21 Nov 2024

63. EL ÁRBOL ES UN PUEBLO CON ALAS: UNA DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS ÉTICOS Y ESTÉTICOS

-12 Jun 2022
Crítica

 

EL ÁRBOL ES UN PUEBLO CON ALAS:

UNA DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS ÉTICOS Y ESTÉTICOS

 

 

Por Luz Mary Giraldo

Bogotá, mayo 30, 2022

 

 

Toda antología implica una travesía por momentos, geografías, lugares, rutas, personajes, situaciones y palabras que, desde su conciencia de escritura y de reflexión o pensamiento entraña una declaración de principios. Si, como en este caso, la antología es personal, supone que el autor elige lo que considera representativo y lo define como creador, pues se trata de ir al fondo de sí mismo y situarse frente al mundo y la experiencia vital.  Nada más difícil que una antología personal, pues ante la necesidad de volver la mirada hacia lo recorrido en el proceso creativo, el autor, en este caso el poeta, está expuesto no solamente a regresar a esos momentos germinales que dieron paso a la escritura de cada poema y estructuración de cada libro, sino a la libertad de seleccionar y dar orden a para estructurar un nuevo libro, que es como destacar fragmentos de sí mismo, voces que alguna vez llamaron desde el fondo de su ser. Y es que se trata de una forma de regreso, de desandar pasos, de conocimiento y reconocimiento de sí mismo y de lo creado. Es, claramente, una travesía personal desde la voz interior y la convocatoria y sugerencia de sus imágenes, en la que al mirarse en propios los poemas y en el universo o las experiencias de donde surgieron se toma conciencia de sí mismo ante el acto y hecho creativo.

El árbol es un pueblo con alas, titula Omar Ortiz esta antología que incluye once libros de diversas facturas, publicados entre 1983 y 2021. Casi cuarenta años de creatividad poética. Desde una lectura simbólica puede notarse que el árbol representa la existencia e implica arraigo, es decir raíz, pero también ascenso y vuelo, camino trazado. Unido a la tierra, el árbol se eleva y sus ramas ondean en el aire, acoge la vida en los nidos y el canto de los pájaros. Este árbol es un pueblo, lo que significa colectividad, mundo de todos, por todos y para todos. Lugar de pertenencia, el pueblo es un paisaje en el que así como crecen las rosas y se instala el olvido, cantan los viejos y las mujeres bailan, se escucha el ulular de las sirenas, el serpentear de los ríos y hasta el horror de la muerte. Es un pueblo con alas, dice, y vuelan de un lado para otro todas las sensaciones: desde las más dulces hasta las más amargas; desde las más livianas y volátiles hasta las más densas; desde las más tiernas hasta las más duras y dolorosas. Como la vida, sabe de amores y paisajes, de hombres y mujeres que sueñan, de mitos y leyendas, de palabras de amor y de caricias; reconoce el horror de la guerra y, desde luego, la memoria y los jardines secretos, los misterios y prodigios. Árbol de la vida y de la poesía, que es lo mismo.  

Son once los libros los que componen esta antología, número que representa las fuerzas creativas del universo y es interpretado como conciencia mística. De suyo, al darle vigencia a lo escrito y dejar nueva constancia en la selección realizada, la memoria contenida en este grupo de libros es altamente significativa: busca salvar del olvido desde en un tejido que no sólo se cumple en la sucesión de los libros sino en la urdimbre de temas universales de reconocidos autores clásicos y modernos en alternancia con temas de nuestras culturas ancestrales y nuestras historias. Su poética ofrece una saga de nuestras guerras y de nuestros sueños. Una saga de la historia y los ancestros, de los arcanos mayores y menores, de los hechos y los deseos.

Por el sentido unitario del conjunto poético, la antología puede leerse en cualquier orden y se perciben con claridad los motivos y tonos del universo poético, pero si la lectura se hace de manera progresiva, del primero al último libro, se captan más claramente la evolución del lenguaje, los vasos comunicantes entre los asuntos e inquietudes más constantes y las recurrencias de este estilo narrativo que construye ámbitos con imágenes sugerentes, logrando el poema que cuenta y canta con ritmo, melodía y atmósfera. En Las muchachas del circo (1983) se instaura esa poética narrativa próxima a la minificción, en la que sin abandonar lo poético se narra, canta, pinta y sugiere. Así, por ejemplo, toma el mundo circense como parte de la cultura popular, y jugando con la realidad  entre ternura y melancolía pone de manifiesto el prodigio. Fluctúan imágenes que apelan a lo etéreo y, sin embargo, poco a poco llevan a realidades escuetas cifradas en la vida cotidiana o en los problemas sociales y políticos de nuestra historia. Se trata de una poesía consciente del pasado y de las consecuencias de éste en el presente o en el futuro. Decir, por ejemplo, que “las muchachas del circo/ se escaparon una noche por un roto que en la carpa hizo la luna,/ y se lanzaron por este ancho mundo/ a repartir payasos, trapecistas, saltimbanquis, enanos/ y una maravillosa fauna de osos y micos/ que sabían el lenguaje de las nubes”, enfoca la pobreza con la sugerida luz de la luna sobre la carpa gastada contrastando al final con el tono juguetón de la ironía cuando desde un yo plural marca la significación de la desgracia al afirmar que a nosotros sólo nos tocó “el enano perverso”.

Lo anterior será característico del universo poético de Ómar Ortiz. Si en éste segmento convoca al tragaespadas que no sobrevive a “un suculento viudo de bocachico”, a las trapecistas, a las volantonas y melindrosas, también enfoca los bajos fondos y la imagen de un país que se mira con agudeza, los temas se prolongan en los libros posteriores y se imponen los lugares, denotando un sugestivo conocimiento de nuestra geografía, como sucede en Diez regiones (1986), en el que desde una poética de la sensualidad se hace un recorrido por los frutos de la tierra escritos con mayúsculas la Guayaba, la Piñuela, la Curuba, el Madroño, la Guanábana, la Breva, el Durazno, el Corozo, la Uva, el Lulo, la “madura Sandía que calma la sed de los hombres” y el Chontaduro. Sensuales formas identitarias que  conducen al “aprendizaje de los labios”; a las “equivocas pasiones”; a la tierra “pródiga de amores”; a la “de mujeres rosadas/ olorosas a viejo y a rosarios”;  a la sensación táctil “de las manos que se buscan”, representada en la “región del Contaduro” que es la “tierra de la redondez. /Una cadera, un seno, deseando la caricia; a la inequívoca experiencia del olvido o de la muerte, como cuando dice, trasponiendo la sensación visual en la olfativa: “Tierra, por lo demás, de olor amarillento/ como olor a podrido de anchos cementerios”.  

En Los espejos del olvido (1991), de manera zigzagueante se entrelazan ternura, dolor  e ironía en el ir y venir que desde las  imágenes de una infancia con trenes “cargados de cadáveres/como los ríos, cientos, miles de cadáveres”, en la que “las mujeres vuelven a desgarrar sus vientres/ pues se niegan a parir el horror de la muerte”, pasa a la salvación que está, en el amor “flor de los sueños” que puede “bañarse dos veces en el mismo río”, y se entreteje al cielo como “una gota de  lluvia”, y a los malos poetas que irán al infierno y a todos los que irán al cielo. Por otro lado, no menos sugestivo es Un jardín para Milena (1993), en el que prima lo fabuloso. Con delicadeza insoslayable, imaginarios de los cuentos de hadas y del modernismo reflejan un yo poético vestido con un traje hecho con retazos de luna que viene en busca de un beso y pregunta por la princesa, “en qué jardín sueña”, evoca el libro soñado y sabe que “siempre el amor está en el poema” y que alguien escribe “la primera huella de sus dedos” o el dibujo en la corteza del árbol donde puede balancearse el ahorcado. De la mano de clásicas mitologías, acentúa el desencanto al afirmar “la saga de la guerra” y entretejer la balada del viejo marino y el albatros frente al cementerio, “la morada del dragón que no es leyenda”, “los conjuros de la hechicera”, y sabe que la memoria también está donde “alguien arrastra el cadáver de una Alondra”. Desde otra perspectiva y al mismo tiempo en diálogo con este poemario, y haciendo un  salto a La luna del espejo (1999), el tejido retoma el idilio en la muchacha que es todas las mujeres con su música y aroma, y si convoca a Ophelia, también asume la experiencia de las mujeres de todo el mundo como una telaraña que podría envolver la tierra “en su propia transparencia”, y destaca a Anna Ajmátova que en el dolor de su historia “compuso un Réquiem para que no olvidáramos”, refiriéndose a “nuestras mujeres que ven morir a sus hijos,/ sus novios, sus esposos, asesinados” y “no pueden leer más que la lista diaria de los muertos”.

Sin distanciarse de los elementos anteriores, al regresar a El libro de las cosas (1995) se percibe el acento en el carácter reflexivo frente a la experiencia vital en tiempos y lugares menesterosos. De nuevo los referentes clásicos traducen tristeza en medio del idilio, en alternancia con “la región del cóndor” donde “las muchachas paren de cuclillas en el río” y la fusión de diversas temporalidades que implican diversidad de manifestaciones propias de nuestros pueblos ancestrales, anticipando diálogos con poemas de Pequeña historia de mi país (2021), en el que sincronizan tiempos y espacios de nuestro remoto pasado y el más reciente, y construye nuestra pequeña historia temporal y espacial ligada a padecimientos y experiencias históricas y geográficas ajenas, señala desastre de esta patria rota, escudriña en los escombros y en las fisuras, pide cuentas a los victimarios de esa pequeña patria de todos, país de unos y de otros con su “pequeña historia” personal y del mundo. Se trata de un dolor individual y colectivo del que el poeta se hace depositario. Desde luego que lo anterior está tejido también Diario de los seres anónimos (2001), desde un contrapunto de focos masculinos y femeninos rinde homenaje construyéndoles semblanzas poéticas. Su emblemático título se abre a la vida en nuevas nociones de “El Mundo”, escrito con mayúscula, en el que logra entenderse “el obstinado silencio” o la música, la elaboración de “versos clandestinos”, la experiencia del asombro, “la luz que palpita en la sombra” y la ceguera, el olor del miedo y las heridas que genera la violencia. Con mayor cercanía a la minificción, el poema narrativo que caracteriza el estilo poético de Omar Ortiz, en Las calles del viento (2004) se sostiene en el instante. Un fogonazo muestra la imagen y lleva la idea de la fugacidad del momento. De esta manera se recorren calles donde las sensaciones son básicamente sonoras y etéreas.

Lo cotidiano se pasea en Cequiagrande (2011): la casa y sus objetos, anaqueles y nidos de pájaros, escobas, alfombras, plumeros, lámparas que, de la mano ciertos imaginarios de la cultura popular y ancestral, elementos propios de la poética de Omar, se entrelazan a voces de grandes autores de distintas épocas y lugares. Pasajes geográficos forman paso en este universo pues, en la avidez de expresar el mundo, como bien dice en su poema “Arte poética”, todo es susceptible de ser poetizado: “La poesía es una golondrina. Golondrina que viste/ falda de colores, tiene sexo, ama, odia, se levanta/ con ojeras, vive en la acera de enfrente pero irrumpe/ en mi casa como un torbellino y casi nunca tiene lo/ suficiente para saciar sus apetitos.”

La cotidianidad es también convocada en Lista de espera (2017), donde se escucha el lenguaje de la piedra, del jazmín, de la ceiba, del cementerio Colón, de la “sembradora de orquídeas”, de la palabra de Pessoa paseando con sus heterónimos por Lisboa, de los libros que como las religiones “predican y profetizan sobre la gloria”. Y para cerrar la travesía, la mencionada Pequeña historia de mi país es estación de la memoria que se extiende en la vitalidad de todos los paisajes: los de las ciudades y los árboles, esos “pueblos con alas” edificios o con pájaros. La analogía de los árboles que son raíz y vuelo, vive en la urbe habitada por huérfanos y mendigos, así como el universo de los ancestros arraigados al saber  y conscientes de la desgarradora verdad de nuestros hechos.

La totalidad de libros reunidos en El árbol es un pueblo con alas, muestra desde el comienzo una poesía vigorosa y en constante renovación, en la que la diversidad de poemas se comunica internamente en sus temas y esas formas o actitudes narrativas que no eluden la sugestión poética, la agudeza de mirada a la historia y sus hechos, la actitud crítica y el conocimiento de diversas tradiciones literarias y culturales. Cada libro, y todos entre sí, comparten el escenario doloroso o triste en el que el yo poético y profético hace su declaración principios al destacar la urgencia de poesía en tiempos de muerte, desolación y miseria.

 

 

 

Luz Mary Giraldo. Ibagué (Colombia), es poeta, ensayista y antóloga, doctora en Filosofía y Letras con énfasis en Literatura Hispanoamericana. Actualmente profesora en la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.

Como poeta ha publicado nueve libros de poesía y cinco antologías, dos de ellas en Italia y Rumania.  Tiene poemas parcialmente traducidos al inglés, francés, croata, portugués, chino y aimara. Además de ser autora de varios libros de ensayo sobre literatura colombiana, ha publicado reconocidas antologías de cuentos de autores y autoras colombianas con Fondo de Cultura Económica, Planeta, Seix Barral, Alfaguara, Instituto Catalán de Cooperación Iberoamericana, Instituto Cervantes y Sodobnost International de Eslovenia. Ha publicado antologías de poetas hispánicas y de poetas iberoamericanas con la Universidad Externado de Colombia, Sílaba Editores y tiene en preparación otra de poetas colombianas con Fondo de Cultura Económica. 

Ha recibido premios nacionales e internacionales en los géneros que cultiva y ha sido homenajeada en varios festivales internacionales de poesía.

 



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