejo, M. L. “La primera recepción de Baudelaire en México: Ramón López Velarde, lector clave”. Caleidoscopio - Revista Semestral De Ciencias Sociales Y Humanidades, 11(21), 2007, pp. 43-62.
[3] Canfield Martha L. “Aldea celeste o formas de una vanguardia americanizada” en Aurelio Arturo. Palabra, lluvia y tambores. Fondo Cultural Cafetero, 1999., pp. 95-108.
[4] López Velarde, Ramón. Zozobra. Cervantes Virtual: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/zozobra-poemas/html/18050c03-c5dc-4c2a-a9b9-9a1ca0ab0dd4_3.html#I_24_
[5] Arturo, Aurelio. Morada al sur. Universidad del Externado de Colombia, 2004., p. 37.
[6] “Mujer virgen”, dice en su definición más simple el Diccionario de la Real Academia Española.
[7] Chevalier, Jean. Diccionario de símbolos. Herder. Segunda edición, 2009., p. 1057.
[8] Ibidem.
[9] Azcuy, Eduardo. El ocultismo y la creación poética. Monteávila editores. Caracas, 1982.
Ana Corvera (Zacatecas, México, 1984). Maestra en Estudios de Literatura Mexicana por la UdeG y Licenciada en Letras por la UAZ, obtuvo el Premio Nacional para Proyectos Artísticos y Culturales en 2004 y el Premio Estatal de Ensayo Mauricio Magdaleno en 2006. Becaria del PECDA en 2007 y 2015, ha publicado en revistas de México, Venezuela, España y Colombia como La cabeza del moro, Letralia, Liberoamérica y La raíz invertida. También en los libros El viento y las palabras (La Zonámbula), Pensamiento Novohispano (UNAM), Dolores Castro, palabra y tiempo (BUAP) y Ficcionario de Teoría Literaria (Texere). Su libro Nocturno corazón de los insectos (Taberna Libraria) es un híbrido entre narrativa y poesía. Fue docente de la Academia de Escritores en Venezuela. Actualmente divulga ciencia, colabora en el programa Cuenta Conmigo de Televisión Educativa y es asesora del coloquio internacional Voces desde el llano.