EL DUELO, UN PADECIMIENTO COMPARTIDO (PRÓLOGO SEGUNDA EDICIÓN)
Néstor Mendoza
El duelo fue mi segundo encuentro con la poesía de Igor Barreto (el primero fue con Tierranegra). Con El duelo pude ratificar, muy tempranamente, sus intereses formales y temáticos; también logré comprobar algo mucho más determinante en su obra: su actitud hacia el lenguaje y su postura discursiva. Allí, en el discurso, encontré un aspecto que sigue siendo frecuente en sus títulos posteriores, por ejemplo, en Annapurna y definitivamente en El muro de Mandelstam. Cuando el poeta utiliza el verso o la prosa revalidamos un aspecto que trasciende la disposición de las palabras en la palidez de la hoja. Una reflexión implícita, culta, no siempre tácita, se manifiesta.
Quisiera tener las palabras estrictas —¿esto es posible? — para explicarlo mejor: el verso de Igor Barreto es exigente porque no se vincula con los rasgos líricos habituales; tampoco su prosa, que a veces es narrativa y «periodística», microficcional, sin afiliarse a ningún sector, sin determinarla exclusivamente como poema en prosa. Negar esto sería silenciar grandes rasgos, ricos atributos. Si lo leemos dentro de las convenciones del poema saldremos defraudados. Esto sucede porque su poesía se aleja del canon de la emoción, o al menos él nos plantea otra emoción para nada lacrimógena. Yo leí El duelo, aquel año 2016, y tuve esto en cuenta. Salí de él, del libro, consciente y asombrado. Algo nuevo había allí, algo que no estaba presente en Tierranegra, algo que se veía (que yo veía) por primera vez en sus textos.
¿Cómo nace este libro? Nace, en primer momento, por el estupor que experimenta: el robo y posterior descuartizamiento de dos caballos («uno árabe de los corrales de la criadora norteamericana Mary Ransey, y otro, un potrón cuarto de milla que pertenecía al criador Antonio Mosquera»). Esta trágica historia da el impulso necesario para una indagación: se abre un capítulo de novela negra en el que el propio Igor funge como detective o investigador privado. El duelo es un libro que nace por un interés específico, un dolor que se transforma en búsqueda personal. El poeta rastrea el origen de ambas muertes en la ciudad de Maturín y se reencuentra con una miseria nacional. «Ante el hambre retrocede el espíritu», dice Igor en su ensayo-poética. Esto me hace recordar una dura película post apocalíptica, The Road. En ella, un padre y su hijo pre adolescente luchan por la supervivencia en un mundo convertido en un páramo invernal. Los personajes centrales de la película prefieren morir antes de acceder al canibalismo de quienes sobreviven en la Tierra, pérdida final de su humanidad. El hambre es la catástrofe más visible del film, del país y de este libro.
Igor Barreto tiene conocimiento pleno de sus instrumentos: uso elegante de los adjetivos, frecuentes encabalgamientos, cierto léxico especializado, el verso corto y sentencioso y la prosa meditada, la viñeta reflexiva que describe con detalle la ausencia trágica del caballo («Desapareció sin señal, ni sonido. En la mañana descubrimos su ausencia»). Concibe la estructura de este libro como pesos: uno lírico, uno dramático y otro narrativo. Yo diría que sus poemas en prosa son como esquelas eruditas, demasiado estilizadas para ser leídas en la prensa diaria (el macabro hallazgo). Esta edición de El duelo incluye un ensayo final, como epílogo, que funciona como poética; se trata de un texto tan valioso como los propios poemas, pues ofrece una evidencia hasta ahora inédita: «La apropiación, la simulación, la aproximación con la prosa, con el aforismo o el haiku, fueron la cordada que me guio en la escritura de El duelo. Pero aún podría señalar otro recurso que intensificó (para mí) la impureza de estas páginas: me refiero a la tentación del reportaje, o a la simple indagación de sesgo antropológico».
Igor Barreto, con inclinación objetivista e imparcial, que lo acerca a la lírica norteamericana, describe los hechos de tal forma que somos testigos de primer orden. El verso y la prosa de Igor son refinados, por eso la dificultad para seleccionar o segregar. El autor utiliza diferentes recursos para la manifestación de estos dolores que tienen como centro la desaparición (el asesinato, si la palabra cabe) de los equinos. No hay un solo caballo en este libro, aunque pudiera ser el mismo animal que parte de las fábulas de Esopo y llega hasta las caballerizas actuales.
La poesía, como nos recuerda la poeta Gina Saraceni aludiendo a El duelo, «le da una inscripción verbal y simbólica a la muerte del caballo al impedir que su vida cese simplemente de existir». El caballo y el humano que lo acompaña (en ese orden) son los protagonistas. Para quienes leemos estos relatos sin la base de la experiencia, como advenedizos, logramos ver y sentir lo que nos expresa. Es un dolor que muchos no experimentarán de manera expedita, pues no todos tenemos acceso al universo del animal ausente. Pero este es el lugar propio de la creación poética: hacer que miremos de cerca el padecimiento del otro.
Independientemente de los rasgos políticos y sociales, en El duelo hay nobleza porque el caballo es una representación alta del dolor: el dolor ante la pérdida, dolor humano.
EL CABALLO ÁRABE
es de lomo corto
porque tiene
unas vértebras menos.
Pero su corazón es mayor.
—Es mayor.
Fue el eco del silencio
al fondo del establo.
ESPERADO ACONTECIMIENTO
Estos son los hijos de los caballos
que alguna vez me regalaste.
Estuvieron alzados en un médano
más allá de las sabanas
que durante el invierno
se aniegan
y son un verdadero mar de agua dulce.
Pero ellos han vuelto
justo en el momento
de abundante pastura
en estos campos
que aman el desorden.
Aunque debes saber
que también me refiero a nosotros,
los arrollados por el envés:
por la carga de incertidumbre
que la vida
y el esperanzador futuro tienen.
Pero tú llegas de pronto
y me los entregas:
al potrillo saino
y al moro.
Cúanto me alegro, digo,
porque llueve
y las astromelias colgadas de los aleros
¡por fin florecieron!
Claro, era cosa de esperar
que las hojas
se acumularan en el patio
para quemarlas.
Nuestro deseo de vivir
se realizó de manera casi involuntaria
y ya no estamos hipnotizados
por la corona
de los segundos que pasan.
La vida de estos potrillos
pertenece desde ahora
a este tiempo.
¿Y en qué cañada habrán muerto sus padres?
¿acaso
lo sabes?
LA VENTA DE LA YEGUA
Aquella mañana amanecí colérico.
Pero a la casa de hacienda, en las afueras de Oregon,
llegaron temprano un par de amigos caballistas.
Quienes aman los caballos
generalmente viven en cuartos desordenados:
la ropa interior, los calcetines, los paños, las camisas,
se esparcen arbitrariamente con la misma naturalidad
que gobierna un collado silvestre:
un atajo de hojas por allá,
unas piedras por acá.
La cocina no era menos:
las hornillas recubiertas con la costra de algún desayuno tardío.
Entre caballistas la amistad está impregnada
de un malsano interés.
Entran a la casa y se sientan junto a revistas equinas
apiladas sobre el fuelle de butacas de cuero.
Desde allí repasan con la vista las pertenencias del otro,
siempre pendientes de intercambiar algo
o sacar ventaja del préstamo de algún ejemplar
que sea buen padrote,
o un potrón de especial postura y velocidad
capaz de negociarse a buen precio.
En el azar de estos divertimentos, el deseo de posesión
te podría aniquilar o hacerte desaparecer.
Se trata de una emoción básica,
una amistad en estado bruto: donde hay manía por la belleza
y el sobresalto equiparable a una partida cerrada de pocker.
Aquel día
el sol había encendido un relámpago sobre los techos de zinc
y su flama
espejeaba en el centro de los caminos de tierra.
Un disgusto
es simplemente algo que no puedo disimular.
Encendí un cigarro
todavía con la buchada del trasnocho en la boca
y lancé con fuerza la ebullición del humo
para luego quedar solo,
justo en medio de la fragante niebla agrisada.
Los visitantes estaban apostados cómodamente en la sala
y desde ahí escucharon de pronto la queja de una yegua:
fue un relincho agudo
como si la yegua estuviese en celo llamando para que la vieran.
Los visitantes salieron al umbral de la puerta
y caminaron hasta el potrero que con tierra abonada y negra
espaldeaba la casa.
Era un corral hecho de tubos
pintados con antioxidante color naranja.
Allí cabeceaba, arriba y abajo, aquella yegua alazana cuarto de milla
de ancas musculosas y buena alzada,
hija del afamado padrote ganadero, Brakafit.
Tenía un rayo de nerviosismo
que repetía sus descargas sobre el lomo sedoso y pardo.
Era una potranca de corte y aparte: con gran habilidad
para separar un toro cimarrón y conducirlo mansamente a su redil.
La verdad es que arrobado por la locura de las Furias
le dije a uno de ellos:
–Si te gusta tanto, dame los diez mil dólares que habías dicho.
Tal y como lo oyes, te la vendo.
– ¿Tendrás una soga? (Respondió, y sacó la chequera para estampar su firma.)
El vaquero sujetó con un lazo la cabeza de la yegua,
abrió la tranca de la corraleja, y se fue directo al trailer
pegado al parachoques de su camioneta.
Perdí la yegua y no la vi más.
Quedó una foto en un marco pequeño
colgado en un clavo sobre la suwichera del único baño de la casa.
Fue una suma irrisoria que acepté en un arranque de ira.
Luego pasó un año y llegó la feria de exhibición equina de Albany.
Desde mi finca a orillas del lago Thompsons Lake,
hasta el parque ferial de Albany era un día de camino.
Transcurrían aquellas noches ventosas de julio
y en el concurrido evento unos reflectores iluminaban un corredor de greda
para el desfile de ejemplares que pertenecían a caballistas conocidos.
Todos querían vender un par de potros,
o simplemente mostrarlos para prestigio de sus caballerizas.
Era muy difícil distinguir el rostro de alguien entre la multitud,
y más aún, entender una palabra pronunciada entre tantas otras.
Había una sensación obsesiva
transmitida por estos seres que se desplazaba
bajo un propósito supuestamente seguro.
Me senté sobre la talanquera de hierro
que flanqueba el pasaje de greda humedecida para el desfile.
Los caballericeros caminaban al costado derecho de sus ejemplares,
sosteniéndolos con las correas de apero
que aseguraban sus cabezas.
Cuando vas a pie junto a un caballo,
apoyas el tacón con firmeza
y a su vez el caballo trata de marcar la velocidad de tu paso y tu ritmo.
Desfiló el potro rucio moro de los Stevenson;
y una potranca árabe (cuello de cisne) perteneciente al Montana Ranch.
Y luego, de un breve espacio de tiempo
equivalente a tres respiraciones profundas,
apareció «la mía», la que había vendido, la yegua alazana
de corte y aparte
cuya foto aún pendía sobre la suwichera del único baño de la casa.
El Dios Vishnú reencarnó por momentos
en la figura vaquera del nuevo amo de la yegua, aquel «amigo»
que me había ganado lo que en realidad fue una apuesta
de miserables diez mil dólares.
La aparición del Dios Vishnú fue súbita
entre la gente, y desde ahí, pícaro y simulador,
le hizo señas al peón caballericero para que soltara la yegua,
y al fin pudiéramos rencontrarnos.
La yegua caminó hacia mí: ¡Su verdadero dueño!
Y al llegar, el animal apoyó su cabeza sobre mis piernas
buscando que le acariciara el mechón de crin entre sus orejas,
y el lucero encendido de su frente.
La mano arrepentida y el roce cálido
y cercano, apaciguó mi alma.
DIVAGACIONES
AL final todo
se redujo al hecho
de que no tuve tiempo.
Qué distracción
cuando tomé
por el camino equivocado
y el rodeo
me llevó al encuentro
con extraños:
cuando hablas
con gente extraña
alguna duda te queda.
Y así
llegó:
«La inesperada»
Por qué no seguí el arrullo
de la música del bar
de la familia Villanueva.
Ahora… que tardíamente
recodé la letra
de aquel danzón:
su primer verso,
y tal vez el segundo,
con un compás desdibujado.
Pero…
en fin,
habrá o tendré
que cantarlo
bajo el envés
de una piedra.
NOTA DEL AUTOR A LA SEGUNDA EDICIÓN
Esta nueva edición de El duelo, que he preparado junto a El Taller Blanco Ediciones, trae algunas sorpresas para los poquísimos lectores que siempre acompañan fielmente al libro de poemas. Desde aquella primera edición del 2010, hasta esta segunda del 2021, la trágica desaparición de aquel par de caballos ha ido revelando nuevos puntos de conciliación, nuevos poemas y reflexiones que llaman a la necesaria humanidad. Se agregan a esta edición los siguientes textos: «EL caballo árabe»; «Esperado acontecimiento»; «La venta de la yegua» y «Divagaciones»; así como el ensayo-poética, como epílogo, titulado «Memoria de El duelo».
Igor Barreto (Venezuela). Poeta y ensayista. Cofundador del grupo Tráfico. Ha ganado el Premio Municipal de Literatura, Mención Poesía, en 1986, y el Premio Universidad Central de Venezuela, Mención Poesía, en 1993. Ha sido traductor de Lucian Blaga, investigador de etnomusicología y autor de cuentos infantiles. Obtuvo la beca Guggenheim en 2008. Funda en los años 80 la editorial Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro. La editorial Pre-Textos publicó El campo/ El ascensor (2014), que reúne su obra poética escrita desde 1983 hasta 2013. Sus más recientes títulos: El muro de Mandelstam (2016), la antología Habrá una casa (2020) y La sombra del apostador. El Gallo Combatiente y su ritual analfabeto (2021).