UN TOCADISCOS ES UN PUERTO SIN MAR: POSIBLE DELIRIO DE WILLIAM VELÁSQUEZ EN SU ESTUDIO
Por Sebastián Miranda Brenes.
Soñé que como poeta era un rockstar así como de niño soñé que era marinero, pues de pequeño habité un pueblo con olor a salitre, donde los ríos huían al mar y los pobladores a la capital, pero de grande habito un estudio lleno de libros, lleno de apuntes y poemas inconclusos; y en una repisa cubierta de polvo, un tocadiscos que reproduce hasta el sonido del triángulo de la sinfónica, hasta la subida al cigarro que Cohen jaló antes de terminar la grabación, y caminar hasta el Chelsea hotel, mientras yo en posición de gárgola en el sillón que da a la tornamesa, veo el disco girar a 33 rpm y me imagino que estoy en la tarima de Woodstock, leyendo entre ovaciones mi poema Hombre ante el océano, mientras Jimi Hendrix me hace un fondo de guitarra.
Ya no puedo ser del Club de los 27, me digo cuando la aguja se destroza contra el vacío, pues mi madre me parió en este Puerto sin mar en el año 77, una ciudad en forma de disco que es movido por los poemas que crecen en los árboles como mangos; y por un tren fantasma que levanta herrumbre de unas vías corroídas por la ceniza de un volcán tuberculoso. Ya pasados los 40, algo decepcionado pero satisfecho, me extiendo en el sofá y abro la boca como el rey de los lagartos, dejo que entre la saliva de Nina Simone cuando me repite que me sienta bien esta nueva vida de escritor publicado en Nueva York; y que pasea por Madison al lado de Amy Winehouse, y repitiéndoles versos de Lorca le doy la espalda al sitio donde mis padres, en medio de boleros, me concibieron y siguen esperando sus hectáreas de océano.
Un nuevo silencio me invita a levantarme para poner el lado B, camino como esos locos que habitaron estas calles, que paseaban inofensivos y descalzos, y que un día regresaron a la Luna marchando con la consigna: ¡Ciudad sin puerto: Puerto sin mar!, y sin despedirse partieron agradecidos con este lugar mojado solo por la lluvia, donde abrazaron un poco de libertad.
Tomo el Kind of Blue con extrema delicadeza, miró un leve reflejo de luz en el vinilo, y antes de dar play y retomar mi postura de flamenco me llegan varias reflexiones:
Vuelvo a sentarme en el side two de este delirio, en el que todo parece un blues gracias a Bill Evans y Coltrane. Me repito que primero fue la aguja y luego el golpe de las olas, para ser consciente de mi génesis, y que como morador de este puerto desmarejado entiendo de tempestades e insolaciones, que habito en un hotel de paso como si fuera un músico que se dedica a componer canciones que hablan de la lluvia; y que puedo andar por calles portuarias como una mota polvo entre los surcos del vinilo, y cantar desgajadamente Singing in the rain.
¿Será que mi ADN contiene las notas del Jazz o del Grunge? ¿Será que tiene un gen inserto con versos de Artaud y que sus hélices se tornan como una cantata de un puente amarillo? ¿Será que como caminante de un muelle seco aprenda a seguir los edictos del mar, y evite naufragar en utopías, evite temer a las profundidades y pueda ser un caminante de olas que rinden homenaje al ritmo de los ríos, de los tangos y del funk? ¿Será que puedo desdoblarme para escribirle décimas a roqueros que se han disuelto como estatuas de sal, mientras le sigo el hilo a un violín o a una tertulia?
Demonios efímeros y de espuma soplan a mi oído como una caracola, y me sacan de este absorto para contarme que Tom Waits, cigarro en mano, entona su Chocolate Jesus en la sala de emergencias del Hospital William Allen Taylor, con su voz empañada por la asfixia de mil batracios, es decir, intenta sobrevivir a un ataque de asma mientras su mirada se pierde en dos palmeras que parecen un par de pitonisas venidas a menos.
Ruben Blades y Hombres G me ayudan a disolver la tristeza de terminar con este trip que casi me hace saltar de un sexto piso hacia una piscina, y solo me dejan la melancolía de un retorno a una niñez perdida en la arena y a la voz de mi madre tarareando una pieza de Daniel Santos, cuando sacrificando un par de bolsas de arroz me regaló mi primer LP.
Cuando se termina el Blue World se detiene mi mundo y aparece un epitafio bordado con aguja. Escondo la mirada como Slash bajo su sombrero de copa. Apago el tocadiscos y salgo de mi estudio con el peso de la nostalgia y de algunas certezas:
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Termino esta reseña de los libros Los dictados de mar y Tocadiscos, del poeta costarricense William Velásquez, que fueron publicados en 2018 y 2020, respectivamente, bajo el sello editorial New York Poetry Press.
Sin duda, William fue quien me condujo hasta el delirio del sonido de acetatos delicadamente rayados por la aguja. Llevándome a escuchar los mejores blues, a tararear canciones noventeras que coreaba a todo volumen en la sala de mi casa, en aquella época de colegio, mientras me guía hasta darle la cara al mar, y devolver la caracola donde conservo los recuerdos de una infancia, de mi ciudad natal y el añoro de haber nacido cerca del océano.
En esto versos que me robo para hacerle un homenaje a estas obras, lo que me encuentro es un diálogo con la memoria, un reencontrar deseos entre casetes y acetatos, un volver a los primeros libros y discos, un retorno al borde de la infancia y la adolescencia, que en el caso de William las caminó a través de un pueblo que todavía extraña la vibración del mar.