El poeta mexicano Ibán de León inaugura su columna "El agua rota", en la que estará entregando, mes con mes, una reseña de diferentes libros de poesía.
"EL AGUA ROTA"
por
Ibán de León
A CARA DE PERRO DE EMILIANO ARÉSTEGUI
Alguien ve más allá de lo que es posible ver. El misterio detrás de nuestra sombra. Ese alguien ha entregado su humanidad a la noche, a la miseria del alcohol. Pertenece a una familia insólita de marginados cuyo nombre común es escuadrón de la muerte. Su pan se amasa con aguardiente, en grandes cantidades. Construye su voz con el aliento de la caña, con el fuego vivo que alumbra la decadencia. Una tristeza larga como el delirio que trae consigo la sobriedad. ¿Qué es lo que ve quien ha decidido recorrer el camino tortuoso de la miseria sobre el cuerpo?, ¿por qué entregarse así al lento paso del deterioro? En A cara de perro, Emiliano Aréstegui (Chilpancingo, Guerrero, 1982) se aproxima sin pudor a la banqueta, hogar del teporocho. Nos ofrece un álbum fotográfico hecho de miasmas y desesperanza para que observemos, durante un breve recorrido páginas adentro, a ese otro que ve, en la negrura, más allá de lo que somos.
Al escuadrón de la muerte es habitual encontrarlo en ciertos puntos de la calle, en las banquetas, de preferencia en las esquinas ―jauría invisible―. Todos, sospecho, tenemos un recuerdo de los hombres cuya piel brilla enrojecida al sol frío de la mañana. Dicho recuerdo suele venir de nuestra infancia, del temor y el asombro causados por la imagen inamovible y casi siempre silenciosa de esos individuos cuyo signo es la ruina (alguna historia trágica ronda la intimidad de sus ojos desde el alba). Su tiempo es otro tiempo o, mejor, su tiempo parece detenido frente al trajín del ciudadano común. Ellos, los integrantes del escuadrón de la muerte, han renunciado a ser parte del engranaje por el cual gira el mundo para, parece decirnos el autor de este libro que hunde sus raíces en la alucinación, entregarse a una tarea dolorosa y necesaria:
En cruz de corazón el escuadrón de la muerte rada a un lado de la iglesia la ausencia de los muertos y suicidas
con su música metálica y sus fierros de viento aguardiente los va fijando en la banqueta negros huesos/ oscuras letanías
piedras con rostros encriptados/ gente metida en la semilla
El escuadrón de la muerte rada la ausencia de sus todos [...][1]
Destaca inmediatamente, en el fragmento anterior, el sustantivo verbalizado rada ―la obra de Aréstegui tiene filiación con el neobarroco―: la bahía como imagen precisa de frontera, entre la tierra y el mar, lo conocido frente al abismo de lo desconocido. La vida junto a la muerte. Ahí, en ese límite, montan guardia los teporochos, radan. No es gratuito decir que montan guardia: son ciertamente guardianes entre un mundo y otro, han visto con ojos de perro ―sus lagañas― lo que existe después del borde. Y vigilan, protegen, como los canes del hogar. Porque hay ánimas, almas que deambulan perdidas, asustadizas: nuestros muertos que, tal vez, aún no han entendido su condición de polvo. Y quien les da cobijo, una palabra de consuelo, quien los guía, es ese proscrito que se ha entregado voluntariamente a los oficios de la muerte, desde cuyo reducto es posible mirar lo no mirado por nosotros, los comunes:
Pocos nos traen comida
ignoran
cuidamos a los suyos
en nuestro pecho barranca
arden los palos bejuco
de todos sus ausentes.[2]
El teporocho de banqueta no pertenece al mundo de los vivos, pero tampoco es un fantasma. Habita entre el aquí y el allá, en ese límite, frontera: espectro de la desolación o, para ser más precisos, alebrije hecho del duelo (ser fantástico llegado del sueño), que ha ido transformándose (derruyéndose) poco a poco gracias al filo del aguardiente:
Nadie aquí dice alebrijes
pero eso somos
perros con algo de humano y algo de sombra
algo de zanate y de serpiente […][3]
Mientras los integrantes del escuadrón de la muerte ven tras el misterio de nuestra sombra ―nuestra oscura condición―, nosotros somos ciegos al paso de los días, a sus cosas sencillas, a la tierra y a la luz, tal vez a la lluvia y al verde que convoca. A cara de perro es una sacudida que nos obliga a abrir los ojos, de golpe y sin consideraciones. Lejos de la romantización de la decadencia, el libro de Emiliano Aréstegui intenta, desde mi punto de vista, devolvernos la verdad del mundo, lo que somos incluso en la desesperación y en la ruina: la belleza ―el enigma de la vida― florece también en la podredumbre.
[1] Emiliano Aréstegui, A cara de perro, Desliz Ediciones-Ayuntamiento de Palenque, Ciudad de México, 2021, p. 7.
[2] Ibid., p. 17.
[3] Ibid., p. 38.
Ibán de León (Oaxaca, 1980) es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Fue becario del Programa de Becas y Formación de Jóvenes Escritores de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM, 2009-2010 y 2010-2011). Es autor de los libros de poesía Oscuridad del agua (Instituto Sonorense de Cultura, 2012), Estaciones nocturnas (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2016), Pan de la noche (Universidad Autónoma de Zacatecas, 2019) y Calles del cuerpo anochecido (Acá las Letras Ediciones-Coneculta Chiapas, 2019). Ha obtenido, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2018, Premio Nacional de Poesía Rodulfo Figueroa 2018, Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2014, Premio Nacional de Poesía Francisco González León 2014 y Premio Nacional de Poesía Sonora 2011.
Emiliano Aréstegui (México). Se formó como lector y poeta en Cuajinicuilapa Guerrero. Es narrador oral, mediador de lectura y cultor de escritura creativa. Su obra ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Poesía José Emilio Pacheco 2009, el VI Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada 2011, y el Ydalio Huerta Escalante 2018. Fue becario del Fonca en la categoría Jóvenes Creadores y del programa estatal Pecdag. Participó (2008-2011) en la Compañía de Teatro Popular Universitario (TPU) de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México bajo la dirección de Rodolfo Alcaraz. Es licenciado en Creación literaria.