Entre una y otra pared avanzo o retrocedo, es igual
como es lo mismo un promontorio que respira:
tiene mis manos y mi rostro, lo atestiguo,
aunque nadie sabría diferenciarlo entre el catálogo de escombros.
¿Ese esperpento es mi tórax? ¿Podría ese charco ser mi sangre?
No distingo si aquello es un corazón desbaratado o una vértebra
pues la oscuridad es enemiga de las formas.
A veces he soñado que el laberinto es infinito,
casi como el mar y sus compases de yodo,
pero ello es otra ilusión o capricho de espejismo:
el laberinto tiene final y fin
que es la clara locura, pues otra música toca la muerte.
La desesperación soberana aúlla con todos los poros,
recicla sus temores puntual en un reverso de campanas.
La imaginación y sus perros de caza tienen
ardua tarea aquí,
donde se cumplen las aristas del viento y los rápidos oleajes,
aquí donde se citan nuestros ojos y el Minotauro.
Los muros respiran, palpitan ciegos sin imaginar el vuelo,
un silencio sin estrellas cava en ellos su clamor
que mi soledad puede escuchar.
Caminar o caer da lo mismo cuando se avanza en círculos,
cuando el astrolabio y la brújula están rotos o aún no se inventan.
Largo es el gemido del vacío, hondo su quebranto.
Estoy vivo porque sangro.
De Estación del frío (2021)
Un golpe de corazón en la noche. En soledad el silencio pasa el tiempo,
ciego, con sus manos de sombra fría,
creciendo ufano como el aire y perenne como el recuerdo.
Veo a veces los cuerpos en vela, cerrando a los insectos sus caparazones:
con sonrisas dilatadas como guadañas, con purezas corroídas por religiones,
amoratados por la pobreza del olvido.
No he visto, no he oído, pero tal vez el silencio tiene color
de manos húmedas,
murmullo de colores habituados al miedo.
Llega a suspirar sin labios, sin aire, sin crimen,
y sin embargo su cabello canta como la infancia.
El silencio camina trajeado de agujas, acaricia las rocas buscando cadáveres:
es aliento que vuela al cielo donde acecha disfrazado de suicidio.
De Estación del frío (2021)
Apuntan en mi vértice el universo y su caos
con la insolencia de su danza destellando,
convergen la fantástica quimera y la lógica de duras aristas
en amasijo espectral poblado de gemidos irreflexivos,
se funde mi prisión y la libertad, porque el todo es en todo
pero aún no se habla del delirio.
Escéptico hurgo en la ilusión del equilibrio,
que el menor céfiro desgarraría sin inocencia ni placer.
Reposa el ataúd del mar a los pies de todo, cual colofón de espuma
mientras se sucede la humanidad repitiéndose a sí misma
ante un espejo, con alborozo de copias de una copia genética.
El mundo cabe en mi laberinto y el laberinto es mi mundo,
no hay secretos bajo la manta de las estrellas, sacudida por el ocaso
ni susurro lamiendo un tímpano inmaduro.
Hoy el día estalla en luz pero no alcanza a herir mis manos
porque el día y su luz no bastan, porque soy una isla donde danzan espectros,
catacumba donde sólo se atreve y repta el silencio.
De Estación del frío (2021)
En este gris el corazón se volvió cuerpo
y no supo qué hacer con sus extremidades.
El ladrillo no gesta preguntas, la pared no concibe respuestas.
¿De qué vale el sarcasmo si ausente está la estupidez?
Cuando creer concede esperanza se despeñan los dioses.
Ahora es la ofensiva del silencio contra el silencio,
de la oscuridad que requiere aún más de tinieblas.
El laberinto es la suma de sus pasajes,
los recovecos giran en secuencias simultáneas,
son piedras probables de contarse sin empeño útil.
¿Cómo fiarse del gris que se reitera?
Grises de distinto peso, grises sin espejos.
Gris sesgado que nunca obra a favor,
gris que no tolera la imaginación de los hubieras, la intuición,
sólo la plomiza realidad del abandono.
Es granito avaro que no emite fortaleza, sólo opresión.
Debo confinar la memoria, la emoción que sea de indócil acceso.
Inútil es la defensa racional, esta locura gris no admite pausa o detención.
Inútil es la potencia y control, es forastera la dirección.
Sin retroceder o avanzar el tiempo aquí no surte de esperanza.
¿Qué acción es auténtica ante tanta incertidumbre?
La piedra no es un espejo fallido, sólo es piedra.
En este sepulcro de gris ingenio la vida no se descubre breve,
hermana en longitud a cósmicas mareas.
De Estación del frío (2021)
El laberinto fue un sueño, debió serlo en sus raíces,
aberración concebida en un instante de suprema torpeza y fortuna contraria.
Como toda maldad, pronto fue construido, con lujo de presteza,
con derroche y ánimo vocinglero de obrero y plaza.
Tras algunas lunas llegó el mar a lamer sus bases de roca vengativa,
los cimientos de terrestre entraña y origen de magma.
La niebla olía sus baldosas, corona sin decidirse
en los muros que expiraban de fatiga, quietos en su implosión.
Y, tallado en uno de los muros, esto:
el laberinto no puede ser ignorado.
En la última lucidez de la inanición me vengo de mí mismo a gritos,
riendo entre los huesos de lo apenas recordado.
El frío petrificado en los recodos, la luz ovillada y también dormida,
escenario propicio a una historia de vesania y delirio.
Y, grabado en otro muro:
el laberinto no puede ser olvidado.
Pesadilla vertical y mausoleo, paredes de un desierto desequilibrante,
tumba donde respira la bestia, que lo llena todo con su oquedad.
El laberinto es otro dios que no nos ama
reza amarga la inscripción.
Pesadilla en sus fundamentos, atado a mil muertes desatadas,
cumpliéndose a sí mismo su promesa imposible.
Y, escrita la regla:
el laberinto no puede ser destruido.
Palacio para la soledad de omnipresente abrazo, con estallido de sombras,
paraíso de la ruina y eternidad en desesperanza.
Y, labrado para siempre:
el laberinto no puede ser abandonado.
De Estación del frío (2021)
A ciegas corre la algarabía de esta tierra. Pululan los caminos que surcan su fachada.
Fluyen las raíces por sus entrañas, se recrean los parásitos entre sus vísceras.
Piso y piso su bruna facha, no me dejan sosiego sus ojos de córnea pétrea.
¡Ah qué dolor de mortal succionado por este suelo! La superficie rebulle de trotes,
me angustian sus frondas, peñascos, todo lo inerte y demás gravedad.
Es sedimento exánime, sus poros rezuman sangre de tantas ofensivas.
Sus quejas son convulsiones y emisiones: síntomas de un ente virulento.
Fastidio, hartazgo tengo de su pasividad de inmueble; me agita mi anhelo de afrentas.
Necesito dejar de llenar mis plantas con lo rocoso, con su latente recordar de fijeza.
Nadie le rinde pleitesía por voluntad, el mío es el deber de sujeción a sus cavidades,
infectar por coerción mis afanes con sus arenales y rastrojas.
Yo debí ser pájaro, tengo un alma de viento que se retuerce en esta losa de arena.
Busco un explícito destierro, un desprendimiento de águila de sus callejas de piedra.
Busco el sin sentido, lo inadmisible, dejar mi par de anclas epidérmicas:
ser humano caótico que inunde la vastedad del etéreo paisaje.
De Estación del frío (2021)
Claudia Reneé Meyer (El Salvador, 1980). Máster en Gestión Estratégica de la Comunicación y Mercadóloga. Es Gran Maestre en poesía (Secretaria de Cultura de El Salvador, 2011); jurado en las convocatorias de Juegos Florales del Ministerio de Cultura (2015 – 2018); y prejurado local y jurado del Premio Hispanoamericano de Poesía de la Alcaldía de San Salvador (2017, 2019). Autora del poemario Estación del frío (Índole Editores, El Salvador; 2015, 2021). Su obra poética y narrativa corta ha sido publicada en antologías nacionales y extranjeras. Es colaboradora periódica en las revistas Disruptiva, FACTum, El Escarabajo (de la que forma parte del Consejo Editorial) y ESCultural. Es miembro de la Asociación Salvadoreña de Cine y Televisión (ASCINE), y de la Asociación Salvadoreña de Poetas (ASAPOET, en formación). A la fecha labora como coordinadora de UFG Editores, en el Instituto de Ciencia, Tecnología e Innovación (ICTI), de la Universidad Francisco Gavidia.