LA CIGARRA Y LA LÁMPARA
por Audomaro Hidalgo, 2021.
La editorial Pre-Textos acaba de publicar la Obra completa de Eugenio Montejo. El tomo primero está consagrado a la poesía, desde Élegos (1967) hasta Fábula del escriba (2006). También se agregaron unos Poemas misceláneos, algunos de los cuales ya conocíamos, como la «Nostalgia de Bolívar». El segundo volumen estará consagrado a la no menos importante prosa de Montejo, la del ensayista y la del creador de esos escépticos y rebeldes “colígrafos”: Blas Coll, Eduardo Polo, Tomás Linden, Sergio Sandoval. En México ya habían aparecido dos antologías remarcables: Alfabeto del mundo (FCE, 1986; 2005) y Geometría de las horas (Universidad Veracruzana, 2006). Ambas daban una imagen bastante completa de Eugenio Montejo. Pero nos hacía falta una edición como la de Pre-textos para poder apreciar en su totalidad una de las aventuras más singulares de la poesía escrita en lengua castellana de los últimos años. La justicia poética nunca se retrasa ni se adelanta: es siempre oportuna. La obra de Montejo (re)aparece en un momento en que en Francia, por ejemplo, se habla de la crisis del canto y se busca un «lyrisme critique». Es curioso que un espíritu como el francés, al que le encanta escamotear y disimular la muerte, haya decretado antes la muerte del autor, la de la novela y ahora la muerte del canto. Pero la poesía de Eugenio Montejo nos recuerda que cantar es aún posible y que el canto no ha perdido sus poderes de encantamiento. Al hablar de la cigarra, el poeta venezolano dice: «el canto ha sido siempre su trabajo». El Canto fue siempre la humana labor terrestre de este poeta venezolano.
Leer la poesía de Eugenio Montejo es asistir a un proceso de transmutación de la realidad. Sus poemas, por lo general breves, nos permiten atisbar una dimensión sagrada de la vida. La experiencia del poema es un punto de contacto con ese sentimiento numinoso, por lo general ignorado pero que está latente en lo más profundo del hombre:
Guarda silencio ante el poema,
circula entre sus versos, no interrumpas el paso.
Es casi una oración atea, pero es una oración.
El verso de Montejo no procede por acumulación y saturación sino por concentración y depuración, aunque a veces cae en el prosaísmo y no escapa a la fatalidad retórica del español. Sus temas son los temas de siempre: el deseo, la mujer, el tiempo y su «fugit irreparabile», la muerte, Dios, la soledad. Eugenio Montejo era un poeta que esperaba que menguasen «el odio mecánico del día/la barahúnda feroz de la chatarra», para escuchar entonces la palpitación del universo, los latidos de la noche. Sus poemas poseen un aura de misterio y hay en ellos una potente luz nocturna, esta luz no es tanto la de la lámpara (símbolo de su poética al igual que la cigarra) que siempre lo acompañó, sino la de un sol concentrado que emerge desde la fuente en donde el poeta hunde la mano para entregarnos «el oro nocturno»: la imagen, la metáfora, el poema. Sus composiciones líricas son como mágicas cajas musicales, al abrirlas (al leerlas) no encontramos a la pequeña bailarina sino los astros y su danza, también pájaros, ríos, piedras, gallos, nubes, seres desaparecidos aparecidos. Poemas: cajas de música en donde se escucha «el sonido forestal de la tierra», «el alfabeto del mundo». Los poemas de Montejo se despliegan en base a un principio de oposición entre el movimiento y la quietud, el viaje y el reposo, el desplazamiento y la permanencia, entre el allá y el aquí. Un recurso así requiere, para ser efectivo y apreciado, medida en la línea y brevedad en la composición. Esta tensión es precisamente la fuerza que hace avanzar a sus poemas y los sostiene. Pero el núcleo central de esta poesía es el tiempo. O mejor dicho los tiempos. No hay uno sino varios, todos ellos anudados en el instante que convoca y consagra el poema. El futuro permite actualizar el pasado que es siempre presente. El tiempo no es una llana sucesión, es materia maleable y se puede barajar. ¿Lo aprendería en Borges?
Montejo encuentra en el ahora el punto de intersección de los tiempos. Este es uno de sus fundamentos poéticos, lo desarrolla a lo largo de toda su poesía y alcanza momentos de percepción temporales asombrosos:
Me inclino a ver en unos ojos
recién abiertos, llenos de otro mundo,
su primer grito delante del misterio.
Al fondo asoma de pronto el rostro mío,
cincuenta años atrás, con mis padres en torno,
mientras la noche cae sobre la sala
con un opaco susurro de enfermeras.
No sé por dónde entra el ayer. Mi poesía
está escrita en el asombro de esos ojos;
puedo leer cada palabra en sus retinas,
con mis horas de lámpara, mis viajes,
línea por línea sin que una letra falte.
Cada poeta reinventa la tradición, al reinventarla la hace suya y la prolonga. Pero también se debe luchar contra ella. La tradición es una órbita de gravitación. Se puede ser un poeta siendo un forajido de la tradición, pero se corre el riesgo de extraviarse. Montejo tuvo conciencia del verso y su ejecución desde un principio. Esta conciencia se adquiere precisamente gracias al contacto permanente con los poetas del pasado. Una tradición no se hereda, se conquista, y este acto exige un enorme esfuerzo y muchas horas de estudio. El pasado de un poeta no lo constituye su biografía sino el pasado de su lengua. Eugenio Montejo leyó muy bien a los clásicos españoles del Siglo de Oro, sobre todo a Quevedo, sacó provecho de las lecciones de Juan de Mairena, hizo suyo al primer Pellicer, aprendió de Blaga la dubitación poética, el decir las cosas como si no las supiese, como si siempre estuviese dudando, y de Cavafis el monólogo y la máscara poéticos. Eugenio Montejo, espíritu eminentemente clásico, con un fuerte sentido de la mesura y de la estructura, enamorado de la forma y de las formas del mundo, poseedor de todo el arsenal retórico de la tradición, luchó contra sus dones y se enfrentó al poema extenso. Lo intentó en «Partitura de la cigarra». Compuesto de más de trescientos versos, esta obra abunda en reiteraciones, divagaciones y repeticiones. A veces nos da la impresión que no avanza. Está compuesto de diecisiete poemas que se pueden leer de forma individual y que a pesar de su diversidad poseen unidad de tono, color y temperatura, pero el conjunto no nos da la sensación de la totalidad como sí nos la dan algunas obras cumbres de la poesía de lengua castellana, siempre clásicas en su ejecución. En esas obras encontramos una visión del hombre y una imagen del mundo y del trasmundo. En realidad, «Partitura de la cigarra» no tiene momentos álgidos. Pero tampoco bruscas caídas. Otras son las cimas de Eugenio Montejo: Terredad (1978), Trópico absoluto (1982) y Alfabeto del mundo (1987).
No hay grandes cambios en su poética. Desde el comienzo encontró una manera y un acento que mantuvo a lo largo de su escritura. En esto se parece a su admirado Carlos Pellicer. Por ejemplo, nunca exploró el poema en prosa, quizá porque vio en la obra de su compatriota Ramos Sucre un momento culminante de este género. Montejo también pudo haber sido un poeta en prosa de alto lirismo. Cuando leo a Eugenio Montejo pienso en otros dos solitarios: el colombiano José Manuel Arango y el argentino Enrique Molina. Con el primero lo une el temple filosófico; con el segundo, el aliento pasional de la existencia. A Montejo no le faltó humor ni ironía, supo verse con distancia y reírse de sí mismo, aligerarse; le restó gravedad a la vida y la enriqueció con una nueva categoría de la condición humana: la «terredad». En él Heráclito el oscuro y Lao Tse el prudente se dan la mano. Hubo siempre en Eugenio Montejo un filósofo y un místico, raíces que hacen más completo a un poeta.
Recuerdo que Antonio Deltoro entró apesadumbrado una mañana al salón en que se celebraba (y se disputaba) la tutoría de poesía, cada jueves, en la Fundación para las Letras Mexicanas. Algún indiscreto de entre nosotros (éramos seis en aquel taller) le preguntó qué pasaba. Deltoro guardó silencio un instante y de golpe nos dijo: «Acaba de morir un amigo. Murió Eugenio Montejo». La noticia nos cayó a todos como un duro golpe de agua fría en el ánimo. Nadie dijo nada. Por esas fechas la Casa del Poeta «Ramón López Velarde» organizaba un ciclo de lecturas en el que participaban, cada mes, poetas de la América de habla castellana. Por la Fundación habían pasado Oscar Hann y Rodolfo Hinostroza. Era fuerte probable que en algún momento Eugenio Montejo nos hubiera visitado. Tras unos minutos de tristeza compartida, Antonio Deltoro sacó de su maletín un ejemplar de Alfabeto del mundo, lo abrió al azar, se lo extendió a Javier Peñalosa y le pidió que leyera. Entonces Javier comenzó a leer en voz alta:
Creo en la vida bajo forma terrestre,
tangible, vagamente redonda,
menos esférica en sus polos,
por todas partes llena de horizontes.
(…)
Creo en la duda agónica de Dios,
es decir, creo que no creo,
aunque de noche, solo,
interrogo a las piedras,
pero no soy ateo de nada
salvo de la muerte…
Audomaro Hidalgo nació en Villahermosa, Tabasco, en 1983. Es poeta, ensayista y traductor mexicano. Ha publicado El fuego de las noches (2012). Estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, Argentina, así como una maestría en Letras en la Universidad du Havre, en Francia, país en donde reside desde hace cuatro años. Poemas suyos han sido publicados al inglés y al francés.