LA SILLA ACAPULCO
El mundo dejó de ser, tanto como dejó de ser la silla Acapulco.
El auge —de la silla— fue por los años cincuenta.
Los Kennedy, Liz Taylor, Elvis Presley,
Johnny Weissmüller, John Wayne
relucían en ella sobre terrazas de lujo frente al Pacífico.
Piñas coladas, cielos despejados y sol. Siempre el sol,
la vida como unas grandiosas vacaciones.
Esos nos dijeron. En eso creímos.
Todo lucía mejor cuando teníamos una silla Acapulco.
El futuro era un lugar hacia adelante,
hoy no sabemos qué pensar.
Quizás tan sólo queremos que el futuro
se parezca al presente anterior al Gran Encierro.
Que el futuro no sea futuro. Quién sabe
si sea preferible volver un poco atrás.
Vivir de nuevo y para siempre
en el vintage de la silla Acapulco.
Pero el mundo dejó de ser, eso parece.
No sabemos si por un segundo o para siempre.
Y ya añoramos lo que tanto odiábamos.
La silla Acapulco, como toda cosa
que lentamente nos destruye con su amor interminable,
tan sólo se hizo a un lado y se dejó llevar
por la suave deriva de aquella terraza de hotel
donde alguna vez John Wayne anduvo sin polainas.
El mundo estaba mejor cuando no había confusión en los relatos.
No lo digo yo, lo dijo Tarantino en su última película.
Brad Pitt lo apoyó y para demostrarlo
le dio su merecido a unos cuantos.
Pero ahora al gran Brad no le queda otra
que fumarse un porro en el sofá de su mansión.
Él sólo sabe de zombis y de hippies
y lo tiene paralizado la imposibilidad
de entender por qué no podemos decir
que el virus chino es chino.
(Por cierto, Jared Leto, que se cuida
de calificar de chino al virus chino,
descendió en blanca batola de una luminosa montaña
y anduvo sobre la arena de una isla en Croacia
y atravesó el mar [en yate, no a pie sobre las aguas]
hasta que, finalmente, allá en Los Ángeles o en Nueva York
se encontró con que el hombre
tal cual lo conocíamos había desaparecido.
Lástima, no pudo ser el profeta del caos
ni el santo sexy de las multitudes.
Al final, da lo mismo, y él lo sabe,
porque cuando la humanidad vuelva
a ponerse el capirote de costumbre,
Leto podrá seguir con sus planes
de estafar a mil desesperados.)
Pero es que 1) En aquellos tiempos de la silla Acapulco
la verdad estaba en las canciones de Johnny Cash,
—gloria en el cielo y en el infierno a nuestro santo,
2) Tan sólo el tiempo y el espacio
se curvaban en la palabra relativo
y 3) Los platillos voladores eran secreto de Estado.
¿Qué quieren ahora, que nos sentemos
a mirar el cielo y que con frívola dejadez digamos,
Ah sí, ya sabemos que los OVNIS existen,
lo ha dicho oficialmente el Pentágono?
Si a ver vamos, Christina Hendricks
no es de este planeta,
y cada foto suya nos deja
fulminados por lo imposible.
Todo extraterrestre es terrible,
diría Rilke.
(Nota bene:
En alguna parte del Gran Encierro,
una pareja hace tríos con Christina.
La pelirroja, mientras tanto, se aburre
en su casa. Si tan sólo supiera.)
Christina Hendricks estaría muy bien, eso sí,
caminando hacia mí en tacones,
taller rojo y ajustado, llevándome un Martini,
—porque le da su muy femenina gana de llevármelo—,
sonriente yo, fumando en mi silla Acapulco.
Sentada en mis piernas, finalmente me diría:
Los jardines crecen, y los poemas de amor
que hablan del cuerpo y de besos
son dientes de león que se pierden en el aire
y germinan en jardines
que crecen como poemas de amor
que hablan del cuerpo y de besos
que son dientes de león que se pierden en el aire
hasta allá donde los mapas señalan dragones
que no son más que poemas de amor
que no hablan de cuerpos ni de besos
sino sobre dientes de león
que se pierden en el aire,
que germinan en jardines
que crecen como poemas sobre el Gran Encierro
y que todos miramos desde las ventanas.
Así va la condición humana, así, dentro
de la cabeza de Magritte: una pintura
y una ventana y una pipa que no es pipa
contra el fondo de un mundo que ya no es mundo.
Que dejó de ser, tanto como la silla Acapulco.
Todavía quedan algunas, no se crea.
Las he visto sobre el barro frente a las puertas
de las casas de los pueblos de playa.
Ebrios brutales y descamisados se sientan
en ellas sin saber lo que significan.
Nada más queda imaginarla en la quieta luz de la tarde.
Sola y perfecta en el reposo de una sala incólume.
La luz diciendo, Busca la luz,
en suave diálogo con la sala,
un cuadro de Hopper
y la silla Acapulco.
NO TODAS LAS MANOS CRECEN EN TERRENOS INFÉRTILES
Te preguntas si mereces tus manos.
La carne horadada con el puñal de las caricias,
la ordalía en el fuego acuático de la noche,
las encías sangrantes en la punta de los dedos,
toda esa lepra debió carcomerlas.
Aun así, tus manos persisten en el prodigio.
Manos suaves de líneas que nunca sabrás leer,
ajenas a la piedra y al desgaste del sol,
de haragán que sólo se masturba,
de loco de la casa que ama el tacto de los libros.
Manos que sufrieron tu asedio suicida,
que siempre callaron y resistieron,
y en cuyos pliegues habitan las cenizas
y la brasa de algún carbón.
Ahora ellas piensan por ti,
escriben suaves derrotas,
redenciones inútiles
de aquel que ya viene de vuelta
y aun así no sabe muy bien
qué hacer con la vida.
ALGO MÁS O MENOS COMO UN LABERINTO
(Y NO SABER LO QUE SIGNIFICA)
A la deriva por Londres, muy joven,
con tu hermano, él tan pequeño.
En el centro sin centro de Trafalgar Square,
chicos con guitarras y crestas azules, fumando.
Sobre una calle igual a otra calle,
un hombre vara, botas de plataforma, de blanco, a lo Elvis.
Y aquella pareja que se detiene y se besa
entre el vendaval de la gente.
Otro giro, otra plaza, la tarde que se abre a la noche,
las esquinas miopes, las farolas cansadas,
las cercas y los parques de fondo inabarcable.
Un policía sin pistola, su casco de bobby y su indiferencia.
Te vas tras él, para nada: ha dejado de andar
y ahora conversa con otro oficial.
Ya no existes en su mundo grande.
Sigues, siguieron, tu hermano y tú. Luego,
la luz amarilla de un restaurante.
Al otro lado de la vitrina, tus padres, entre personas felices.
Como en un poema de Charles Wright,
nunca haberlo olvidado,
no saber si en verdad ocurrió
ni saber qué significa.
LA RAZÓN MORAL
Esta es la vida que tenemos
en la vida de los otros.
De bestia abominable
sobre campos de brasas ardientes,
de nombre como herejía,
fuego del aire, perenne.
De estúpido que no se entera
cuando ya todos se han enterado.
Somos más verdaderos
que nosotros mismos
en la vida que tenemos
en la vida de los otros.
Sin derecho a réplica
se nos condena o se nos salva,
se nos odia o se nos ama,
por poco o por nada, gratuitamente
en otras camas,
en otras cafeterías,
en otros jardines.
Así nosotros sin nosotros,
nacidos de nuevo a imagen y semejanza
de tanto ellos hacernos suyos,
de tanto vivir más en sus vidas
que en la nuestra,
allá, de espaldas a los espejos,
deseo inconcluso,
casualidad extraviada,
sordera, ceguera, nosotros,
nuestra vida en la vida de los otros
(y uno ni se entera).
HORMIGAS CANÍBALES
Vas por el bosque, lupas y libretas,
con gran seriedad clasificando hormigas.
Alrededor, los niños corren
sin mirar por dónde, y se hablan
a voces en lenguas improvisadas.
Los detienes por un instante,
les exiges que le impongan al juego
normas que sólo puedan ser pronunciadas
con nuestras palabras. Ellos asienten
por no dejar, continúan.
Entre tanto, en lo más profundo del bosque,
allá donde nunca has estado,
otras hormigas, enormes, desbordadas,
se entregan a su marcha de prisas caníbales.
Ni tú ni nadie ha sabido ponerles nombres.
Quizás los niños, en sus juegos,
pero mejor no hablar
de lo que no se puede nombrar.
EL MEJOR POEMA PORNO JAMÁS ESCRITO
Ella viene en todos los colores,
dice Jagger, se echa
un trago, besa a Marianne.
Años después,
ella (que no se llama Marianne),
peina su largo cabello frente a él.
Y él (que no se llama Jagger)
enloquece
y lame
y lamía
y lamerá
agua de lluvia sobre el último escalón.
En estos tiempos,
cada texto suyo tan sólo decía,
All work and no play makes Jack a dull boy.
Le hacía daño, a ella, le hacía daño
su tontería, su cobardía, su pasado.
«No busques en mí el dolor, no lo hagas», rogaba
con su ojos inmensos, ella.
Luego volvió
vuelve
volverá
a peinar su cabello largo y rubio.
Y él lamía
lame
lamerá
el agua de lluvia sobre el último escalón.
De El barco invisible, Oscar Todtmann editores, Caracas, 2020
Fedosy Santaella (Venezuela, Puerto Cabello, 1970). Ha publicado con editoriales como Alfaguara, Ediciones B y Pre-Textos (España). En 2009 fue becario del programa internacional de escritura de la Universidad de Iowa. En 2010 quedó entre los diez finalistas del Premio Cosecha Eñe de España. En 2013 ganó el concurso de cuentos de El Nacional (Venezuela). Ese mismo año estuvo entre los nueve finalistas del premio de novela Herralde. En 2016 se hizo acreedor del premio internacional Novela Corta Ciudad de Barbastro. En 2018 publicó el libro de poemas Tatuaje criminales rusos con Oscar Todtmann Editores. Ahora, de nuevo con Oscar Todtmann, publica su segundo libro de poemas: El barco invisible.