RUIDO
Oh américa, oh gran madrastra blanca,
casa enorme bajo un solo astro del tamaño de la verdad,
oh américa de todos nosotros, he visto a tus padres arrodillados
amenazados por perros de oro que ladran a toda hora,
por eso he venido hasta aquí para preguntarte por los niños
de la otra América, los niños en sus jaulas de hierro indestructible,
sometidos por besos que quieren ahogarlos, bocas de agua
que solo saben asesinar, hachas de piedra
sobre pequeñas cabezas inflamadas por el llanto, qué has hecho
con nuestros breves niños, dónde los enterraste,
bajo qué duna y a la sombra de cuál árbol en llamas,
de la mano de quién los llevaste por el pasillo de cemento
hasta un patio sin hierba para abandonarlos otra vez
y cantarles la canción de cuna más triste de la historia del mundo,
qué silueta les susurró una palabra que significa destrucción
y los bautizó en el agua infestada por la furia de la tormenta
y los abrigó con sábanas de frío, y les pintó una cruz, no de ceniza
sino de sangre sobre la frente del tamaño de una paloma.
Inmensidad inusitada encerrada en una breve caja de madera,
tornado que cabe en el suspiro del que solo sabe marcharse,
américa voluptuosa robusta y ataviada con coronas de humo
y pendientes de metal, eres más grande, sí,
pero no más enorme, oh américa del tamaño del instante
que pronuncio tu nombre hecho de docenas de nombres inventados,
leona hecha con la piel de millones de cachorros sombríos.
Eres un cuerpo repleto de fiebres y maldiciones.
Te crees única, pero no eres única, eres todos a la vez
y nosotros somos contigo como tú con nosotros,
pero no quieres escuchar y tapas tus oídos con águilas de niebla.
América indecente y hermosa como una chica violentada
por sus tíos y sus primos en una sola noche, y luego
dejada sola, a la intemperie, bajo las lechuzas de agosto.
Enorme américa de todos nosotros, no hay puentes
del tamaño del mar, no hay gritos del tamaño de tu demencia
y tu odio hacia todos tus otros hijos, hacia la otra América
a tu espalda, hacia esta nación de cordilleras que acaban en el mar
y en el hielo, gran américa nuestra y de nadie, piedra bendita
y maldita, ruido de cuerpos que se mueven sin encontrarse nunca,
ruido de trompetas que se quiebran en las altas paredes,
ruido de ríos tragados por lagartos indóciles y vueltos a escupir,
inmensa américa de nadie y de todos, tuve que mirar
y volver a mirar para convencerme de que lo que veía
era cierto, que era la verdad sobre todas las cosas,
que destruirnos era tu manera de amar a tus propios hijos.
Tuve que mirar el llanto y los brazos tendidos en el aire.
Tuve que mirar cien veces para convencerme
de que habías enterrado tu cabeza en el Apocalipsis del desierto,
que nos habías encerrado como a pequeños perros
o pequeños pájaros o pequeñas serpientes,
que habías escupido sobre tierra sagrada
y te habías negado a escuchar lo que el viento del sur tenía para decirte.
Tuve que convencerme de que lo habías olvidado todo,
la dignidad, el nombre del cielo. Hermosa madre oscura
que ya no sabes escuchar tus propios gritos súbitos, los gritos
de todos tus padres, esa alma más extensa que tus praderas,
oh madre y padre y madre del tamaño de todo lo perdido.
Oh américa sin vida como el cuerpo de un niño sobre un país de fango.
EL FINAL DE LA LLUVIA
Me he sentado sobre una montaña que se derrumba
a leer el periódico de un viernes de 1945, y sé que piensas
que esto no puede ser verdad, pero la imagen
es tan real como el dolor que provoca.
No puedes silbar en la colina sin espantar a los gorriones
ni puedes invocar al fantasma sin recordar la muerte.
Cuando miras el mar puedes mirar también las grandes bestias.
La bailarina detenida en la punta de su angustioso pie
es una flecha que señala el centro del mundo.
Si confundo gaviotas con briznas de nieve está bien.
No hay una ventana que se asome siempre a jardines con viento.
Una lata de sardinas no es el Pacífico. Un ventilador
no es una tormenta ni lo son los gritos de los hijos alrededor
del padre muerto. Si escucho la grabación de un disparo,
me uno al espanto de los que presenciaban la escena
a través de un temor venido de muy lejos,
el aullido del lobo ha erizado nuestra piel durante miles de años,
la penumbra nos ha hecho buscar la luz.
Es así, por eso ahora me siento sobre una colina
para comprender otra vez que estoy tan solo como el resto
y que la muerte es una chica blanca con trenzas,
una chica blanca que huele como una calle de noviembre
llena de niños, pecas en la planta de los hermosos pies,
labios como un plato lleno de hormigas rojas,
porque la muerte es una chica dulce que me sonríe
cuando camino por la calle a lado de las enormes norias
bajo la luna que es un nido repleto de crías de cuervo
y nada es lejano o cercano, salvo la casa de mis diecinueve
y de mis veinte. Sentado sobre una montaña
que es mi montaña, miro el valle que es una ciudad,
que es un círculo, que es el vestigio de una fogata,
y me veo andar sobre todas sus avenidas
y bajo todos sus faroles leo un viejo periódico mientras tiemblo de frío.
Hoy es martes, un simple martes, un día es sólo algo de claridad
y algo de incertidumbre. Suenan campanas en la niebla.
Ha llovido por diez años seguidos, y acabó ayer.
Ayer ya es para siempre el final de la lluvia.
EL PEDIDO
Dame sesenta mil muertos y te daré un país,
eso me dijo, y su enorme oscura
inevitable voz, también era una ciénaga.
Dame un crucifijo y lo bendeciré y los bendeciré
y todo les será perdonado, y cada uno de sus muertos
vendrá a mí como el rebaño de cabras
rodea al pastor cuya mano está repleta de sal,
y comerán lo que tengo para ofrecerles
porque la desesperación es más fuerte que la misericordia.
El alba será un trapo bajo las escaleras
semejante a una perra que agoniza, tan sucia
que ninguna de las aguas podrá separarla de su inmundicia
y solo prevalecerá la oscuridad y solo prevalecerán
los hijos de la oscuridad, por eso dame
lo que te pido y te devolveré algo genuino y más enorme,
dame la campana sin forma y te daré una novia,
su vestido blanco será tan largo como un camino
sobre la nieve flanqueado por hermosos pinos nuevos,
y entre diciembre y enero volverás al campo
a recoger lo que un día recogieron tus padres,
retornarás al estanque y al río, y chapotearás en el agua
donde la luz vendrá de miles de monedas al fondo.
Por eso dame los muertos y dame el rifle y la bala de oro,
dame el colmillo del tigre de monte y el ojo del ratón
y la furia de la serpiente, y te daré todo aquello
que sé que te hace falta día con día y a toda hora.
Eso fue lo que dijo y entonces calló
y el silencio fue el mundo, me abandonó la luz, también la vida,
y aquel hombre, cuya espalda era la oscuridad,
se alejó para dejarnos nuevamente solos.
Hubiera querido decirle: Tómalo todo y sálvanos.
Pero no me atreví, me quedé atrás, inmóvil
bajo la lluvia otra vez dulce, observando en los charcos repentinos
mi propio extraño rostro, mentón firme y ojos cerrados,
más cerrados que nunca.
HABITANTE
Desolación es mi nombre y el nombre
de lo que me rodea.
Al inicio de la calle, casas abandonadas.
Puertas arrancadas de un tajo por el viento del norte.
Patios donde solo la nieve ha caminado durante años.
Huellas de escarcha sobre las tejas rotas.
Faroles rotos, tierra rota, tazas, palanganas,
cornisas, columnas, todo quebrado.
Y ese olor que no es tierra, que no es la decadencia
ni la muerte, sino ese hálito que emana
de lo que ha sido maldecido.
Plata cubierta de polvo
como un hermoso rostro amortajado.
Figuras de animales en las paredes.
Orificios de bala donde la serpiente
ha penetrado la oscuridad.
Un eco, voces, susurros casi oceánicos
en la madrugada, una mancha en el aire, el peso
de lo que debió ser liviano y volátil
pero ha adquirido corporeidad.
Desolación es el nombre de lo que me rodea.
Desolación es mi propio nombre santo.
La lluvia no abandona los campos muertos.
He venido hasta aquí para saber
que el viento tampoco abandona
el mármol negro de las tumbas, los labios negros
de los que desaparecieron a la intemperie, arrastrados
hasta las ciudades vecinas y el mar
como ecos que se alargan por un tiempo imposible.
Camino sobre la tierra muerta, entre mudas de pitón
y gusanos rojos, sobre el fango aún húmedo,
sin avanzar, sin distinguir el oriente del poniente,
silbando como si nada fuese importante,
llenando mi boca con hambre antigua y antiguas palabras,
sin estirar la mano, pero tocándolo todo,
volviendo a nombrar lo que alguna vez tuvo un nombre.
Desolación es todo aquello que crece y me rodea,
desolación aquellos con quienes me baño en un estanque
donde no logro observar el fondo,
lo que habita en la oscuridad de las aguas
son los residuos de la cena de un animal gigantesco.
Podría gritar y no huiría el ratón blanco
ni el búho cuya garra es escarcha.
Podría golpear un tambor y no se encendería una estufa
ni se escucharía un resoplido de alivio.
Podría decir una oración y una campana no sonaría.
La soledad no tiene fundamento, estoy conmigo,
es la última hora del día
y soy todos los seres de la tierra.
RACE HORSE
para Roxana Elena
Y mira tú, muchacha, de quién viniste a enamorarte,
a quién viniste a amar para toda la vida,
a quién decidiste no olvidar:
es un caballo de carreras, ese muchacho es un caballo de carreras
y corre siempre junto a la barda colmada por espinos
y sus músculos inflamados siempre a punto de reventarse.
¿Quién lo conduce?
Sus estribos son ríos a los cuales muerde para intentar romper.
Sus ojos ven un horizonte de fuego al que no puede dejar de dirigirse.
Sus cascos son de un cristal incorruptible que aniquila a la piedra.
Su crin es el viento azotado por el relámpago.
Una tormenta tiene donde debió tener un breve corazón,
una tormenta a la cual teme incluso el invierno mismo.
Su imaginación es la misma que la de la montaña
y la del grito que corta el silencio de la montaña desolada.
No es de fiar.
¿Quién confiaría su alma a una tormenta?
¿Quién brindaría su piel al cuchillo de fuego
o su voz al silencio de la flauta quebrada por el odio?
Y mira tú, muchacha dulce, te abriste como un cofre
lleno de perlas que parecían brotar de la luz misma
y él ni siquiera pudo notarlo, él es un caballo de carreras
y no le importa ni la ciudad ni el camino que lleva a la ciudad
ni las joyas ni un cuello lleno de joyas ni un cofre lleno de joyas,
solo le importa el bosque y el campo abierto y la playa interminable
pero sobre todo la pista, esa pista de grama, arena y piedra,
y mira tú de quién viniste a enamorarte
a quién quisiste guardar en ti como un corazón nuevo
a quién quisiste abrazar hasta perder los brazos
a quién quisiste observar hasta cerrar tanto los ojos
que no consigues ya mirar la dicha.
Mira tú, muchacha linda, a quién quisiste amar,
a un obstinado caballo de carreras cuya pista es el mundo.
EL MUCHACHO DE LA CRUZ VERDE
Querías escapar a través de un camino que no existe.
Tus pequeños pies del tamaño de puñados de abejas muertas
querían saltar sobre los charcos, o hacer equilibrio
sobre el reflejo de una cuerda, pero caíste,
y tu cuerpo avanzó hasta tu sombra para llenarla
como una pila bautismal con agua bendita.
Fogatas frescas fueron las frases que gritaste
mientras caías, agua encendida sobre siete penumbras.
Todos sabemos que vestías de verde, que sobre el corazón
alguien te había cosido una cruz blanca,
que ibas con otros como tú, recogiendo los muertos
como los pescadores recolectan peces inusitados,
que entraste en la claridad del día
en lugar de la oscuridad bajo la cama, que viste
un aliento terrible convertirse en tornado y luego en grito,
pero que seguiste de pie incluso un instante después
del último disparo. Y que sigues de pie para todos nosotros.
Sé que te acribillaron al final de la tarde.
Y sé también que era un juego de niños,
que fueron otros niños los que te dispararon,
y que te conocían, puesto que te llamaron por tu nombre.
Y sé la calle en donde sucedió, y sé el tamaño
del horizonte implacable bajo el que aún persistes.
Los tiovivos no saben girar más.
Todas las madres, menos una, se han tornado un sollozo.
Todas envejecieron, menos esa mujer
cuyo rostro se ha vuelto una lluvia de marzo.
Catorce aves de mal agüero cantaron
en la despiadada rama que el viejo viento elude,
esa rama que solo florece en el invierno.
Niño más grande que la plegaria en que persistes,
se ha secado el mar sobre tu pupila aún abierta,
se han quebrado las sillas de la cena de tus quince años,
y de tus dieciséis y de tus veinte,
los bosques se han derrumbado sobre sus troncos,
y todo ha callado un minuto terrible,
los rostros han caído como el hacha de piedra
sobre el cuello de la gacela, y se ha acabado el día.
Siete balas como siete maldiciones,
como siete tornados súbitos, asaltaron tu cuerpo.
Siete leonas grises para una sola presa.
Y derrotaron tu hermosa voluntad.
Y hablaron al oído de cada uno de nosotros
para decirnos la verdad sobre todas las cosas,
para advertirnos que estamos solos otra vez
y mostrarnos el final de un camino
que no comienza nunca.
NACIÓN
Oh, dueña, oh mía, santísima y nefasta,
bajo el rosado vuelo de las aves,
y bajo el agujero amarillo donde una gacela de oro
hace su nido efímero y lo llena de crías semejantes a ella,
dejaré las letras de un himno,
y sobre tus tejados, aún de tierra roja,
inclinaré mi cabeza humedecida
en el aplauso interminable de tu invierno sin nieve,
y reuniré todo lamento y toda terrible declaración de amor
para decirte dónde estamos perdidos,
para dejarte migajas de inhabitables días destrozados
y que puedas llegar hasta nosotros.
Oh, hermana enorme, loba del color de las azucenas sucias,
eres la inmensa huésped de las aguas del alba,
una vieja mujer con anillos de ónice y pezuñas de jaguar,
globos negros son tus palomas que explotan en el aire.
Oh, madre enferma y santa, tu cabeza es una gallina
haciendo equilibrio en el horizonte de marzo,
tu huella es un país que llega con la noche,
tu primavera, una estación de trenes en cuyo andén
se desbordan tilos enfurecidos, altos,
tan altos como muchachos a la sombra, y más altos aún,
semejantes a brisa súbita erguida como un animal majestuoso
bajo todas las aguas del pacífico, ese mar solo nuestro,
ese páramo repleto de caballos dementes
que chocan entre ellos y se expulsan
a través de una piadosa muerte blanca, un grito blanco
que destroza los muelles y las piedras.
Un ruido de gaviotas es lo que sé de ti, madre,
temible madre siempre en éxtasis,
y por eso bendíceme otra vez y yo te bendeciré,
y estaremos juntos al amparo de tu inaudita iglesia,
esa iglesia llena de niños santos
arrodillados para siempre...
EL REFLEJO
El cielo reflejado en un cubo de agua
me hace pensar en el mar de mi juventud.
Pelícanos como gotas de azúcar
regresan con la marea alta, mujeres
siempre ancianas ponen a secar el pescado
y el aire adquiere una densidad
semejante a la del humo que despiden los incensarios
en la hora cuando las oraciones
recuerdan a los muertos.
Promontorios de eternidad en las esquinas.
Humo petrificado sobre el labio inferior.
Y sé que cuando no exista nada que esperar,
ni un viaje, ni un susurro que nazca entre los arbustos,
ni una sombra que entre a la casa
debajo de la puerta, cuando la rama
oscile para nadie, cuando la inmensidad
no detenga la niebla vespertina,
meteré la cabeza en un cubo de agua
y gritaré para despertarme
en mitad de la muerte.
Jorge Galán (El Salvador). Narrador y poeta. Ha publicado: La caída de Porthos Embilea (Gran Travesía, 2021); La ruta de las abejas (Gran Travesía, 2020); Ruido (Pre-Textos, 2019); Noviembre (Tusquets, 2016,); Medianoche del mundo (Visor, 2016); El círculo (Visor, 2014); El estanque colmado (Visor, 2012); entre otros. Ha obtenido el Premio José Emilio Pacheco, México, 2022; el Premio de la Real Academia Española en 2016; el Premio Casa de América de Poesía Americana; o el Premio Adonáis, entre algunos otros. Sus novelas han sido traducidas a diversos idiomas y publicadas por editoriales como Penguin Randon House, Little Brown o Mondadori.