FELICIDAD
Porque ayer por la mañana vimos desde los vidrios
empañados a una pareja de zorros al otro lado de la quebrada
comiendo las últimas manzanas tumbadas por la lluvia
–ellos nos miraron con sus ojos verdes,
el tiempo suficiente para simbolizar la vigilancia
de las cosas vivas y luego siguieron comiendo–
y porque esta mañana
cuando ella se fue al quiosco con su bolígrafo negro
y su libreta amarilla, a persuadir un alma inquisitiva
de lo que ella consideraba una materia reticente,
yo conduje a la ciudad para tomar un té en la cafetería
y escribir algunas notas en el diario –la neblina se alzaba
desde la bahía,
como el luminoso e indefinido aspecto de una intención,
y una pequeña bandada de cisnes de tundra
por segundo año consecutivo se alimentaba de la hierba nueva
que crecía entre los campos húmedos; ellos simbolizan el misterio,
supongo, también se les llama cisnes silbones, son muy blancos,
y sus ojos son negros-
y porque el té humeaba frente a mí,
y la página del cuaderno estaba en blanco,
con excepción de una delgada línea azul como único orden,
escribí: ¡Felicidad! estamos en diciembre, hace mucho frío,
nos despertamos temprano esta mañana,
y nos quedamos en la cama besándonos,
con los ojos entornados como los murciélagos.
MÚSICA TENUE
Tal vez necesitas escribir un poema sobre la gracia.
Cuando todo lo roto está roto,
y todo lo muerto completamente muerto,
y el héroe se ha mirado en el espejo con desprecio,
y la heroína ha estudiado su cara y sus defectos
sin ninguna compasión, y el dolor que pensaron
que podría liberarlos de ellos mismos,
como un emblema de su propia convicción,
ha perdido su novedad y no los ha liberado de nada,
cuando han comenzado a pensar, con una amabilidad distante,
mirando a los otros que avanzan con sus días
—sus gustos y disgustos, sus razones, sus hábitos y sus miedos—,
que el amor propio es la única mala hierba
que necesita el ser humano para florecer,
y han comprendido por esto mismo
por qué la han defendido tan furiosamente todas sus vidas,
y que nadie —exceptuando a algún santo
casi inconcebible en su refugio de pobrezas y silencios—
puede escapar a este violento e inmediato
compañero de la vida, tal vez entonces, luz ordinaria,
música tenue bajo las cosas,
algo como la gracia se sacuda desde el fondo.
Como la historia que un amigo me contó sobre la vez
en que trató de quitarse la vida. Su mujer lo había dejado.
Sentía abejas en su corazón, luego escorpiones y gusanos, luego cenizas.
Se había trepado al puente para saltar desde la viga
que está más próxima a la bahía. Era una tarde azul y luminosa.
En medio de la brisa del mar pensó en la expresión comida de mar,
había algo ligeramente ridículo en ella.
Pues nadie dice comida de tierra. Pensó que era un epíteto denigrante
para la perca, que él mismo había sacado del agua
con su brillo de arcoíris, pescando desde los acantilados,
denigrante para la lubina, sus escamas como un carbón pulido
sobre el lecho de las algas, a todo lo largo de la costa,
y comprendió que la expresión sólo se refería a cangrejos o a mejillones,
a las almejas. De lo contrario bastaría que los restaurantes
usaran la palabra pescado en sus avisos, entonces despertó, —había dormido
unas cuatro horas,
acurrucado contra la viga como un niño— el sol comenzaba a caer
y se sintió un poco mejor pero asustado. Se puso la chaqueta
que había usado como almohada, trepó por la baranda
con cuidado, y condujo su carro hacia una casa vacía.
Había un par de calzones amarillo limón colgando de una perilla.
Los revisó atentamente, eran de ella. Estaban muy bien lavados.
Una mancha rojiza en la entrepierna lo hizo sentirse enfermo,
lleno de rabia y de tristeza. Él sabía más o menos donde estaba
ella ahora. En algún apartamento de Russian Hill.
Estarán terminando de hacer el amor, ella habrá soltado
algunas lágrimas mientras acaricia la barbilla de aquel hombre,
agradecida. “Dios”, dirá ella, “me haces tanto bien”.
Desde las colinas se puede ver la vista del puerto y la bahía,
las luces que titilan en la niebla.
“Estás triste”, dirá él. “Sí”. “¿Estás pensando en Nick?”
“Sí”, responderá ella poniéndose a llorar. “Traté con todas mis fuerzas”,
sollozando ahora, “Realmente lo traté”. Y entonces él
la abrazará un momento, —en la pared los tejidos guatemaltecos
de sus trabajos de campo— y volverán a coger, y ella
llorará otra vez más, y luego se irán a dormir.
Y él, que sólo quisiera repetir la escena una vez más,
una vez y media quizás, se dirá a sí mismo que va a cargar
con esto por un tiempo largo, pero que no podría hacer nada
distinto que cargarlo. Sale al pórtico de la casa,
escucha el bosque en la oscuridad del verano, los madroños
que se agrietan y se tensan con la llegada del frío.
No es esta la historia ni el amigo que te dice
algún día, “pero entonces me di cuenta de que las cosas…”
que es precisamente la parte de las historias que uno no termina
de creerse. Al escucharla pensé que el mundo
está tan lleno de dolor que uno está en la obligación
de cantar de alguna forma. Y que esta secuencia nos ayuda,
al menos si se sigue en orden:
primero el ego, luego el dolor, y luego el canto.
EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN
Cuando era un niño, mi padre, todas las mañanas…
Algunas mañanas, durante un tiempo, cuando yo tenía unos diez años
más o menos,
Mi padre le daba a mi madre una droga que se llamaba antabus.
Te hacía vomitar cada que vez que tomabas alcohol.
Eran unas pequeñas pastillas amarillas. Él las picaba
En un vaso, disolviéndolas en agua, después le alcanzaba
A mi madre el vaso, y la observaba de cerca mientras se lo tomaba.
Esto fue hacia finales de los cuarenta, un tiempo,
Un mundo social, donde los hombres se levantaban
Para ir al trabajo, dejando a las mujeres con los niños.
Él me hacía un guiño, a la manera en que se hacían los guiños
a finales de los cuarenta,
Y yo la observaba de cerca para que no pudiera “zafarse”,
Ni “hacernos una jugarreta” a un par de tipos astutos como nosotros dos.
Cuando escucho esas mismas expresiones en las viejas películas
mi mente comienza a desvariar.
La razón por la que mi padre picaba tan finamente los medicamentos
Era que aquellas pastillas podían esconderse debajo de la lengua,
Para luego escupirlas. La razón para que este ritual
Ocurriera tan temprano en las mañanas, –o eso me informaban,
Y yo sabía que era cierto– era que ella, si quería, podía inducir el vómito,
Así que había que vigilarla mientras el organismo
Absorbía toda la droga. Es muy difícil reproducir en estos versos
El ritmo de aquella escena. Él picaba dos pastillas
Esparciendo el polvo sobre el vaso de agua,
Después se lo acercaba a ella, después la observaba mientras tomaba el vaso.
En mi recuerdo él tiene un traje gris de Herringbone,
Y una camisa blanca que ella misma había planchado.
Algunas mañanas, igual que en los cómics que leíamos,
En los que Dagwood salía muy temprano para tranquilizar
Al Señor Dithers, dejándole a Blondie los restos de una
Tostada y los riachuelos amarillos del huevo
Que ella tendría que limpiar,
antes de irse de compras con Trixie, la vecina
en lo que el Comic llamaba un frenesí de compras-,
Mi padre tomaba uno de los primeros buses, encargándome
A mí de la vigilancia. “Échale un ojo a mamá, socio”.
¿Conoces ese pasaje de La Eneida? Un hombre parte de
La ciudad incendiada con su padre sobre los hombros,
Llevando a su pequeño hijo de la mano.
Se abre camino entre los tapices en llamas
Y las columnas que caen, mientras el profeta ciego,
Levantando los brazos hacia el cielo, aúlla desde el interior:
“Ha caído la gran Troya. La gran Troya no existe más”.
Tumbada sobre su bata, arrepentida y obediente,
Mi madre en el mesón de la cocina sufría arcadas y bebía,
Bebía y sufría arcadas. De alguna parte tuvimos que aprender
Nuestra primera idea moral sobre el mundo,
De alguna parte la justicia y el poder, el género y el orden de las cosas.
FUMANDO EN EL CIELO
Viendo a los jóvenes poetas en el inicio de la tarde
Fumando en la terraza que está afuera del recital,
Me pregunto se existe una terraza para fumadores
En el cielo. Tengo un amigo, ya muerto,
Un católico que no estaba muy impresionado con las perspectivas
Del paraíso, hasta que descubrió un grupo de teólogos medievales
Que habían sugerido la existencia de un tipo de tiempo especial
Para la eternidad. Incluso le habían dado un nombre en latín.
Al igual que mi amigo, ellos no podían concebir a un Dios
Que los forzara a vivir para siempre
Sin amaneceres ni ocasos. Su esposa, una mujer escéptica,
Lo llamaba tiempo descafeinado, ante lo cual él se encogía
De hombros con cierta ironía. Aquella idea de una vida
Después de la muerte lo hacía muy feliz,
Lo que era el punto finalmente, ya que antes estaba
Tan consternado. Lleva muerto casi una década,
Así que es de suponer que ya conoce un camino o el otro,
Si hay o no hay nada después de la muerte o si hay alguien allí
Para saberlo. La terraza de fumadores estaría afuera, por supuesto,
No sería tan deprimente como aquellas salas de fumadores
En los aeropuertos, donde la gente de piel gris se somete a su adicción
Con humildad religiosa. Tú puedes encender un cigarrillo y caminar
Hasta el filo de las nubes, mirar el fragante humo que estás expeliendo
Directo hacia el atardecer descafeinado. Esto me hace preguntarme
Si habría café en el cielo. O sexo. Conocí a una mujer que sostenía
Que la principal razón del sexo,
O al menos en lo que a ella le concernía,
Era el cigarrillo de después. Y si hubiera sexo
En el cielo, ¿por qué razón no existiría todo lo demás?
Probablemente, así que también podrías mirar las barnaclas canadienses
Descansado en un lago, justo cuando la luna está alumbrando
Con sus claros la superficie del agua, en círculos pequeños y luminosos.
Los jóvenes poetas deberían leer a Allen Ginsberg, quien decía
Que los poetas deberían dar un ejemplo de no sometimiento
A lo que él llamaba “la neblina narcótica del capitalismo”.
Probablemente en este cielo sin tabaco
Las parejas estarán caminando en la orilla del mar, ya habrán hecho el amor,
Y la luna, con un tamaño casi sobrenatural, apenas estará surgiendo,
Y la luna sobre el agua tiene el color de aquello que están sintiendo
Sus cuerpos, satisfechos pero temblando todavía,
Y a la luz de la luna pueden ver una manada de cabras salvajes, también satisfechas,
Con sus barbas y sus ojos inhumanos pastando en la ladera,
Como si el tiempo y la eternidad fueran ideas completamente equivocadas.
Las mujeres ya habrán entrado con sus máscaras griegas,
Caminan a lo largo de la costa, bailando la danza del destino.
Robert Hass. Tomado de Meditación interrumpida. Selección, traducción y prólogo de Santiago Espinosa. Ediciones Valparaíso: Granada, España, 2021.
Robert Hass, nació en San Francisco, en 1941, estudió en el St. Mary College y en la Universidad de Stanford. Entre sus libros de poesía destacan: Guía de campo (1973) Alabanza (1979), Deseos humanos (1989), El sol bajo el bosque (1996) y Tiempo y materiales (2007), que obtuvo del Premio Pullitzer y el National Book Award. A Comienzos del 2020 se publicó en los Estados Unidos Nieve de verano, traducido por primera vez en esta edición. Entre sus traducciones se destacan las versiones sobre los grandes maestros del Hai-Ku japonés, así como sus colaboraciones con los Premios Nobel Tomas Tranströmer y Ceslaw Milosz, quién fue su vecino en California durante casi dos décadas. Su libro de ensayos Placeres del siglo XXI, ganó el Premio Nacional del Círculo de Críticos, en 1984. Entre 1995 y 1997 fue designado como Poeta Laureado de los Estados Unidos, donde lideró una intensa labor para la protección de los ríos en todo el mundo. Actualmente vive en Berkeley junto a su esposa la poeta Brenda Hillman, y es profesor de la Universidad de California.
Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Poeta y ensayista. Profesor de la Universidad Central y del Gimnasio Moderno de Bogotá, donde Dirige la Escuela de Maestros. Es el autor de Escribir en la niebla (Granada, España, 2015), compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos, y de los libros de poesía Los ecos (2010), El movimiento de la tierra (2017), ganador del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016. En 2019 apareció en Turín Detrás de lo que escribo siempre hay lluvia, antología de sus poemas traducida al italiano. En 2021 se publicó Meditación interrumpida, compilación de sus traducciones de Robert Hass, poeta laureado de los Estados Unidos. Coordina el taller de ensayo literario en el Fondo de Cultura Económica de Bogotá.