I
La mala lengua comienza, sin percatarse,
creando rumores sobre sí misma
o ciertas cuestiones que la involucren.
Los presentes en la sala de cine esperan un final feliz, otros sufren porque las palomitas se terminaron hace rato o porque no creen que su vejiga aguante hasta el final. Mientras el samurái en la pantalla, se descubre el torso en línea recta hacia la daga que espera filosa hundirse en su abdomen para quitarle al enemigo la oportunidad de convertirse en su verdugo, culmina la escena en harakiri. Lo negro ingiere al sitio, música tradicional de la tierra que engendró al sol, se apodera de nuestros oídos y ascienden los créditos del filme.
De camino a casa, me abstraigo en que este pobre hombre no dijo sus últimas palabras. Será parte del protocolo del ritual, pero nadie debería marcharse sin decir algo. Claro, la derrota come lenguas.
Ya en casa, algunos zancudos hambrientos se abalanzan contra mí. Esperaron tanto mi llegada que a duras penas reunieron energía para controlar el rodaje en geometría lenta de su vuelo. Caen uno tras otro. Tienen clara la inminencia de su derrota y aun así, prefieren morir en mis manos. Para los zancudos la necesidad puede más que el honor, o tal vez, no haya mayor honor que morir en un aplauso.
Cuelga en la pared su nariz,
producto de nuestro apellido.
Los demás rasgos del retrato
no importan.
Creció en esta misma casa,
cansó sus pasos
de derecha a izquierda
cuando aceptaba el estrés.
Retrocedió mis mismos movimientos cuando se le perdía algo.
Se sentó y cruzó las piernas
para hablar consigo sobre precios o
para escuchar el partido del equipo
que se apoya por herencia.
Ese es tu abuelo,
comenta madre
con cierto aire de malos términos,
los mismos que padre
intenta disimular con carcajadas fingidas.
Le debo mi nombre al hombre del retrato,
le debo mis manías
mis rabietas
con la misma falta de sentido
que se le encuentra a
una cebolla
puesta en la cocina
para consolarnos.
Sé su historia,
cómo crece,
desconfía del calendario,
del minutero,
cómo celebra goles
maldice árbitros.
Esta es mi herencia innegable,
me corresponde tomarla ya.
Por lo menos,
eso parece.
Todavía me impresiono,
pero el gato parece que no.
Anda por ahí con el aburrimiento de adivinar cada desenlace.
Me mira y ya sabe
que voy a hacer,
cuando tropezaré y quebraré un vaso.
Sabe que con dos maullidos
le doy de comer
y con uno
cierro la boca.
Para él, ya se agotaron
las maneras de crear enigmas.
Mira el televisor con
la desconfianza de los avaros
y antes de que termine el programa,
se va.
Ya imagina
cómo se resuelve todo.
A veces quisiera que me explique
los giros que toman
las series policiacas
o los guiones de películas
que se terminan por entender
una década después.
En realidad,
lo compadezco.
El pobre no encuentra misterio
ni en las noches fuera de casa
cuando va al club de pelea de gatos.
Por la mañana,
vuelve con su caminar seguro.
Cada paso
lo tiene medido.
Pasea, sin titubear,
su pecho repleto de altivez.
Durante el desayuno,
detiene su ruta,
me observa con minuciosidad
como si quisiera recalcar que él
me compadece aún más.
Lo intuyo por la manera en que gira su cabeza.
—Uvieta, que dice Nuestro Señor que por vida tuyita, dejés apearse a la Muerte del palo de uva.
Carmen Lyra
Ignoramos si todo lo provocó Uvieta, sin embargo, una fuerza extraña no deja a nuestro padre bajarse del árbol que está detrás de casa. Él, que no necesitaba el permiso de nadie para subir y bajar, sigue sin tocar la seguridad del suelo. Los primeros días, la noticia se esparció hasta tal punto, que la Iglesia envió a un cura para ver qué podía hacer. Los avemaría no bajaron a nuestro padre. Tampoco para los bomberos fue posible bajarlo.
30 años después, madre le sigue tirando pan para que coma algo y lo reparta con palomas y zanates. Los nietos llegan, le piden al hombre subido en las ramas que les cuente historias. Él cede y les cuenta lo que escucha desde la altura.
Nuestro padre ha estado tanto tiempo ahí subido, que ya no sabe qué haría si las plantas de sus pies recuperaran la calma de las piedras. Por las tardes sin el frenesí de los pájaros, se puede escuchar sus ruegos.
—Uvieta, si sos vos el culpable de esto,
te imploro que no me dejés bajarme.
Lo pensaré con la almohada. En esto se reduce la aflicción antes de dormir. Al parecer, ella da los consejos precisos para sacarnos de los aprietos que marean la cordura. Esperaría lo mismo de la mía, pero a la hora de contarle mis problemas, los ignora y me cuenta los suyos.
—No es nada fácil ser una almohada, empieza. Muchos creen que solo servimos para dar reposo. También nos cansamos de vez en cuando, a nadie le interesa. Padecemos de hastío cuando el tiempo se toma un tiempo para bostezar. A nadie le interesa. Nos agota que hundan sus cabezas en nosotras, descarguen sus lágrimas, lamentos o hasta mordiscos. Por si fuera poco, nos obligan a arreglar sus asuntos.
Mi almohada siempre amenaza con renunciar y pide vacaciones pagadas. En noches como esta, sin nada en especial que decir, debo dormir en el suelo. Las sábanas, cobija y colchón se unen a esta huelga hasta nuevo aviso.
Pidieron que les relatara alguna leyenda de donde provengo. Intenté recobrar las historias de todos mis tíos o al menos algún suceso con la mínima rareza que no pudiéramos explicar hasta el día siguiente.
No le pedí mucho a mi memoria, solo algo para evitar el silencio. Terminé por admitir que de donde vengo, los espíritus buenos o malos, monstruos, almas en pena o fantasmas, ya no nos visitan. Tienen su agenda repleta de otras tareas, familias que alimentar, metas, obligaciones que cumplir, como para perder su tiempo con nosotros. En su itinerario las fechas para asustar personas, pasaron a segundo plano. No necesitan hacer mucho, porque los humanos se asustan entre sí.
Decidieron cruzar fronteras, abandonar el lugar de donde provengo, y llevarse con ellos sus nombres, sus historias, el asombro de los niños. Dejaron lo mínimo para recordarlos: el rastro de sus migraciones hacia lugares donde se prueba suerte a diario.
Perdón, no lo vuelvo a hacer. Repítase las veces que sea necesario. Esta estrategia se aprende durante la niñez para liberarse, a veces sin éxito, de golpes con chancleta, faja o de estrangulaciones sacalenguas que los padres aprenden en programas de televisión. Preocúpense por lo que ven los adultos sin la supervisión de un menor. Perdón por desviarme del tema, no lo vuelvo a hacer.
Los niños crecen y varían las tácticas del libreto para esquivar problemas de magnitud 6, 7 u 8, según la escala de qué tan jodido fue. Entre más alto sea el nivel, más seguridad e ingenio debe mostrar el acusado. No basta con decir no lo vuelvo a hacer por décima vez. Se necesita un mínimo conocimiento de artes dramáticas, o en efecto ver de un tirón dos temporadas seguidas de una serie sin gracia, sin entender por qué se hizo tan adictiva. Uno mismo se convence de que cada capítulo será el último, pero se termina por ver otro y otro.
—¡Qué barbaridad!— diría mi madre, pero ella también cae en la tentación de más y más capítulos. Perdón por desviarme del tema, de nuevo. Ya no lo vuelvo a hacer.
He usado otros nombres. Me he puesto vestidos largos y cortos, zapatos de vestir y todo tipo de ropa sin saber cómo lucirlas. Claro, no me ayuda a conocer al prójimo. Solo transmito sus historias desde sus propios hilos de nylon.
Preguntan por mi oficio; me encargo de traerles mensajes y transformarme en cada emisor. Tanto que no sé formular mis mensajes. No sé decir te amo sin ser alguien más.
No tengo hambre, si alguien más no la tiene. Si come, yo como.
Me animo en intercambios de verbos familiares. Como de costumbre, pronuncio el caos con tono, palabras tajantes. Y antes de dormir, ruego perdón por lo que dije en esas conversaciones. Vuelvo a mi oficio de emisario a ponerme:
bralette,
si quien envía el mensaje lo tiene;
reloj,
si quien envía el mensaje lo tiene;
hoyos de clavos en las manos,
si quien envía el mensaje lo tiene;
pasamontañas,
si quien envía el mensaje lo tiene;
No sé hacerlo de otra forma.
II
A esta mala lengua otras se le unen,
hablan sobre ellas mismas.
Sueñan con comerse apellido tras apellido.
Todavía no es hora.
Agarramos las monedas, las metemos en el bolsillo izquierdo sin molestarnos en recordar el agujero que tiene. Como es de esperar, caen, resbalan por la pierna sin que nos enteremos. Aterrizan en la acera y aguardan a que algún buen samaritano las recoja para volver a sentirse importantes, para tener, de nuevo, el calor que da la necesidad del pago.
Media hora después de este incidente, percatamos que perdimos el pasaje del bus, así que otra vez nos tocará caminar hasta casa. En el trayecto, nos aturden ladridos de los perros callejeros, cada vez más cercanos hasta que, irremediablemente, les devolvemos los ladridos. Ladramos, es cierto, y los perros se van. Pensamos:
—Vaya, ¿estos son nuestros mejores amigos? Ayer nos movían la cola y hoy no nos reconocen.
—¿Qué habrá pasado? Tal vez no les gustó que cambiáramos de perfume.
En ningún momento pensamos que tal vez estos perros también tuvieron un mal día. Les ladramos y nada más.
—Estos humanos, se supone que son nuestros mejores amigos.—Lo más seguro, eso dicen cuando los espantamos.
Manuel Umaña Campos (Turrialba, Costa Rica, 1997). Actualmente, estudia Bibliotecología en la Universidad Estatal a Distancia, Costa Rica (UNED). Ha participado en diversos talleres literarios en este país. Asimismo, ha sido publicado en la revista digital Íkaro, en la antología de poesía y microrrelato llamada Y2K compilada por la Editorial Estudiantil de la UCR, Revista Comelibros, en la antología Nueva Poesía Costarricense y en la antología de poesía joven de Costa Rica titulada Poesía en Tiempos de Pánico compilada por la revista méxicana Campos de Plumas. Fue mención honorífica en el Certamen Literario Brunca en la categoría de cuento en el año 2022, organizado por la Universidad Nacional de Costa Rica sede Regional Brunca.