PALABRAS
¿Y cómo cuidar las palabras?
Cuando miro el suelo, está roto,
sin reparar, y aunque lo repare
sigue rompiéndose.
Todo se rompe.
Aunque lo cuides
se rompe.
La planta de salvia
se rompió mientras yo limpiaba.
Ahí cayó sin fuerzas.
El papel está roto y contiene palabras.
Si una rompe el papel rompe las palabras
que tengo acumuladas.
Se desbordan de mi cabeza.
Salen de la garganta,
llenas de musgo y hierro.
Por la noche se precipitan
y dicen algo así como
que soy capaz de dar trompadas,
de tirarme al piso en el centro de la fiesta
y preguntarte:
Puta, ¿dónde estabas?
Las palabras salen y qué hago.
Hace tiempo que existo entre cosas rotas.
No puedo desecharlas.
No tienen sustitutos.
La mesa está rota.
La silla apenas me sostiene.
No cuento con palabras.
Salen desesperadas,
agrestes,
rompiéndose.
EN EL MAR
En el mar los locos flotan.
Los secretos del mar les pertenecen.
A veces algunos regresan a sus pueblos
como peces,
algas de mar,
corales.
Los locos conocen los secretos
del mundo lleno de mordazas.
En el viaje se les muestra
el origen de las cosas,
el de las tijeras y el cuchillo.
Hablan con las rocas
y el viento les contesta.
Ven puentes y ven muertos.
Observan procesiones,
a veces profetizan.
Mi hermana
me hacía señas.
Quieta, miraba la ventana,
hablaba con las calles.
Advertía con sonidos guturales
la llegada de seres de otro mundo.
No comía.
Aullaba como un lobo.
Me pasaba su lata vacía,
su taza sin agua,
pidiéndome, sonreía.
Es de noche, no puedo.
Es de día, no puedo.
Tendrá que dejarse morir
para salir de esa jaula.
Los insectos la consumen.
Tiene una bata blanca
color fango y en cuclillas
se reclina sobre el lodo.
La visito los domingos.
En la comisura de sus labios
una leve espumilla se dibuja.
La recogieron una tarde.
Gritaba que no se la llevaran.
En la cama del recinto
perdió el habla,
la movilidad.
La visten, le dan de comer,
la bañan cuando pueden.
La peinan.
LAS CAJAS
Las cajas guardan
momentos que no terminaron.
En estas cajas que no me atrevo a tocar
se han reunido cuentos y novelas,
poemas, lápices y plumas
que no pudieron seguir contando.
Cada vez que decido poner fin
a la tal caja
y me encuentro un libro,
o una hoja de papel,
me tiro en el sofá
y me hundo en la almohada.
Cada día que intento deshacerme de las cajas
los recuerdos salen mascullando palabras.
Gestos reaparecen con sus vestidos de ayer
y sus peinados.
En la caja, en una esquina,
hay uno de esos que nunca tuvo vida,
malogrado,
que no quise atender,
y dejé atrás a propósito.
Dentro de la caja
aún está esperando
Cada día estoy lista para mudarme.
Me miro en el espejo abandonado.
Todavía me falta poner en orden los papeles.
El espejo me devuelve páginas borrosas.
Le gritas al espejo:
Quiero juntar los papeles.
HÖLDERLIN
Cuando uno traspasa
y encuentra el número de suerte,
el 21,
uno se prepara para el tiempo
entre la enfermedad y el último suspiro.
A veces la providencia,
dioses diversos y sagrados
dan zarpazos, un accidente,
una muerte en la calle,
brusca e inexpresiva.
Otros actos que dicen de Dios:
la avalancha de nieve que te entierra
o un puente que se parte en dos
mientras contemplas el río Necker.
El desprendimiento,
¿cómo será?
¿Noble,
de batalla
o grotesco?
¿Debo hacer reverencias
como el poeta de Nürtingen?
Suabia, suave, suavísimo.
No sé dónde estoy.
¿Allá o acá?
Sus gestos convulsos,
sus postraciones intensas y frecuentes.
¿Desde la muerte
tener miedo a la muerte?
Sobrepasa a la mueca y recita en voz alta.
Grita y acusa.
discute con sí mismo.
De arriba abajo,
de abajo a arriba.
Sube y baja la escalera.
La noche de las escaleras.
No quiere que le lleven libros.
Se ha acostumbrado a los que tiene.
Cuesta deshacerse de una vida.
Objetos, papeles, libros,
cuadernos que ahora están regados
en cualquier esquina.
Una pira,
los bomberos.
Sagrado viaje.
“Sí, desde lejos,
aunque separadas.
¿No me reconoces todavía?”
Pasea con los ojos
por detrás del cristal de la ventana.
Abruma con sus monólogos.
Se justifica, se arrepiente, pide perdón.
Hace reverencias y mendiga.
Vuelve a la ventana,
sin moverse,
cruza el puente del pueblo.
Da vueltas y más vueltas
por la rotonda,
redondez del universo.
Nombra países que no existen.
Inventa lenguajes, habla a sus otros.
Quienes lo cuidan,
a veces son amorosos,
otras veces lo empujan.
El carpintero y su esposa
se ríen de su incoherencia
—Ponte las botas.
—No las encuentro.
Las han escondido.
¿Real Majestad le gusta mi peinado?
Vuestra Señoría es el carpintero
y su esposa, la Amabilísima Reina.
No se levanta y cuando lo hace
es para arrancar las hierbas malas del jardín.
De cuajo las arranca
y las esconde en los bolsillos.
Cuando vuelve a la casa
parece un árbol desprendido,
un abrigo invernal en verano
repleto de tierra y de pequeñas ramas.
Las coloca en su lecho y duerme con ellas.
A su trastorno
lo nombran enfermedad del alma.
Mira al piso y ve una araña
de patas zancudas.
Que se esconda entre las cajas,
que encuentre refugio en algún libro.
Noche descifrada entre cartas,
y olor a sándalo.
La luna,
emerge de sombras apresuradas
como los amantes al encuentro.
No hay desolación.
La claridad plateada
intensifica la ferocidad del animal salvaje.
Celebra su libertad.
Yo camino sin estremecerme
ante formas terribles.
Me reconcilio con la vida desde la noche.
Al principio no duermes,
el cuerpo poco a poco se disipa,
desgastado, habla,
y la palabra es una rama febril
que no encuentra su árbol.
La noche se asienta,
crece con los años.
Noche verdadera
de luna y magia.
Las sabias lechuzas
y los magistrales murciélagos
van de dos en dos.
Hölderlin susurra:
la noche me pertenece.
EPÍLOGO
Para el final del poema
ninguna palabra sirve.
Para el final,
nada sirve.
La fiera conoce
el trueno que apunta
a la garganta,
la hiere de muerte.
Se lo dije a ella
que me asediaba con versículos
de Génesis y Samuel.
Tenía ojos azules untados
de mascarilla ocultando la enfermedad.
Todos traían paraguas negros al comedor.
Y es que mientras ellos engullían
mi lengua los asaltaba
porque rezaban y pedían milagros.
Les hice el cuento del paraíso
cercado con alambre de púas.
La serpiente verde con hojas de salvia
en cada eslabón de la vida.
La serpiente que como la lluvia
penetra la tierra y rebota en el pavimento.
Imágenes perdidas en alguna de mis cajas.
Madre verde, madre gris, me amordazas.
Cuando mi cuerpo posea escamas como el tuyo,
nos reconciliaremos.
El principio y el fin,
en el medio y en el entrecorte
emergiendo de la materia oscura:
Madre, la Madre, yo,
encerrada en ella
renunciando al entendimiento.
Hay palomas que se pasan el día
repitiendo el mismo sonido,
buscando la salida,
la puerta de la liberación.
Ahí tú, con rostros diferentes.
Tientas y sucumbo.
Antes de irte, me golpeas,
me callas y si pudieras
arrancarías mi voz.
Una sin madre no vive.
Una sin amor agoniza.
Una termina en salas
de veredictos y acusaciones,
mientras dentro se oye una melodía
que yo quisiera cantar como la paloma,
notas tan dulces
que nunca saldrán al aire,
que quedarán en mi cuarto.
De Ruinas, Ediciones Deslinde (2021)
Magali Alabau (Cienfuegos, Cuba, 1945). Considerada por la crítica como una de las más importantes voces de la poesía cubana contemporánea. Reside en New York desde 1966. Hasta mediados de los 80 desarrolló una amplia carrera teatral, y tras retirarse del teatro comenzó a escribir poesía. Obtuvo el Premio de la Revista Lyra (New York,1988), la Beca Oscar B. Cintas de creación literaria (1990-1991), y el Premio de Poesía Latina (1992) a su libro Hermana por el Instituto de Escritores Latinoamericanos de New York. Sus poemas han aparecido en revistas y antologías en Estados Unidos, Cuba, Europa y América Latina. Entre otros ha publicado los poemarios: Electra, Clitemnestra (1986), La extremaunción diaria (1986), Ras (1987), Hemos llegado a Ilión (1992), Liebe (1993), Dos mujeres (2011), Volver (2012) y Amor fatal (2016).