EL SOMBRERO
Me he puesto su sombrero, es su herencia.
Falta su frente y su dolor
cuando la vida se enturbiaba
y quién sabe qué sueño o ángel
lo acompañó en los últimos miedos.
Me lo pongo y me miro en el espejo.
Nada permanece de su luz,
sólo un sombrero de lana
que alguien le compró en un viaje a Irlanda,
soberbia de verde y paraíso.
El de ahora es un viaje más largo e incierto.
No sé a qué nube o galaxia.
Las cenizas reposan en una vasija en la iglesia
que amansó su miedo y le dio cobijo.
A mis hijos les digo que las mías
las esparzan en algún cerro
cercano al viento y tránsito de estrellas.
Mientras, luzco el sombrero y lo recuerdo
con ese calor que la costumbre
deja entre la piel y la memoria.
Algunos lo llaman corazón, en realidad
es un músculo irregular
aunque su fama ha sobrevivido
la noche de los creyentes.
TRAS EL HURACÁN
Los gatos de San Juan fueron al mar.
Recordaban las tardes del sol
y la dulzura de las mareas.
Mas el huracán, golpeándose el pecho
y crecido en su furia,
se llevó los gatos al mar.
¿Y las palmeras, las torres de las iglesias,
los miradores, los pañales y bicicletas?
En algún sueño de agua descansarán, digo yo.
Al amainar pensaba en los gatos de San Juan,
su paciencia felina, la fertilidad
de sus amores nocturnos,
el ronco ronroneo y los maullidos
cuando la tarde reposa
en la línea roja que anticipa la noche,
no en la muerte, ni el huracán,
ni el fin de la esperanza.
PLEGARIAS
A Zack Ludington
Padre, qué cansado llegas.
Pareces un viejo abrigo
colgado del perchero.
Hijo, qué alto te veo.
Mis mermados huesos
no alcanzan tu estatura,
ni los bruscos cambios del siglo,
ni los boleros.
Esposa, qué ajada la carne
en el encuentro.
Parecemos dos nubes tristes
deshaciéndose en un beso.
Casa, qué frágiles tus huesos.
La quimera del hogar sólido
se escurre por los desagües,
o es la costumbre de soñar como niños,
y amar enamorados.
Madre, ya estamos viejos.
Tú, en tu cielo, y yo
sin para qué ni para dónde.
EVOCACIÓN
Si el momento fuera en Venecia,
en aquella edad de cabellos dorados,
y tardes de mar enigmático y turbio.
Si volviéramos y te llamase
con el lenguaje de la piel
con el que nos comunicamos
en la Barcelona de nuestro encuentro,
ciudad abierta hoy desteñida.
Si fueran Madrid, Padua, Dublín,
las ciudades del amor,
testigos de nuestros pasos y desvaríos.
El tiempo invade con nostalgia
al que rememora viajes, aventuras,
noches de vino y estrellas,
secretas confidencias y paisajes
en la Córdoba andaluza, Oslo,
las islas griegas, donde abanderamos
nuestra rebelión y aturdimiento.
Presente está el pasado.
Viejas fotografías en negativo
y caja de cartón, imágenes volcadas
sobre los acantilados de la memoria.
OTOÑO Y BEETHOVEN
Al concluir la tarde
observo desde la ventana
árboles en su esplendor otoñal,
pero no acierto con el enjambre
oculto en su fronda.
Quizás me eluden como el hambre
antes del refrigerio
o la espuma al reventar la ola.
Apenas distingo esos mundos efímeros
que me rodean, ajenos a mi torpeza
emocional, espacios a los que agarrarse
como a un cigarro ardiendo,
una sinfonía de Beethoven,
o tu rostro que en la foto
declara aquella emoción
que se fue con la tarde,
los diminutos universos y Beethoven
LA NIÑA DE IPANEMA
Ella no miraba.
Indiferente a la arena
se mecía sensual
en sus caderas de eterna juventud
y brisa del mar.
Era un día de playa,
de cuerpos al sol sin mundo.
Lëdo Ido escribía a su playa de Sobral,
y Jobin su bossa nova a la niña
de Ipanema, imperturbable en el dolor
y los estragos de la selva.
Lejos en la Amazonía alguien portaba
un hacha y una sierra.
Los árboles se desplomaban aturdidos.
Los insectos no comprendían
la magnitud de la tragedia.
Jobin cantaba “mira que cosa más linda
más llena de gracia”, y el horror verde
crecía como el fuego
y la desesperanza.
En el patio de la infancia
los árboles no caían, ni desaparecían
las ranas y las ceibas.
Era otra arena, otro planeta
que no veíamos, otra música
que no escuchábamos, otra poesía
sin voluntad de acero,
cántico del mundo indolente,
infancia en una burbuja.
EN UN COLEGIO EN USA
Negra madrugada.
Ante sus ojos de octubre
la noche caía
como una lluvia sin agua.
Quién hubiera argüido
en los años juveniles
que el rencor acumulado
volvería sobre sus pasos
para servir al dolor.
Larga noche de hienas
y cielos cobrizos.
En una sala de escuela,
junto a los pupitres,
yacen cuerpos antes de ser,
antes de conocer
las leyes del amor y la belleza.
Nadie anticipa la locura,
y él lo vio, atónito, sin lágrimas,
sin duelo ni paternidad,
con la voz ronca
del que lo ha llorado todo.
Joan Baez entonaba otra balada.
6 DE JUNIO DE 2018
Junto a la tumba de Bobby Kennedy
asesinado hoy hace cuarenta años,
llora la América que surgió del estrépito.
La inocencia también se quebró
o la ahogaron los ramilletes de flores
y los himnos patrios.
Del oscuro túnel del arma asesina surgieron vástagos
que continúan plantando oscuridad
donde la luz ilumina y entona baladas.
Yo recuerdo la noticia, el día, los presagios,
el autobús a casa,
el cristal de la ventana
y la lluvia en la calle.
Recuerdo también una cocina de hotel
y el cuerpo inerme de Bobby,
verdugo o mártir.
Desde entonces, las rosas se observan en silencio
en Arlington, mausoleo vaciado de historia.
CAMINO EN CÓRDOBA
Leí La Guía de Perplejos
en una judería cordobesa.
Maimónides perplejo también indaga
en la reconciliación de los irreconciliables.
La pasión como la ciencia me confunden,
en realidad, no las entiendo.
Divago entre la edad y los turbulentos cielos,
donde la perplejidad es de nubes y chubascos.
Volvimos a pasear por Córdoba
donde un día te amé entre los naranjos.
Todo parecía tan cierto,
como la imprudente juventud.
Permanece el gusto embriagador
de los jardines y el vino rancio.
Hace ya tres minutos que dejó de existir
el que nunca me llamó ni conocía.
Su cuchara, el perfil del bolígrafo
las iras y los desamores enmudecieron.
¿Cómo resucitar al que ni recuerdas
ni jamás ofreció su sangre a los astros?
No es el pasado el que muere,
somos nosotros en cada minuto de ilusión.
EN EL HOSPITAL
Respira su último aliento,
casi ángel, cuerpo y dolor
con que se abandona puerto.
Algún terror incierto
acompaña su respiración entrecortada
frente al plomo oscuro de los cristales.
Alguna claridad le aguarda,
quizá una voz y el brillo
de un paisaje al final del túnel.
No es cáncer sino ancianidad acumulada.
No es dolor de vértebras
sino llagas de la incertidumbre.
La noche cae sobre sus párpados
como un pájaro herido,
mientras la boca, ya un erial,
acaba por arder y deviene ceniza.
Sorda entrada a otro mundo.
Fernando Operé es poeta, historiador, crítico, profesor universitario y director de teatro, nacido en Madrid. Desde 1978 vive en los Estados Unidos, donde en la actualidad es catedrático de Literatura y Cultura de la University of Virginia. Es autor de dieciséis poemarios. Los últimos: La imprudencia de vivir (2018); Pureza demolida (2017); Day Outwits the Clocks (2017); Liturgia de atardecer (2016), La vuelta al mundo en 80 poemas (2012). Como investigador y crítico sus últimos títulos incluyen, Historia de un escenario. 40 años de teatro en español en la Universidad de Virginia (2020); España y las luchas por la modernidad (2018); Relatos de cautivos en las Américas desde Canadá a la Patagonia, siglos XVI al XX (2016). Es director de teatro, y ha dirigido más de 50 obras todas de autores hispanos. Miembro Numerario de (ANLE) Academia Norteamericana de la Lengua Española.