"EL AGUA ROTA"
por
Ibán de León
UNA LUCIDEZ ATURDIDA, DE ELÍAS DAVID
Tras una primera lectura se podría pensar que Una lucidez aturdida, de Elías David (Reynosa, 1980), es un libro cuyo contenido está determinado por el fracaso o, mejor, por la resignación. El “No soy nada”, de Fernando Pessoa, quizá funcionaría como epígrafe para todo el volumen. Y, no obstante, Una lucidez aturdida es también evidencia del triunfo, de la aceptación sin derrota de por medio.
Vayamos por partes. El tiempo, una especie de sombra que abarca el espacio sin tocarlo, establece una constante en los poemas. Se erige, me parece, como el río que une versos, imágenes, objetos, hechos, etc. Es ese mismo tiempo que atestigua la decadencia: nada tan cierto como la ruina aguardando en el siguiente minuto de la tarde. Pero más allá del deterioro físico del mundo y de las cosas que lo habitan, el tiempo en los poemas de Una lucidez aturdida constituye algo valioso, algo que hemos perdido, y cuyo símbolo más alto sería la infancia, dueña del tiempo, que es otro y el mismo (esa forma de mirar detenidamente el paisaje común y su misterio).
Desde la ventana que da a los pies del colchón el mundo afuera avanza a un tiempo distinto, todo presente es ya pasado.
En este cuarto solo existe el tiempo por venir, los juguetes en la alfombra lo saben y por eso permanecen quietos, pacientes, esperando el turno a cobrar la vida que desde tus manos les contagias.[1]
La adultez nos roba el tiempo, nos dice Elías David, en un mundo que pertenece a quien obtiene “hasta lo que nunca quiso”. Ser adultos nos hace contender con el otro para ganar no sólo el pan de nuestra mesa, sino un reconocimiento hecho, la mayoría de las veces, de bienes materiales que intercambiamos por un tiempo que avanza puntualmente hasta extinguirnos. Ser adulto es no tener tiempo. Lo que vale, en ese sentido, son las horas que entregamos voluntariamente a la rutina de los días. El mundo es de los que triunfan, de los que tienen éxito.
Y a pesar de saber que nunca llego primero,
hoy corrí y no alcancé el camión diario. Digamos
que mi falta de velocidad
me ha concedido una pausa (a mí que tiempo ya no tengo)
para sentarme en mi cubículo
a esperar a que alguien pase por mí,
a esperar a que alguien
me alcance, a esperar a ese niño que fui […][2]
La voz de los poemas advierte que no puede ofrecer al territorio adulto lo que el territorio adulto exige. O más bien se acepta como es, abraza el fracaso sin culpa, porque el triunfo, aquello que le han impuesto como triunfo, no alcanza a todos y, además, para el poeta resulta innecesario, no posee un valor real. En cuanto esto ocurre, en cuanto el individuo se quita la carga agobiante que es la búsqueda del éxito, siente una infinita ternura por sí mismo, por su falta de pericia o talento o condición: los poemas de Una lucidez aturdida están cargados de ternura, ternura por el adulto que no desea competir, por el niño que fue y sigue siendo, por las cosas que lo rodean, desde las paredes de una casa que murmuran, hasta el desamparo de un planeta que dejó de serlo: ésa es, intuyo, la lucidez que envuelve el libro del poeta tamaulipeco.
De este modo, el hombre que acepta su condición, sin derrota de por medio, recupera la mirada del niño, el tiempo valioso del aquí que atraviesa nuestra carne. Y con ello la vida se abre para él y le revela su milagro nuevamente. Los objetos y hechos cotidianos, de tan sencillos, adquieren su real dimensión, que se extiende hacia lo extraordinario. Para mí, un gran acierto del libro es que está construido con cosas pequeñas o comunes: muebles, cables, calles. Una cama puede ser una alberca y un árbol cumple una función primordial: la permanencia del paisaje.
Es una calle fea, con más baches ahora que la pavimentaron, que cuando solo era un río de tierra. Al fondo, en el cielo, está la excusa de la foto, un arcoíris, y no me quiero poner nostálgico, pero es la calle de la infancia, la que recorría descalzo y aprisa rumbo a la tienda de la esquina con los pies quemados […][3]
Siguiendo esta lectura, podríamos afirmar que la infancia es el lugar donde lo pequeño cobra su justa dimensión, su valor último de grandeza. Es en dicha etapa de la vida cuando miramos con asombro la novedad de lo que nos rodea. Así, el adulto al abrigo de Una lucidez aturdida en realidad vuelve a ser el niño esperando a que lleguen por él un 30 de abril, renuncia al éxito establecido y acepta su finitud. Y desde esa condición se asume también como parte del mundo, del polvo en una calle por la que anduvo descalzo años atrás: “No puedo querer ser nada”, volviendo a Pessoa, porque ya soy todo, incluso en la muerte. En mi pequeñez, y en la pequeñez de los hechos y objetos cotidianos, habita el universo, la grandeza, que no es sino el instante que pasa frente a mis ojos.
[1] Elías David, Una lucidez aturdida, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 2022, pp. 41-42.
[2] Ibid., p. 50.
[3] Ibid., p. 59.
Elías David (Reynosa, México, 1980).Maestría en Español por la University of Texas Rio-Grande Valley. Es editor y miembro fundador de la revista Suburbano y de la editorial SED Ediciones. Su trabajo poético puede verse en sus libros Instantes (ALJA, 2017) y Una lucidez aturdida (UANL, 2022). Ha impartido cursos de escritura y de literatura en el Instituto Reynosense para la Cultura y las Artes. Actualmente estudia el Doctorado en Español con concentración en Escritura Creativa de la University of Houston.
Ibán de León (Oaxaca, 1980) es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Fue becario del Programa de Becas y Formación de Jóvenes Escritores de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM, 2009-2010 y 2010-2011). Es autor de los libros de poesía Oscuridad del agua (Instituto Sonorense de Cultura, 2012), Estaciones nocturnas (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2016), Pan de la noche (Universidad Autónoma de Zacatecas, 2019) y Calles del cuerpo anochecido (Acá las Letras Ediciones-Coneculta Chiapas, 2019). Ha obtenido, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2018, Premio Nacional de Poesía Rodulfo Figueroa 2018, Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2014, Premio Nacional de Poesía Francisco González León 2014 y Premio Nacional de Poesía Sonora 2011.