FIRST SERIES
LA POESÍA
Días claroscuros del invierno del ’68, la poesía
era gorrión que picoteaba y picoteaba la hoja y llegaba
con el invierno frío en el rostro de la joven enlutada,
la ceniza en la frente era fuga y aventura,
y yo sentía o presentía, que salvo relámpagos esporádicos,
mi vida no estaría a la altura de las olas, pero que
amaría el lúcido mar, el sol salvaje, la golondrina azul,
la poesía y el ángel, y, claro, digamos así fue,
y la poesía surgió en mi ventana con el habla
del gorrión y me habló caligrafiándome desde
el rostro moreno y el cuerpo ondulado
de la joven enlutada, y allá, más allá, más allá
de la ribera y de casas exiguas,
que parecen a un metro de precipitarse al mar,
entreveo hoy las montañas en la niebla azul,
y escribo un poema, igual o parecido al que escribí
en aquel invierno monótono, gris, tristísimo del ‘68,
cuando el gorrión entró por la ventana a escribir
–a picotear a picotear- en mi cuaderno de papel pautado
una leve melodía que no dejo de escuchar
cuando vuelven días como los de aquel invierno
lesivo, hosco, hostil, pero que al menos dio con su gran luz
la figura melodiosa de la joven enlutada.
Puerto Vallarta, 2012
AQUELLAS CARTAS
El ayer llega en el hoy que saluda ya el mañana.
Era fines del ’72. Yo atravesaba en tren
Europa occidental, o caminaba por saber adónde,
un sinnúmero de calles, y en cuerpos ondulados
de jóvenes tenues, o en la delgadez del aire en la rama
de los castaños, o en reflejos, que creaban imágenes
en aguas del Tajo, del Arno o del Danubio, la creía ver,
y ella lejos, en mí, en Ciudad de México, con sus
clarísimos 19 años, regresaba en verde o azul, para luego irse
y regresar e irse en el ayer que hoy llega para hablar mañana.
Era fines del ’72, y yo no sabía que el mirlo cantaría para mí
a la hora del degüello. Ella hablaba de amor en mí, por mí, de mí,
pidiéndome que le enviara más cartas, que guardaba
-eso decía- en el color de los geranios sobre los muros
de su casa en el barrio de San Ángel, sabiéndola diciembre
que era de otro, pero yo le escribía cartas y cartas
en el compartimiento del tren de una estación a otra
bebiéndome milímetro a milímetro la morenía de su cuerpo
como si fuera antes, sin saber que la tinta se borraba como
el color de los geranios en el muro de su casa.
Pero al evocar ese ayer convertido en un hoy que es ya mañana,
sin escribir ya cartas entre una estación y otra, me parece
que aún oigo la canción del mirlo a la hora del degüello.
GRABADOS ESPAÑOLES
Joven diciembre veo en el cielo las ciudades que fueron la ciudad de Toledo. Camino. Miríadas de alfileres destellantes pican y picotean la calle. Voces Voces. El río bebe la nieve y dice, al detener la ola, su nombre oriental. Casi tenues las calles suben, bajan, se cruzan, se entrecruzan, ¡Es el aire!
¿Yo? Yo anhelé que los astros fueran míos. Yo robé huella y polvo al dios del viaje. Yo soy la bestia que siempre han derribado. Mi padre fue como yo pero sin ojos. Degollaba corderos bajo el árbol y los nombres ardían en el mapa de su cara. Timoneó múltiples barcas, y en los atardeceres nos contaba con olas en la voz del trasmar y del trasol inexperimentados. Vigilé su sueño, lo guardé en la brisa y el aire marinos, y en un capítulo leí que la batalla y Paulina eran los ojos que esperaban el país y la ciudad natales, que a su vez esperaban al poeta que cantara las innumerables hazañas para que las generaciones venideras tuvieran algo que cantar. La melodía figura de Paulina –observó mi padre—parece el dibujo de un maestro ático en el relieve de un templo. Eso dijo.
Mi madre partió de tarde al sol. Soñó en un mundo feliz que nunca quiso. En la frente de los hijos señaló con ceniza la historia de la culpa con imágenes del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Antes del rosario o antes de dormir, pespunteaba en oro los relatos espléndidos del marido inolvidable al que nunca esperó. Discutíamos por nada, hablamos casi nada. No pueden hablarse dos gentes que crecieron destrozándose. Siempre, siempre.
El río se borra de mis ojos y al marchar me borra. Y yo ¿quién soy? ¿En qué espejo me perdí? ¿En qué río?
He negado a la sangre la heráldica más oro, las simbólicas fechas, la espada musical, el alba más alma que glorifica el cuerpo, y sólo sé que soy alguien --¿un aire, un simulacro?—que soñó una grandeza sin desprecio, que asumió la desdicha y el propósito.
CEFALONIA
Era agosto. Era 1988.
Yo veía desde lejos, como si estuviera
en cubierta, la línea verde, la línea larga
verde y sinuosa de la isla de Ítaca.
Oía el silbido de las embarcaciones
a punto de partir.
Bajo el sol en fuego de las cuatro de la tarde
a diario subía la colina para contemplar Ítaca
y oía los versos de los líricos arcaicos en el murmullo
de plata de los olivos. E imaginaba Ítaca.
En los caseríos de la isla miraba a las ancianas
tejer asiduas a la hora del atardecer y a los viejos
hablar como sólo lo hace el rumor de las olas.
Oía pláticas de los ancianos (que me sonaban
pero no entendía) frente a puertas y ventanas
de pequeñas casas albas que fulguraban más
con la fulguración del sol. E imaginaba Ítaca.
Con dos barcelonesas en las noches
cenaba cordero y ensalada,
mal gustaba del vino de resina, y decía que sí,
con seguridad decía que al día siguiente
me embarcaría hacia Ítaca: me esperaba el barco
en el que iría a la isla que era el final de la navegación.
La isla donde pensaba llegar. La isla
donde siempre pensé llegar.
Pero al alba siguiente posponía el viaje
para el alba siguiente y al alba siguiente
para el otro día. Mientras tanto,
subía a diario las colinas, visitaba en el bus
precipitados pueblos, saludaba
de mañana a los recién llegados,
los despedía al partir, y miraba
de tarde desde la colina
la costa esmeralda y ligeramente sinuosa
de la isla de Ítaca.
TELAR DE SAN CRISTÓBAL
Ante la iglesia otra vez de pie, observo las manos de la indígena que hila en el telar el cielo diáfano de diciembre, casas de barro y tejas, balconería que te asoma a los cuatro puntos coloniales, vendedoras que tienen la estatura del gorrión, artesanía policroma. En los pasillos multiétnicos van y vienen las jóvenes de Zinacantán con sus vestidos católicamente azules. Pasean hombres con máscaras de murciélago.
Qué hermosas las montañas con espesura de pinos.
“Cuando vine por los años ochenta –oigo tristemente lo que me digo al punto- ya sabía que la vida la había malbaratado y sólo mantenía la idea fija de emprender o seguir la fuga, que siempre es mejor a escribir el mejor de los obituarios. Entre desventura y vacío, llevaba la pluma y el cuaderno para pergeñar poemas por ciudades de occidente. Sobrio para vivir, hablé paradójicamente más de lo debido y dije a menudo lo que no debí decir o callé cosas que debí decir en su momento. Me avergüenza confesar que en ocasiones vilezas de los otros me ennegrecieron el alma y la venganza me fue y me sigue siendo una delicia oscura”.
Las manos de la indígena forman Cristos desangrados frente al altar. En tarea de relieve teje en la tela el pórtico de la iglesia de Santo Domingo. En los púlpitos de todas las iglesias de la ciudad los sacerdotes, no viéndose la cara, escupen fuego podrido contra rebeldes y escépticos para que nadie nos saque de la hoguera. Me detengo a mirar en el telar de la indígena la estatua del fraile de Las Casas que vigila desde lo alto a los hijos que tienen los dedos recién cortados y el alma disminuida.
“Es 11 de diciembre del año cristiano del 2007. Sería cumpleaños de mi padre. Es mejor no recordarme cómo fui porque no soportaría de nuevo observar la realidad. ¿Pero en verdad, abajo del BaúlMundo, tiene algún sentido buscar en la ceniza el oro de la justicia?”
Anochece. “Hace uno lo que puede, lloramos a la sombra de nuestra sombra”, me dice la mujer que me ha hilado y deshilado en la tela.
Vuelvo la vista y detrás de las montañas el sol cae, desaparece. Cierro los ojos. Cuando los abro sólo veo el telar.
LÁPIDA
Pasad y decid que a la tierra
fui fiel, y viví la experiencia
de la tierra. Que a la tierra ahora
vuelvo, pero que aun bajo tierra
entre polvo, cenizas y humo,
oiré a la luna,
a la luz, el sol en alto grito,
ramaje de muchachas quebrándose
como árboles, flores como frutos,
la poesía que cae en el cántaro,
y alzo y bebo, y frescura. Y vi tanto,
oh Dios, vi tanto.
Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949) es poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996), Viernes en Jerusalén (2005), Dime dónde, en qué país (2010) y De lo poco de vida (2016). Ha traducido libros de poesía, entre otros, de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Antonin Artaud, Blaise Cendrars, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese, Emilio Coco, Georg Trakl, Carlos Drummond de Andrade y Nuno Júdice. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, al francés, al alemán, al italiano, al neerlandés y al rumano. Ha obtenido en México los premios Xavier Villaurrutia (1992) y el Iberoamericano Ramón López Velarde (2010), y en España el Premio Casa de América (2005) y el Ciudad de Melilla (2009). El Festival de Montreal le entregó en 2014 el premio Lèvres Urbaines, en Quito, Ecuador, se le dio el Premio Festival de Poesía Paralelo Cero (2018) y en el Festival Internacional de Poesía de Bucarest el Premio Anton Pann (2019).