Sebastián Miranda Brenes
Yo debo ser todo lo vivo, porque el dolor es mi figura.
FRANCISCO TREJO
Un colibrí tocó mi ventana, me miró fijo y se mantuvo suspendido hasta que capté que me invitaba a acompañarlo. Así que extendí mis alas de tangara escarlata y nos elevamos de cara al sol. —Hay que apresurar el vuelo— me dijo, pues el colibrí tenía aún abierta la herida de haber nacido en un nido de serpientes.
Sobrevolamos la silueta de los tristes, aquellos que llevan la palabra como un hoyo en el pecho, y esperan un sitió cálido donde dejar su llanto, hasta sentir hambre de aire que los lleva a mendigar un trozo de ternura a una parvada de zanates.
Dejamos a esas aves solitarias que le temen al fuego y cruzamos por la ventana de aquellos que intentan gustarle a la vida, pero les cuesta remendar las rasgaduras a través de las palabras, y terminan con arritmias y sosteniéndose la cabeza, para que su pico no estalle contra el escritorio.
Llegamos a otra ciudad, una de seres que son paridos por poemas de trino seco, de voz baja. Una ciudad de murmullos y sollozos de quienes tiene el corazón atado a la madeja de su nido, y caminan en círculos, con aleteos lentos, y cantos tristes; esperando a liberarse para volar hasta la cornisa, y así contemplar un atardecer.
Luego volamos sobre un pueblo que olía a derrota, un sitio de llanto agudo, lleno de pájaros vencidos, pero de plumajes brillantes y tornasoles que, con sus lenguas, escriben los mejores versos en honor a su caída, para bienvenirnos a las dunas del desierto, donde nos posamos en un cardo hechos sed y con una marca dolora en el lomo. Ahí desempolvamos las alas y vaciamos el pecho antes de volver a volar, para picar en flores y cofres las nuevas amarguras de quienes nos envidian por poder abandonar, por instantes, el mundo que les duele.
Por eso evitamos entrar en las habitaciones o posarnos en la pantalla de quienes escriben como un intento fallido de vuelo, por eso preferimos cantar nuestras dalias, aunque les cause dolor a quienes intenta hablar entre versos y escuchan algo de sus huesos cada vez que sueltan un poema, antes de terminar hechos pedazos de mármol, o sal de cocina o saliva absorbida por una llanura de cenizas que colinda con el océano de hojas enmudecidas.
Sigo al colibrí con las alas extendidas, aún no me atrevo a preguntarle su nombre, prefiero que me guie anónimo por los valles de angustia o por los tálamos de quienes nacieron crucificados.
Ahí encontramos al escriba, que nos saluda al levantar la vista del teclado, y nos dice con la mano extendida:
“…soy un hombre
oculto en los cuervos del poema”.
“…mis escritos son más yo
que cualquier sonido de mi nombre”.
Comprendemos que él intenta legar su savia al mundo a pesar de su desprecio. Y lo vemos transformarse en un quetzal herido que asciende al sur, y en su aleteo nos deja una última pregunta antes que migremos de cornisa:
¿Acaso saben los albatros lo que buscan mar adentro
o prevén los mirlos la dimensión de su rapiña?
Al chocar suavemente contra otro cristal, encontramos la cara triste del poeta, diciéndose entre lágrimas que, si fuera lluvia, preferiría caer sobre las grietas, antes de llegar a los ojos vacíos o al polvo de bibliotecas, que antes de ser polilla prefiere ser paloma alimentada con maíz por manos viejas y evitar terminar en el fondo de la copa donde el mundo reserva su cicuta.
El poeta al vernos nos espanta, sigue escribiendo el poema de cumpleaños dedicado a Verónica, corre la cortina mientras nos dice:
“Solo hay algo cierto cuando me miro en los demás:
envejecemos, pero la angustia es la piel
que permanece sin arrugas”.
Así nos obliga a marcharnos, a continuar nuestro vuelo por el lago seco y estéril que es esta ciudad, donde cruje la nostalgia y las mujeres caminan heridas como pájaras migrantes.
Ahí nos topamos con un averío, alcatraces oscuros que sostienen palabras para retratarse, gavilanes que cruzan por pasillos silenciosos, garzas que se paran en el lomo del toro para alimentarse de sus garrapatas; y parvadas de patos que entre su graznido alcanzan a decirnos:
“La poesía es, entre otras cosas,
el dolor hecho verso”
“…es también lugar para ocultarse del mundo
y de sus perros”.
“… es también un constante nacimiento”
Con estas certezas iniciamos nuestro regreso, yo devastado por intentar seguir el aleteo del colibrí que me guía, con mis alas de tangara casi rotas, intento planear para volver hasta mi ventana, mientras lo escucho decirme: —cruzamos por una Tierra donde dios es lo humano, donde se camina con el dolor de una mariposa que cruza la calle, donde nada es libre, ni siquiera el viento que nos sostiene, donde el dolor crece como un roble que se poda con engaños, y el nombre de una especie se desgasta en un hueco del tamaño de la angustia—.
Hasta ese momento el colibrí se atreve a hablarme de la muerte, me cuenta que ella nos ofrenda alas para no llegar a ser absurdos ángeles, sino que nos concede la palabra, con la que cantamos, con la que gritamos al cielo donde vemos pasar las bandadas migratorias, para que, entre tanto sufrimiento, entre el desgarro del dolor, consigamos que el mundo pese menos.
Así concluyo de leer el libro De cómo las aves pronuncian su dalia frente al cardo, yo tangara escarlata guiada por el colibrí, el escriba, el poeta y el humano, Francisco Trejo, escritor mexicano que me hizo sobrevolar las calles del dolor. Un libro publicado recientemente por la editorial New York Poetry Press, en una edición bilingüe y que forma parte de su colección Museo Salvaje.
Un libro escrito con un lenguaje sencillo y directo, en donde con poemas cortos, Trejo concentra la esencia de la tristeza y de la angustia que a veces resulta estar viva. Un libro que es como un corazón en nuestras manos, que en cada palpitar se va volviendo arena, hasta que cada grano, o sea cada palabra, se vuelve un pájaro que se escurre entre los dedos; y vuela hasta posarse en los cardos y las dalias.