FLOR DE INVIERNO
Nada altera la dulce compañía
ni quiebra la deseada soledad.
Todo es un punto
que- como el yo- se borra.
Las horas del pasado
son las del porvenir.
La música que oigo tiene un único tono
y todo cuanto veo es de un solo color.
La muerte y la vida se confunden
y el verano hace ya muchos años que pasó.
Empiezo a mirar las cosas con ternura
y disfruto su breve resplandor.
¿Cuánto tiempo me queda?
Como la clivia soy una flor de invierno.
Sólo conservo un sentimiento puro:
la piedad.
Que ella me sirva
para cruzar la ruta que me aguarda
y llegar hasta el fin.
¿Qué vegetación
habrá en la ceniza? ¿Será la misma
que estoy viendo o será la que vi?
¿Habrá verano o será siempre invierno?
¿Por qué no primavera o un otoño pomífero
y repleto de frutos dorados como espejos
demorando su luz?
¿Y por qué no su luz
diluyendo su oro en múltiples reflejos?
¿Y por qué no esos mismos reflejos
sonando entre las cuerdas de la luz?
Hacia ninguna parte me encamino.
No me escribo: me borro
en la penumbra de la nocturnidad
que con su tinta sin color me envuelve
mientras veo el pezón rojizo de la clivia
al fondo del jardín donde no hay noche
iluminar como si fuera un faro
y arrojar a la niebla
el racimo de rayos que la atravesarán.
Y allí, en el perfil del pino,
su oleaje de estatua
dibujar la teatralidad del espectáculo
en que ninguna metáfora vegetal morirá.
Lo que muere
es la clivia real, no la que nombro.
Lo que muere
es esta flor de invierno
que soy yo.
UNA CITA CON REMBRANDT
Comienzo la penumbra, pero ya me la sé.
Todo inicio en el fondo está hecho de pausas-
también ésta que ahora soy aquí
mientras el árbol mira cómo le caen las hojas
y el agua de la orilla no es la orilla ni el mar
sino otra agua que no está en esta orilla
y que no estuvo nunca tampoco en este mar
que acaso es otro tiempo que yo tampoco he visto
y que reaparece ahora en esta pausa,
en la que todo acaba por transparentarse
o interrumpirse, reiniciarse o desaparecer
como yo mismo aquí siendo a la vez
la pausa, el mar, el agua, la penumbra,
siendo y no siendo todo eso a la vez,
siendo mi propia sensación de nada
y viéndome en sus luces hundirme como un bulto
en un lienzo de sombras,
en el que una figura inicia su morir y en su fondo se salva
en un tiempo sin tiempo que ocurre más allá:
que le sucede a otro que cree que es ahora yo
como yo mismo creo que soy él
y que él, y no yo, es quien comienza
esta ficción del yo, esta pausa, este mar, esta penumbra.
EN OTRA SALAMANCA
A Juan Luis Fuentes Labrador
Como la página de un libro
movida por el viento ante los ojos
pasó el fantasma de nuestra juventud
y su realidad, que es lo que evoco
y que me lleva a un tiempo que soy yo,
que era yo, que he sido yo
en la perfecta agilidad del aire,
cuando todas las cosas tenían su interior
y se oía un movimiento oscuro
sonar en lo profundo de las hojas
y era sabia la luz y sabio el ser,
y el tiempo, un claroscuro
sin antiguos espejos reflejando su fondo.
Cuando todo tenía presencia y gracia,
misterio y solidez. Cuando
no se había instalado aún el mecanismo,
tan torpe como fiel, de la costumbre
y se veía el mundo como un todo sin nombre
y las cosas, como
la inexpresada música de agua
que era el exacto idioma
de aquella íntima y compacta relación
que ahora echo de menos y que busco,
porque el hombre sólo conoce lo imperfecto
y nunca sabe en qué momento de su vida
recibe la visita de su demonio o de su dios.
Nunca lo sabe. Tampoco yo lo supe,
porque la juventud ignora lo perfecto.
Por eso ahora recorro este camino
de imágenes lejanas que me llevan
al que estoy siendo
en esta tarde también de Salamanca
en que el sol y la piedra
me conceden su brillo
y yo vuelvo a sus torres
envuelto en la caricia de aquel único oro
que el tiempo ha ido puliendo en mí como un cristal.
Mendigo de su espacio, limosna de su luz es lo que siento.
En otra Salamanca pasó mi juventud.
ANOTACIÓN A SÉNECA
Estoy delante
del último horizonte
de la tarde.
Estoy a punto
de que el sol y el yo
se me desangren.
Delante de los ojos
sólo tengo
un paisaje de luz
agonizante.
Delante de los ojos
aún reflejos
de la espuma o la ceniza
de la carne.
Delante de los ojos
aún espejos
de la nada difusa
del instante.
Recuerdos
de recuerdos del recuerdo
de una identidad
siempre cambiante.
Derrumbe de palomas
en el aire.
Azogue o gas
entre las hojas de los árboles.
Perfecta la mecánica
que rige la marcha
de los astros en el cielo
y en la tierra
las olas de los mares.
MARINA
Una antorcha es el mar y, derramada
por tu boca, una voz de sustantivos,
de finales, fugaces, fugitivos
fuegos fundidos en tu piel fundada.
Una nieve navega resbalada
en resplandor de rojos reflexivos,
de sonoros silencios sucesivos
y de sol en la sal por ti mojada.
La turbamulta del color procura
dejar sobre tu tez la tatuada
totalidad miniada de la espuma.
Tu cuerpo suena a mar. Y tu figura,
en la arena del aire reflejada,
a sol, a sal, a ser, a son, a suma.
ASHRAF FAYAD ESCRIBE DESDE LA CÁRCEL
El paisaje que desde mi celda se divisa no es muy amplio,
pero por él mi imaginación nunca deja de discurrir:
veo ríos, oasis, montañas, ciudades, estuarios.
Adivino lo que en otros lugares se llama libertad.
Por ella vivo, y no me importan los ochocientos latigazos
en dieciséis entregas escritos sobre la superficie de mi piel.
No: no me importan, como tampoco me importa estar aquí,
pues incluso en esta prisión me siento libre
porque eso es lo único que soy: un ser humano libre
condenado por ejercer mi propia libertad.
Los que no lo comprenden ignoran que los esclavos
de la libertad somos –son- los únicos seres libres.
Sí: desde mi celda veo todo cuanto imagino.
Desde mi celda afirmo mi propia libertad.
EN TREN A ST. GALLEN
(28, III, 2012)
Atravieso montañas donde el verde
combate con el gris, el hielo con el agua;
la nieve, con el rojo de una luz escarlata.
Un ya borroso sol exprime sobre mí
su borrosa naranja.
Aprender a morir
de rayo en rayo y de rama en rama:
aprender a morir como la tarde
en los colores de su acuarela malva
sobre la que las horas declinantes dejan
un diminuto resplandor de escarcha.
Aprender a morir como las cosas
en ellas mismas siempre transformadas.
Aprender a morir como las gotas
de una lluvia de níquel que no acaba.
¿Aprender a morir? No: aprender a vivir
en la noche y el alba ahora que un día
es lo mismo que toda una semana.
Ahora que las horas asesinas
resbalan por las cúpulas mojadas,
empujan los columpios ya vacíos
e inician el derrumbe de las casas.
Ahora que todo está cayéndose
y un viento frío recorre nuestra espalda
y hay un olor a pólvora en el cielo
y dinamita Dios nuestras entrañas.
Ahora que el tiempo sucesivo muere
y es el tiempo puntual quien mata.
Ahora que ya nada es de oro
y que la muerte brilla como plata
de una vieja moneda sumergida
en un pozo que no contiene agua.
Ahora que atardece ya sobre la carne
y los sonidos de la noche manchan.
Ahora que todo es laberinto,
siluetas sin una sola llama
que ilumine, ¿en qué penumbra
habita la palabra?
¿Dónde el ser, y dónde
tiene el sentido su morada?
Nada sostiene al hombre
sobre el suelo. Nada, nada.
El hombre es un desierto
sin ninguna esperanza.
Todo está muerto, pero no lo sabe.
Todo está muerto y, sin embargo, canta.
Aprende a vivir en las orillas
como viven las algas,
debajo de la tierra como un topo
o en medio de las aguas estancadas.
Aprende del coral rosa, del fondo
de la arena y la nieve nacarada.
Aprende a vivir sintiendo el soplo
de la ceniza que serás mañana.
Jaime Siles (Valencia, 1951). Licenciado y Doctor en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca: Premio Extraordinario de licenciatura (1973) y Premio Extraordinario de doctorado (1976). Becado por la Fundación Juan March, amplió estudios en la Universidad de Tübingen bajo la dirección de Antonio Tovar. Posteriormente trabajó como investigador contratado en el Departamento de Lingüística de la Universidad de Colonia, donde colaboró con Jürgen Untermann en la redacción de los Monumenta Linguarum Hispanicarum. De 1976 a 1980 fue profesor de Filología Latina en la Universidad de Salamanca; de 1980 a 1982 en la de Alcalá de Henares. En 1983 obtuvo la cátedra de Filología Latina de la Universidad de La Laguna (Tenerife). Ese mismo año fue nombrado director del Instituto Español de Cultura en Viena y Agregado Cultural en la Embajada de España en Austria. Catedrático Honorario de la Universidad de Viena; profesor invitado de la Universidades de Graz, Salzburg, Madison-Wisconsin, Bérgamo, Berna, Turín, Ginebra, École Normale Supérieure de Lyon, Clermont-Ferrand. Orléans y Marne- La Vallée; Ordentlicher Professor de la Universidad de St. Gallen. Actualmente es Catedrático Emérito de Filología Latina de la Universidad de Valencia. Ha sido Asesor de Cultura en la Representación Permanente de España ante la Oficina de la Organización de las Naciones Unidas y presidente de la Sociedad Española de Estudios Clásicos. Hijo Predilecto de la Ciudad de Valencia y Doctor honoris causa por la Universidad de Clermont-Ferrand. Ha obtenido, entre otros, los Premios Ocnos, de la Crítica Nacional, Internacional Loewe de Poesía, Premio Internacional Generación del 27, Nacional de Poesía José Hierro, Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja, Tiflos e Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma, así como el Teresa de Ávila, el de las Letras Valencianas, el Andrés Bello y el UNESCO España, concedidos los cuatro al conjunto de su obra.