CARRETERA 50
Perteneces —lo sabes— a esa raza estafada
que el dolor acaricia en los andenes.
ÁNGELES MORA
Sé que tiene sus riesgos iniciar este viaje,
y seguir conduciendo, en el atardecer.
La carretera inhóspita se abre ante mis ojos
con su asfalto teñido de confusos violetas
y en el arcén las copas de los árboles
forman quebrados márgenes que pretenden un bosque.
Pronto me envuelven los sonidos
de esa canción antigua, sus golpes de memoria
— Knock, Knock, Knockin´ On Heaven´s Door— -
y mi mirada busca el espejismo
de un cuerpo, de otra risa que salve mi viaje
pero el retrovisor, en su bruma, devuelve
tan sólo el balanceo de un león de mentira
sobre un fondo de asientos vacíos y arañados.
Los faros iluminan por trechos el camino
—negro que funde a verde, verde que torna en negro—.
sin apenas vislumbre de horizonte.
Me vigilan los ojos de una fiera,
su cuerpo es una ráfaga de fuego
que se adivina entre los raudos árboles
y finge acompañarme silenciosa.
Se abren las sombras como heridas, luego,
por el brillo animal de esas pupilas
y una silueta larga se dibuja
allí donde relumbran, al oeste,
raíles paralelos a mi huida.
Oigo ya muy cercanos los jadeos de un tren
—ese enjambre de luces parpadeando en mis gafas-—
que marcha acompasado con mi propio rugido.
En el cristal de una ventanilla
reconozco las letras que dejaron los dedos
de una niña al jugar con pizarras de vaho.
Sobre el primer pescante pone su huella el pie
que con temblor llegaba, tarde, al amor primero.
Y en los vagones encendidos, rostros
de mujer, raramente familiares:
esa que ordena su maleta —ropa pulcra a diario,
doble fondo de noche con poesía—,
la que lee a deshoras su libertad de insomnio
o duerme soledad en el compartimento,
aquella que recuerda la risa de su hija
mientras contempla el mar, mudo detrás del vidrio.
El coche avanza casi a oscuras,
intermitentemente traspasado
por la grieta de luz del tren en la arboleda.
Mas de pronto da un giro, alcanza un puente,
hunde su voz de flecha en la distancia.
Detengo el automóvil y trato de escuchar
los pasos ya veloces de este animal nocturno
que sigue inexorable buscando su destino,
sin darme tiempo apenas de cruzar la mirada
con la mujer que espera en el vagón de cola.
Y vuelvo a conducir en la noche cerrada,
fiando en cortas luces, rastreando el horizonte
hasta que el tren y yo tan sólo somos
puntos de luz perdidos, tiempo en fuga.
PERSPECTIVAS
A veces el poema es un espejo
y su fondo delata.
Allí contemplo ahora
la imagen invertida de mis manos,
su arbórea arquitectura
de venas, de cartílagos, de uñas.
Las manchas diminutas donde traza
su oscuridad fugaz lo ya vivido.
El reverso de líneas incompletas,
de huellas diferentes que tantean el mundo.
Esa cóncava hondura con que esperan
la caricia del agua.
Son mis manos, las mismas manos
que con cuidado intentan
romper la cáscara de cada día,
sostener solamente su centro luminoso.
Las que tratan, al escribir palabras,
de despojar sus dedos de la sombra
como si fuese un guante ya gastado.
Pero detrás de ellas, en el punto de fuga
trazado en el azogue del cristal,
se dibuja un paisaje con patíbulo:
la escalera, los postes, la trampilla
y el balanceo rojo de una soga.
Me estremezco al pensar si muchas veces,
mis propias, inconscientes, viejas manos,
aunque no hayan movido la palanca,
han apretado el nudo.
CAZA NOCTURNA
En el suelo mojado de la página
piso los bordes alargados
de una luz derramada que persigo.
Es difícil, pues camino en la noche:
la hilera interminable del recuerdo
tachándome las calles de costumbre,
sucesivas pupilas de palabras
cayendo en vertical sobre este asfalto.
Desoigo el verso que, vacío,
cantan los rótulos en la avenida
y el súbito destello de los coches
que se cruzan como una estrofa en fuga.
Mi cuerpo, vehemente, se aprieta
contra los muros y sus sombras.
Llego a casa.
Un zarpazo, un golpe oscuro,
que no sabe siquiera ser preciso,
me derriba,
casi a tientas enciende
la orilla nueva de un poema.
DESCONOCIDA
La observo, es tan joven
tras esa cristalera iluminada
en el café de la estación:
casi un cuadro de Hopper.
Una taza blanca sobre la mesa
y en sus labios ese brillo mojado,
quizá el sabor amargo
de la fugacidad.
Su cabello castaño roza
los bordes de un libro,
pero alza la vista y su mirada
parece ir en busca
de la columna del reloj.
Allí unos engranajes nos confunden,
hacen girar el eje de sus horas
en el de mis minutos.
—Apenas se distingue, mas, de fondo,
suena el entrechocar de agujas:
una mujer mayor está tejiendo
hilos de dos colores
y, con ellos, trama esta tarde—.
La chica con mis ojos
vuelve a las páginas que lee
mientras un tren que parte cruza,
súbito fulgor, el cristal.
—Unas agujas lentas
acuchillan el tiempo
y pronuncian mi nombre—.
Esa brizna de fuego es el deseo, esa marea de oro,
ese botón de niebla
que aprietas tú, yo pulso, con sólo una mirada.
Un acorde en el aire
contra todos los muros disonando. Algo cumplido de humedades como la caracola en que el oído
un son de vida y muerte reconoce.
Quizá una piel que arrastra aún hebras perdidas
de labios en la luz.
Algo que anoto y, en la página, es puro tacto entre mis dedos, como una concha y sus volutas, como la música y la noche,
como el rayo de un cuerpo fugitivo.
MI MIRADA ENCENDIDA
contempla abarrotados anaqueles
—limón, vasos volcados, perfiles de botellas— donde ofrece la noche su piel de desenfreno. Casi tocan mis manos
los párpados mecánicos de una luz cambiante en que ciudades, cuerpos, desafiantes rostros salen de la pantalla fingiendo ser relámpago. Pero ocurre la música,
su red de telaraña, su textura innegable de color y de pliegue.
Pero avanzan las voces y, lejano. el huracán avienta su ceniza. Lejos sucede el trueno,
—sus manos ya en mi cuerpo, cercano terremoto, convocan la nostalgia de otros brazos—.
Se vuelve íntima la noche
y yo busco en una boca urgente la saliva del caos.
En la acera, entre sombras, amor y soledad van pactando su herida.
EL FARO
El luminoso haz del faro
recorre, lentamente, este paisaje oscuro.
Desaparece rápido, mas deja
reverberando en mis pupilas
sombras en que la roca se vuelve acantilado,
la amenaza de olas encrespadas,
una lejanía con barcos:
esa alargada franja horizontal
con imágenes rotas y fugaces
que siempre es el poema.
No sé si en sueños o despierta
cada noche espero el latido
de luz intermitente de este faro.
Como si fuera un puzle
manejo lo vivido, anoto la mirada.
Trato de iluminar por un instante
la niebla de una página.
NIEVE SOBRE CAMPO DE ATLETISMO
Esta página, que hace 36 letras estaba en blanco, no puede ser un puente de suicida.
No puede tener la mordedura, el tachón de los dientes de esos perros insomnes que siguen acechándonos.
El acento oscuro de las palabras no dichas a tiempo la sobrevuela. Pero no hay que dejar que su sombra caiga en picado sobre este folio, que su graznido culpable picotee las entrelíneas. Ni que trace el acantilado herido de la memoria sobre lo ya escrito.
En la piel de esta página, la araña de la tinta ha dibujado ahora una ventana.
Al otro lado, espera un campo de atletismo cubierto por la nieve.
Caía sin cesar la nieve durante la noche y ha cuajado en mi voz.
Pero aún se transparenta algo de tierra roja. Está allí, en el susurro de las líneas encarnadas que pugnan por emerger bajo el manto de copos. En esa enredadera que forman las palabras como pasos de sangre contra lo blanco.
Allí -sospecho- aún late, sonámbulo, el poema.
Trinidad Gan nació en Granada, en 1960. Sus primeros textos fueron incluidos en las antologías Antología (1996) y Nuevas voces de la literatura en Granada (1998). Publicaciones: Las señas del pirata, poemario-plaquette (1999), Fin de Fuga, XX Premio de Poesía Ciudad de Cáceres (2008), Caja de fotos, XII Premio Surcos de poesía (2009), Receta para el fuego (2014), El tiempo es un león de montaña (2017), XX Premio de poesía Generación del 27 y La nave roja (2020). Ha sido incluida en diversas antologías internacionales y ha participado en Eventos literarios universales representado a su país.