FRAGMENTO APÓCRIFO DE “LA CULPA”
Siglos atrás, milenios,
fuimos fragmentos, papiros
dispersos por el mundo.
Vivimos atentos a los designios
de las estrellas y el corazón.
Contuvimos la respiración
ante el asombro último
de los astros y la luna.
Las rocas fueron asiento,
sedimento seguro y fresco.
Ya antes, animales gigantescos
habían cruzado los mismos
caminos y habían probado
los mismos frutos: algunos
frutos de su carne, frutos
del agua y de la tierra.
Los árboles habían dictado
las leyes del inquilinato
antes de los cuchillos y del fuego.
Después, mucho después,
su corteza sería la primera página,
las paredes el primer lienzo,
pero ante todo, fuimos
nosotros los primeros, atentos,
en dibujar un círculo perfecto.
Para ello tuvimos que inventar
la palabra “perfección”,
que designa aquello que no vemos,
que no sabemos, que no
tocamos y ante lo que
guardamos respeto y reverencia.
Fuimos huéspedes de un templo
mayor en la cumbre de un monte.
Supimos el rencor y la desidia,
también el sacrificio y el dolor.
Habríamos de inventar tantas
otras cosas como cabezas
se juntaran a pensarlas y a vivirlas.
Pero aún antes de todo eso,
aún antes de que las aguas
dividieran el huerto común
de nuestro Padre, dividimos
nosotros el hueso común
de su cráneo, con nuestras manos.
Festejamos largamente, hasta
que llegada la noche más larga
caímos rendidos junto
a un fuego apagado.
Despertamos, aturdidos,
y no había centro, no había
fuego, no había nada.
Por primera vez vimos nuestras
manos: carmesíes.
¿Qué inventamos ese día?
¿Quién dio la voz de alarma?
¿Quién, el primer grito
de socorro?, surgido de lo más
hondo de un pecho que habría
de ser estudiado por otros
seres, quién sabe si aquí
o entre los astros que nos
habían confundido tanto tiempo.
Estaba el hermano mayor,
estaba su hermana, que también
era mi hermana y su compañera.
Estaban todos los hermanos
y todas las hermanas, pero
ya no estaba el Padre, ya no
la Madre, o si estaba era otra
piedra más del templo, otra
leña más del fuego, otra
hoja desprendida del silicio,
del rocío, de las nubes
o algo parecido a los rayos
del sol que atravesó nuestros ojos:
fue la primera resaca, la primera
certeza de la finitud de todas
las larvas, hierbas y mamíferos.
¿Qué sentimos esa vez?
¿Fue acaso el primer
atisbo de conciencia?
Nadamos hasta la orilla,
nos pusimos en pie,
conquistamos las praderas,
habitamos frías cuevas,
abandonamos a los nuestros,
luego decidimos enterrarlos.
Inventamos rituales, rezos,
homilías enteras como
poemas para implorar perdón.
¿Acaso lo obtuvimos?
Nunca el perdón, siempre
la culpa, el pecado original,
la herida oculta, la cicatriz
que nos recuerda la caída.
Hoy, cuando levantamos
la vista hacia los astros
los seguimos llenando
de sentidos que no existen.
Hay un hueco hondo y oscuro
que jamás se llena, una culpa
ciega que todo lo empaña,
que todo lo curte con su
barro y lo nutre con su polen.
Los templos antiguos
son ahora ruinas, las casas
de los moluscos y las hienas.
Las hierbas que recogimos
no curan ninguna enfermedad
ni sirven como bebida
en el invierno gris de los valles.
Cada palabra pronunciada
es la expiación y su reverso.
Culpamos al cuerpo. Culpamos
al alma. Culpamos
a la sed y al deseo.
Nada nos apaga, nada
nos enciende. Vivimos ahora
el presente inagotable
de un dolor que no se cura,
de toda la ausencia
infinita de la redención.
Tomo unas semillas, las sumerjo
en un plato de leche tibia,
macero unas hierbas,
me siento a observar
el horizonte. Desde que salimos
del agua está ahí, el horizonte:
inexpugnable, inalcanzable.
Cada día que pasa
lo miramos y cada día
se hace más pequeño.
Bebo la leche tibia y mi boca
vuelve a enmudecer.
Gustavo Solórzano-Alfaro es un escritor costarricense nacido en la ciudad de Alajuela en 1975, autor, entre otros libros, de Nadie que esté feliz escribe (Santiago de Chile: Nadar Ediciones, 2017-2021) y La oscuridad intacta (edición y traducción de poemas escogidos de Dana Gioia, España: Pre-Textos, 2020). Se gana la vida como editor y vive en su ciudad natal con Elsa y César.