20 Abr 2024

374. POESÍA CHILENA. JUAN MANUEL SILVA BARANDICA

-30 Ene 2022

 

EXTERMINIO

 

Y ahora, hijo del hombre, ¿qué haces aquí? Levántate, huye al desierto,
llévate allí la copa de las tribulaciones,
desgarra allí tu alma en muchos pedazos,
y entrega tu corazón como presa de una ira impotente;
vierte tus abundantes lágrimas sobre los rizos de las peñas,
y suelta tu amargo clamor para que se pierda entre la tempestad.

HAYYIM NAHMÁN BIALIK

 

Él ha formado, pesado y compuesto con estas veintidós letras cada alma, y el alma de todo lo que de aquí en adelante deberá ser.
Estos veintisiete sonidos o letras son formados por la voz, impresa en el aire, y modificados de forma audible en cinco lugares: en la garganta, en la boca, por la lengua, entre los dientes, y por los labios.

SEPHER YETZIRAH
El Libro de la Creación

 

 

I

 

No es la escritura un tránsito de almas. No es el signo estafeta del aliento. Hay un rumor que no explica. Hay una cadencia que no ilumina. El sentido sombrío se ha perdido entre el color de la tierra y la sangre. Y es aquel nombre, aquella sentencia desde el silencio, solo el ángel que ha sido confiado a la presencia, solo el traductor de la muerte. Pues frente a la voz, el soplo traiciona al cuerpo.

 

 

II

 

Suspendido en eclipses pendulares, en la precisa sucesión de la ausencia, el cuerpo rememora lo que ha de ser, el soneto del ángel tácito sobre el edificio del mundo, la extinción en un abrir de loto y cómo se compone detenida por su estancia: se contrae y explota al mismo tiempo.

El huevo Ankh. La presencia introscendida del amor. Fermento. Lo que amas debe pasar, pues solo lo que amas te será arrebatado. Así, del extranjero a la existencia, la carne, el vértigo de las fibras urdiéndose. Todo es danza. Mas danza es el instante del abrigo, donde ni arriba ni abajo son materia. Donde el tiempo se transforma en abismo.

Sostenido por los gritos de los antiguos, de los humillados, por los árboles que cornisan la oquedad, el nombre vaciado en piedra oscila entre el día y la noche. Bajo la frente habita el mar. En la espesura de la historia, la cifra que cuida de los rostros ha caído arena en un golpe de cielos aún sagrados, cuando la voz había sido, donde la pronunciación del fruto era trémolo. Las esfinges guardaron la música. Y los cuatro ríos se durmieron en la afonía de los cuclillos. Entonces las estatuas juraron la sangre en ceniza. Sus ojos no quisieron responder a los astros.

Así los gigantes sepultaron los colores. Así los mares huérfanos al hacerse uno con la tierra. Así la luz se hizo signo del destierro. Así ya nunca hubo escucha. Así la voz murmurada.

Solo resiste quien vela. Solo la muerte es ignífuga.

 

 

III

 

Las constelaciones separan al niño de lo abierto. El arte celeste prevalece a las madres en el retorcerse de la bestia. Y bajo las flores del pasado la noche vaga ahíta, al detener el curso interno (Y el dolor no cesará. Y el imperio no tiene fin), suspendiendo su pasar de las luciérnagas. Los nacimientos del sol son seña del nombre, pues en las profundidades el hollín de los siglos limpia la órbita del bosque. Sana el rostro del afligido. Alecciona al maestro. Dispensa aliento a la boca.

Solo conoce el reflejo quien se ha traducido en luz.

Solo refleja quien la voz ha destruido.

Nimbados dentro de la bestia, seres diáfanos con apariencia de dioses, transforman la piedra en agua, en sangrienta teurgia, en vida verdadera, en arcano diseño bifaz. En él, el desierto desnuda el exterminio y la visión del decurso, el enmudecimiento de la materia divina y, repetido en los oscuros nódulos, el umbral del hogar. En el hijo, la forma estelar ausenta la roca del criptograma. El hijo, dintel.

Y se creerá en los dones. Y se temerá los abismos, pues las galerías de la detención son más profundas que la ruina. El alma no puede entrar al tiempo. El tiempo eclipsa la reunión.

No entrará a la familia pues el amado es un espejo en la pesadilla de la aurora. No hubo ni habrá futuro en las semillas.

Los adivinos construirán vida en el templo. Los hierofantes no soportarán la oscuridad del hogar.

 

 

VIII

 

Toda presencia en movimiento tiende a la caída. No lo señalan los orígenes, ni las artes materiales, sino los fármacos que se confunden con la grama. La madera rota no ha de llorar, ni hospedar a Dios siquiera. Recuperará la vista en la savia no dispersa. Hay un movimiento que corresponde a los pueblos, que fue escritura de todo aquello pendiente. Y la deuda y el falso oscilar, son las preguntas de aquella vida a la que nuestro lenguaje avanza. El caminar del pasado fue procreación, delineación de formas en la cruz, no en la certeza del amado. Como los signos son detenidos, las diez casas aguardan el uno, no el once, sino el regreso al atrás de la bestia. La inversión de la cifra es un camino nebuloso. Las altas montañas son su nimbado deseclipse. El lugar donde la carne se hizo lengua y el poema final se guardó en la memoria del libertador.

La poesía, cadena.

El desierto tiene muchos rostros y su nombre no alude. Aunque sea la senda de las multitudes, algunos sobreviven. Crece la grama, el tallo y el árbol y algunos tienen el rostro quemado. A pesar de que se abran sin límites las salidas, solo uno conoce la entrada. No hay justos para el acontecer de la primavera. Su condición es necrófaga. Y no es más que retardo. Solo el niño junto al perro pueden ver al felino en la jungla, y cada rostro sujeto a la floración. Las rayas del tigre son el alfabeto del velo. Tanto adentro como afuera el soplar de lo alto regará de ceniza la siembra. No hay abogados ni acompañantes al final de la cosecha. La tierra y su bifronte constelación han ahuyentado a lombrices y cuclillos. Solo un ruiseñor. Ni comunicación ni mostaza, más que el vestido de la abundancia.

Todo movimiento es ya caída. Todo lenguaje sin dirección es destierro. Exterminio.

 

 

X

 A. León-bruma

 

Fue el destierro del agua y los niños. El brumo. El proceso es justicia para el caminante. El rojo león, profeta en el desierto, tuvo dos rostros. No hay presencia en la voz. Y fue el violentar la lluvia su ley. La flor y el fruto no permanecieron, tampoco el maná ni la advertencia: fue su agónica cabellera. Fue el crisma y la estrella, el horizonte eclipsado por el agua entre sus ojos. Y entonces fue bruma. Y el león bautizó la arena en la clepsidra de la promesa. Guardó al carro en su venida al reino. Ahuyentó al timorato de la altura del monte. Se llama misericordia y ha protegido el perdón.

 

 B. Tigre-humo

 

Las alturas cayeron con el soplo a la caldera. Las madres en el valle nombraron ídolo al metal. La piedra se hizo tiempo y los niños, almendra. La imagen, el ídolo grabado, son lágrimas de humo, cabellera escrita en llaga sobre el altar del sacrificio que limpia la ceguera. El tigre esconde al desierto en el bosque. Cada árbol es un hijo sin padres.

No hubo alma sino sangre en las puertas, madera, para curar la herida de un pueblo infante, anterior al lenguaje. La morada es la cicatriz. El agua y la piedra callaron como el niño en el horno. Así los treinta y seis tigres secretos.

Fue el ángel silente y el bosque su lagar. El hijo es tigre, esperando con fuego la sequedad del espejismo. En él, nuestros padres limpios de lejía aprendieron el horror, la esclavitud de la ceniza.

Es ceniza el velo del hijo.

Es tigre el rostro del Mesías.

Es Mesías quien nos volverá a la hoguera.

 

C. Gato-brumo

 

Y fue solo un pequeño gato, un psicopompo vestido de ceniza, el que estremeció la mudez del cielo, en la celebración de la madre. Solo un pequeño cuerpo, el que nos mostró la inexistencia del tiempo. Fue él, Asclepio, quien saltó el lamento de los patriarcas, para cubrir con sus pisadas la yerma extensión del exilio.

Sus garras florecieron como agua latente en el canto.

Las almohaditas de sus pies fueron el pan que no podría durar más de una jornada.

El imperio no ha tenido fin.

El pequeño gato es la imagen arruinada de su linaje. Pudo ser el vórtice de las sibilas. El gato nublado es la enunciación de la madre. Recuerda el león y el tigre: el gato no es ni será, su forma es única, ya su profundidad es superficie.

Los grandes peligros se han roto como las cuerdas de la palabra. Los grandes felinos han ahogado su belleza en la voz de pozo. La luz artificial ha hecho del desierto una ribera de entidades que se resisten a la siega.

Ha nacido para morir bajo el signo de la piedra. Ha nacido de los profetas y los justos escondidos. Ha sido el agua, la ceniza, el fuego y la nube, pero ahora es canto y debe esperar al santo errabundo. Debe volver al desierto. Pues sus ojos son la medicina para los sucios fanales. Pues la muerte engendra muerte. ¡Oh hermano noctívago! ¿Con qué melodía reparaste el cántaro en el vientre de mi madre, para que todos los hijos resuciten en ella? ¿Cómo has devuelto la noche, la arena y el momento del exterminio?

Contigo desaparecen los espíritus protectores, el antiguo ejército de 600.000 antepasados, los cánticos y holocaustos. La última muralla cede al llanto. Al luto y a la infancia.

Ahora la educación de la sal.

Ahora la educación del silencio.

Así, los demonios se agolpan en la puerta.

Así, la lluvia.

 

 

XIII

 

Aunque los cantos sean rotos y el árbol sea sumergido en la luz del padre, la semilla no deja más que una nota, un mensaje de sangre en la puerta del alma. El fuego es un sol que está bajo el cáliz de las flores y es su vínculo. Así el humo que deja el modelador de las formas, no es un rostro, sino una aparición del agua salada en los ojos. Es la historia de santos y mártires, la que hace de todo hogar un túmulo, de todo templo un altar sin cordero.

Si aquel que sueña recordara los leños cenicientos bajo la marmita del gran banquete prometido, solo hallaría cabellos y dientes rotos.

Y solo restan las voces en el oscuro lecho.

Y solo resta que los cuerpos observen lo perdido.

Los muertos no saben besar.

Tienen la boca vacía.

Carecen de lengua.

 

 

XVII

 

Solía ser la bruma de aquellas horas que no acaban, que no conocen más que la disipación de las formas, el velo en los ojos sin sol. Y también las letras, ese fuego negro sobre un fuego blanco y la blancura que no permitía a la mano una entrada o una salida.

Solo cuando los veía salir en largas hileras hacia el andén, sin rostros ni gestos, lentos como una procesión.

La tenue luz del crepúsculo iluminaba sus cuerpos.

No podía escribir en el amarillo, pues no conocía la vejez ni tampoco la profundidad.

Frente a la impotencia, imaginé sus vidas, sus hábitos, sus gustos.

Fantaseé con nombres, con sus ideas y con lo que podrían enseñar.

Recordaba su infancia y anhelaba que no se repitiera la fábula de la lejanía.

Solo buscaba escapar a los relojes.

Era un asunto de fe, como la luz, los colores.

Como las palabras, como la mano.

Nunca había sido el día, tampoco la claridad.

 

Las letras retroceden al silencio de las cosas.

 

 

Juan Manuel Silva Barandica (Mendoza, 1982). Ha publicado los poemarios Bruto y Líquido (2010), Cetrería (2011), Trasandino (2012), Casimir (2014), Acerca de personas (2016), Ornitomancia (2017) y Exterminio (2019), y traducido los libros La roca, de Wallace Stevens (2014), Amistad, amor y matrimonio, de Henry David Thoreau (2019) y Los lenguajes mueren como los ríos, de Carl Sandburg (2021). Es editor de Editorial Montacerdos y Editorial Planeta en Chile. Italia 90, su primera novela, publicada originalmente por La Calabaza del Diablo en 2015, es reeditada en el 2021 por Banda Propia editoras.

 



Compartir